Lun04Dic202301:38
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Autor: Servando Clemens
Género: Cuento

Salvado por la lechuza

Salvado por la lechuza



Es angustiante que te rompan la boca, que te arrojen al lodo, que te metan hormigas en los calzoncillos, que te escupan la cara un gargajo de flema fluorescente, que te roben el dinero y que te pateen las bolas sólo porque a un cretino se le ocurrió que era divertido. O tal vez lo hacen por el placer de sentir cómo se hunden sus asquerosos nudillos en las costillas de un debilucho; o posiblemente por el hecho de que los bravucones nos consideran unos perdedores, o por una diversión estúpida… ya no sé qué pensar. Puede ser que ellos sean todavía más miserables.

En realidad, no comprendo sus motivaciones, ¿por qué no seguir cada uno por su trayecto como dos líneas paralelas y al carajo?

Así me sentía al salir de clases y regresar a casa todo apaleado: estúpido y cobarde.

Juan y Alberto me ponían una madriza todos los días y los maestros no hacían nada. A ellos no les interesa meterse en problemas. El director era tío de ese par de imbéciles y la única vez que tuve el valor de denunciarlos, él dijo: "Muchachito, ya es tiempo de que te conviertas en un hombre. No siempre te vas a ocultar debajo de las faldas de tu abuela. Si vuelves por aquí a andar de chismoso, yo mismo te daré un coscorrón, ¿entendido?". Yo respondí: "Sí, señor". Y me fui arrepentido, con la cola entre las patas.

—Otra vez te pegaron —dijo mi abuela en cuanto crucé la puerta—. Mira tu cara, hijo. ¿Qué dirían tus padres si te vieran así? Pensarían que no te cuido bien.

—Pero ya no están aquí. Están muertos y papá nunca me enseñó a partirle la jeta a los pendejos.

—No hables así, su partida fue repentina. Déjame hablar con el director. Ya fue suficiente.

—No lo hagas, abue, sería mucho peor. Yo sé lo que te digo.

—Por lo menos permíteme curarte.

La abuela no dejaba de verme el moretón del ojo derecho. Sacó una compresa de hielo y la colocó en la parte afectada.

—¡Auch!

—Ya, ya… mañana será un mejor día, te lo juro.

Al día siguiente pensé en hacerme el invisible, así que no hablé con nadie. A la hora de recreo me escondí detrás de los botes de basura, esquivando abejas y oliendo cochinadas. Me senté hasta la última fila, en el rincón y no participé en las asignaturas. Todo marchó bien, parecía el alumno invisible. Incluso salté la barda por la parte trasera de la escuela para que esos tarados no me notaran al salir. Volteé para todos lados: no había nadie a los alrededores. Suspiré aliviado. Empecé a caminar mientras chiflaba una canción; estaba feliz porque llegaría limpio a casa después de varias semanas. Di vuelta a la esquina y con lo primero que me topé de frente fue con el puño de Alberto, el cual me rompió la nariz. ¡Crank! De repente me estaba tragando mi propia sangre. Caí de espaldas. Vi el sol y algunas estrellitas que centelleaban alrededor de mis ojos.

—Creíste que te escaparías de nosotros, idiota de mierda —dijo Juan, pateándome la rodilla—. Párate si puedes, enano enclenque.

Alberto me tomó del cabello y me levantó como si fuera un muñeco de trapo. Traté de golpearlo y no logré hacerle ni cosquillas. Era mucho más grande y pesado que yo; eso le pasaba por repetir año por segunda ocasión.

Los compañeros de la escuela empezaron a llegar al circo romano. Pude escuchar las risillas burlescas.

—Ya estuvo bueno, ¿no? —dije casi llorando.

Era más hiriente la vergüenza de ser humillado en la vía pública que el dolor físico.

Alberto me propinó un gancho en la boca del estómago. Sentí el dolor más fuerte de mi vida. No podía jalar aire, seguía tragando sangre y me retorcía en el suelo como un insecto fumigado.

Juan se puso en cuclillas y me dijo en la cara:

—Vamos a divertimos contigo, zoquete.

Alberto sacó de la mochila unas tijeras y dijo que me cortarían el cabello de niña. En ese momento ya no me interesaba nada, solo quería desaparecer de la faz de la Tierra o morir de una vez por todas. Pensé que, si lograba sobrevivir, lo mejor sería no regresar a la escuela; lo mejor era largarme del país.

Alberto puso el filo de la tijera cerca de mi oreja y creí que la cortaría. Todavía no podía levantarme. Mi pierna izquierda estaba agarrotada y tenía ganas de vomitar.

—No, por favor —rogué.

Escuché el chillido de una lechuza. El ave sobrevoló el área y me pareció que atacaba a ese par de fanfarrones.

—Lánzale algo —le dijo Alberto a Juan, mientras se agachaba y buscaba a tientas una piedra.

La lechuza voló más alto y se paró en un poste. El ave nos vigilaba, al menos eso me pareció.

—Maldito pájaro —dijo Juan—. No le pude atinar.

Alberto empezó a temblar, soltó una piedra, caminó como un zombi y luego tartamudeó:

—No-no pu-puedo controlar mi cuerpo.

—¿Qué te pasa? —preguntó Juan con los brazos tiesos como si fuera un robot antiguo—. ¡¿Estás demente?! ¡Aléjate de mí, animal!

Alberto pateó a Juan y este le respondió con una bofetada. Y así siguieron peleando por algunos minutos como niños de cinco años, hasta que un oficial de la policía llegó y los separó. Alberto y Juan se cagaron en sus pantalones como dos bebés sin pañales. Todos los espectadores se desbarataron entre carcajadas y se olvidaron de mí. El oficial no quería subir a su patrulla a esos dos apestosos.

—¿Qué les pasó a tus amigos? —me preguntó el policía.

—No lo sé —dije—. Y no son amigos.

La lechuza lanzó algo parecido a una carcajada, cuyo sonido me recordó a alguien.

—Ya váyanse, muchachos —dijo el policía—. Tomen caminos diferentes y si los vuelvo a ver pelear, los voy a…

Alberto y Juan miraban con ojos confundidos, mientras babeaban como un par de retrasados.

—Sólo váyanse —siguió el policía.

—Y tú —dijo—, ve a que te enderecen esa nariz.

Enseguida subió a su patrulla y se marchó.

Alberto se acercó, intentó hacerme algo, pero lo único que hizo fue darse un puñetazo en la cara.

—No-no sé qué n-nos hiciste, ca-cabrón —tartamudeó Juan—. Pe-pero mañana te irá ma-mal.

Los dos se fueron por distintos caminos, dando tumbos y miré que tropezaban y caían al piso, ellos no podían dar paso firme.

Cuando llegué a casa mi abuela ya me esperaba con la sopa caliente.

—¿Qué te pasó en la nariz? —preguntó, mientras sonreía.

—Me pegaron con una pelota, abue.

—Oh, sí, claro. ¡Qué buen pelotazo te dieron!

Ella sonrió y recordé el graznido de la lechuza.

—Entonces tú… Siempre sospeché que…

—¡Shh! No hables en voz alta, te pueden oír los vecinos.

—Eres una bruja como decía mi papá.

—¡Ja! Todos los yernos dicen lo mismo de sus suegras… pero sí, tu padre tenía razón.

—Así que era verdad lo que decía papá.

—Por más que usé mi magia para alejar a tu padre de mi hija, no fue posible; eso demostró que él la amaba de verdad.

—Así que tú me ayudaste con esos dos mensos. Y tú sí eres una…

—No digas esa palabra, no me gusta, mejor di que soy una hechicera. Y ahora que lo sabes…

La abuela tocó mi hueso roto y la lesión desapareció; la nariz quedó todavía más respingada.

—Oh, es genial. Imagínate todo lo que podemos hacer.

—No, hijo. Prefiero pasar desapercibida, ¿entiendes? Ahora usé los poderes porque era justo y necesario.

—Bueno, abuela, gracias. ¿Y si mañana me quieren hacer…?

—No harán nada, te lo aseguro.

Alberto y Juan ni siquiera se atrevieron a acercarse a mí, tal como lo dijo mi abuela.

Sin embargo, cuando caminaba por los pasillos de la escuela, el director me sujetó del brazo con fuerza y me increpó:

—Supe lo del altercado afuera de la escuela, a ver: ¿qué les hiciste a mis sobrinos?

La lechuza estaba parada en los tejados de la escuela y escuché que soltó otra risotada.

—Yo, nada, señor director.

La mano del tipo tembló y me dejó libre.

—Pero, emm, umm, taaa, ahhmm…

El director ya no podía articular palabra, después mojó los pantalones, se cubrió la entrepierna con el maletín, se disculpó y simplemente corrió hacia los baños.

—Gracias, abuela —susurré, mirando la lechuza que volaba por encima de los salones.



SERVANDO CLEMENS

Lun20Nov202323:39
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Autor: Omar La Rosa
Género: Cuento

El extraño viaje de don Pedro Perez

El extraño Viaje de Don Pedro Pérez

Capitulo 1 Retorno

(Córdoba de la Nueva Andalucía, 1610)

  •      Rápido padre Miguel, ¡padre Miguel! –
  •     ¿A que tanto alboroto Luis? –
  •     ¡Venga, venga que Don Pedro está recuperando la conciencia!! –

Sin hacerse repetir la noticia el padre Miguel cerró el breviario que estaba leyendo, tomo la vasijilla con agua bendita y salió corriendo tras el muchacho que había llegado con la nueva.

En el cielo el sol había iniciado ya su curva descendente, por lo que el padre Miguel calculó que Don Pedro había pasado casi 72 hs inconsciente. Era un verdadero milagro  que estuviera regresando a la vida. Nadie podía decir a ciencia cierta que le había pasado. En su cuerpo no había rastros de golpes ni lastimaduras, ni se sabía que hubiese hecho algún exceso o consumido algo que le hubiera podido meter en ese transe, por lo que entre la gente del pueblo se hablaba, sin mucha duda, de un embrujo.

Se sabía que Don Pedro había estado frecuentando las tolderías de los comechingones en busca de un indio que decía haberse cruzado con un grupo de guerreros de una tribu, que él no conocía, que iban vestidos de forma muy extraña y que hablaban una lengua similar a la de los cristianos, aunque con palabras tan extrañas que no los había podido entender.

  •      Seguro que son súbditos de la Ciudad de los Cesares –

Había dicho don Pedro a unos amigos, pero ya nadie creía seriamente en esa leyenda, por lo que el comentario no despertó mayor interés. Ya todos sabían que muchas veces los indios se aprovechaban de la codicia de algunos españoles para, tentándolos con este tipo de cuentos, hacerlos partir lejos de sus tierras.

Sin embargo era posible que la idea haya quedado dando vueltas en la mente de don Pedro, hijo segundón de una importante familia extremeña que, empobrecido por las leyes de mayorazgo, había decidido, como tantos otros, pasar a las Américas en busca de fortuna, luego de una accidentada estadía en el norte de África.

Así pues la mañana que desapareció, aproximadamente 2 meses atrás,  todo el mundo supuso que había partido a lomos de su caballo, el “pescuezo” famoso animal que le pertenecía,  hacia las sierras con el propósito de encontrar la fortuna de una ciudad que ya había hecho desparecer a miles de valientes en la inmensidad de estas tierras del fin del mundo.

No se volvió a tener noticias de él hasta hacia ya tres días, en que reapareció, inconsciente, abrazado al cuello de su caballo.

Así comienza El extraño viaje de don Pedro Perez

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Dom19Nov202322:10
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Autor: Servando Clemens
Género: Cuento

La vida que siempre soñé



Conozco a Fátima desde que tengo uso de razón y, desde entonces, puedo asegurar que estoy enamorado de ella, casi llegando a los límites de la obsesión. Siempre vivimos en el mismo barrio, asistimos a la misma escuela, jugamos en la misma plaza y compartimos los mismos amigos. Desde temprana edad le confesé que me gustaba; sin embargo, ella de inmediato contestó que únicamente me veía como un amigo, como a un hermano. Esas palabras me dolieron; no obstante, seguí intentando conquistar el corazón de Fátima. Luché con mucho ahínco, pero el resultado siempre fue igual, ella decía: "Te quiero como a un hermano".
Con el paso de los años me conformé con sólo verla de lejos y a saludarla simplemente alzando una mano. Ella consiguió otros amigos y empezó a salir con chicos. La sangre me hervía de coraje, pero no podía hacer nada al respecto. Mejoré para poder tener una oportunidad con ella. Estudié y trabajé duro para hacer mucho dinero y con orgullo puedo decir que rebasé todos mis objetivos. Ingresé a un gimnasio y me puse a dieta. Pude moldear mi cuerpo como si fuera un atleta de elite. También me realicé algunos arreglos en la cara; una que otra cirugía plástica. Quedé como nuevo; era otro hombre. Alancé mi mejor versión. Después de tantos años de esfuerzo la volví a invitar a salir y ella me dijo: “Me dará gusto salir con mi mejor amigo, con mi hermano del alma”. Le dije que no podríamos salir, argumentando que no había recordado una importante cita de trabajo; ella simplemente levantó los hombros y se despidió y se largó como si nada.

 Fátima se mudó a otro barrio, pero conseguir su dirección con la ayuda de un investigador privado. Tengo que admitirlo: la empecé a espiar por las ventanas. Ella ya sospechaba de mis mañas, en aquel momento tuve que ser más cauteloso.
Una tarde salí a dar un paseo con mi perro y llegué hasta su barrio. Crucé la calle, jalando a mi mascota con una correa. Di un rondín por la acera de su vivienda, haciéndome el inocente. Me quedé parado en la ventana de su dormitorio. Eché un vistazo por una rendija diminuta. Me pareció ver que se estaba cambiando de ropa.
—¡Oye! —gritó, tapándose con una toalla—, ¿qué haces ahí?
Escapé como un ladrón. Sentí mucha vergüenza al verme descubierto. Crucé nuevamente la calle, asustado. No me fijé en el automóvil que me atropelló y que me hizo volar cinco metros por los aires para finalmente colisionar contra un poste de luz. Sentí que se me había quebrado todos los huesos. El dolor era inmenso. Casi insoportable. Observé el cielo rojo por la sangre que cubría mis ojos.
—¿Y mi perro? —le murmuré a una sombra que miraba mi cuerpo.
—Tú quédate quieto —dijo una voz angelical.
—¿Y mi perro? —volví a preguntar.
—No lo sé.
Cerré los ojos. Me desmayé. Sentí que me hundía en el mar y que mi perro entraba al agua y me salvaba la vida.
—Gracias, chico —le dije al perro, pero sólo era un sueño.
Abrí los ojos de nuevo. Me di cuenta de que no estaba en el cielo. Estaba acostado en una cama, encima de unas sábanas limpísimas. Tenía vendajes que cubrían casi todo mi cuerpo. Podía oler la sangre.
—¡Hola! —dijo Fátima, al entrar al dormitorio—. ¡Qué bueno que despertaste! ¡Ya era hora!
Quise hablar, pero no pude. Al parecer tenía fracturada la mandíbula.
—¡Shhhh! ¡No hables! ¡Todavía estás herido y débil!
Moví mi cuerpo. Quería verme en el espejo del armario.
—No te muevas, podrías lastimarte más.
Permanecí inmóvil. Estaba Feliz y en casa de mi amada. A pesar de todo, Fátima me estaba demostrando que me quería de verdad. ¿Quién se tomaría tantas molestias?
—Te voy a curar todas las cortadas.
Fátima me puso una inyección y dijo que era para el dolor y para las infecciones. Vi que tomó un hilo y una aguja y después suturó las heridas de mi espalda con sumo cuidado.
—¡Augg! —logré decir.
—¡Tranquilo!
Más tarde entró con una tina y una esponja. Fátima me dio un baño ahí mismo, en su cama. Sentí pena.
—Quedarás como nuevo.
Apagó las luces. Dijo que tenía que dormir y que ella se iba a la sala, para dejarme descansar a gusto. Yo deseaba que ella se acostara conmigo. Luego pensé que en otra ocasión sería, quizá ya que estuviera más repuesto.
Al otro día desperté con más energía. Podía moverme. Fátima apareció y me dio de comer en la boca. También me ofreció agua y más medicamentos.
—Ya te ves mejor, ¡qué guapo!
Ella sólo usaba ropa interior. Se puso de pie y se me quedó mirando un largo rato.
—Pobre de ti.
En ese momento fui el hombre más feliz sobre la faz de la Tierra.
Fátima se acercó y acarició mi oreja.
—¡Qué pena por lo de tu amo! El infeliz murió al instante.
Quise decir algo, pero sólo salió un "guauuuu"
—Tu dueño estaba medio loco —dijo Fátima—, le tenía un poco de miedo, pero me caía bien cuando éramos pequeños.
Empecé a moverme sobre la cama como un gusano hasta que me vi en el espejo: yo era el perro.
—No te muevas.
De alguna forma mi alma entró al cuerpo del perro o eso me pareció.
Fátima me dio un beso y me acercó a sus frondosos pechos. Pensé que quizá no era tan malo. Por lo menos estaría cerca de mi amor platónico. Podría verla a diario. Viviríamos en la misma casa. Ella me cuidaría. Incluso podría tocarla y verla desnuda. ¡Ah, qué felicidad!
—Estarás a salvo —dijo Fátima, dándome un tierno beso en el hocico.
"Y tú serás mía", reflexioné, pasando mi lengua por su cuello.
—Ya que estés más sano —dijo Fátima—, te llevaré al veterinario.
"¿Para qué? Si ella ya me está curando", pensé.
Colocó su mano sobre mi cabeza y la acarició con amor.
—Necesito llevarte con el veterinario para que te castren.
—¡GUAAAUUU!
—Es por tu bien, pequeñín, de otro modo no podré darte en adopción.

Dom19Nov202322:08
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Autor: Víctor Rodríguez Pérez
Género: Cuento

Madre e hijo

Nadie podría decir, a ciencia cierta, desde cuándo caminan el uno tras el otro. Tal vez, desde siempre, desde que lo parió, porque el hijo tuvo que acostumbrarse a caminar desde chiquito, desde que le tocara hacerlo según la naturaleza. Esto, para no quedarse muy atrás de la madre. En esas caminatas iban como contando los pasos, como las hormigas que se siguen de cerca, sin atreverse a hacerlo en paralelo. La madre, adelante; el hijo, detrás.

¿De dónde les salió recorrer todo el pueblo día a día? Nadie lo sabe, repito. Pero es que nadie supo tampoco cuándo salían o cuándo se metían por el sendero que los llevaba a la choza donde vivían entre la espesura del monte. La madre era una mujer delgada, casi en los puros huesos. El trabajo no le arrugó la piel, como sí lo hizo el tiempo prolongado que a menudo pasaba sin probar alimento. Lavaba ropa ajena. Lavaba aquel montón de ropa que le daban como trabajo escasamente remunerado y lo hacía a mano, restregando, golpeando cada pieza contra la superficie del lavandero, como si quisiera descargar con ello, toda su frustración y amargura que les había tocado en suerte. Qué misterio, ¿no?

El hijo era igual a la madre, desgarbado, flaco, macilento, ¿y el padre? ¡Vaya usted a saber! Nunca, que se sepa, a nadie se le ocurrió suponer que para haber tenido la madre un hijo, tuvo que haber habido un hombre. No hacía falta, además. Caminaban sin prisa, con aquella parsimonia que solo daba la conformidad de no poder cambiar un destino no buscado. El hijo creció y cuando ya se metía en el mundo de los hombres, nadie se dio cuenta del cambio dado en aquel muchacho. Tal vez la necesidad de conocer los entretelones del juego de envite y azar le enseñaron a conocer los números en las cuentas que les llevaba a los encargados, porque nunca se le vio en la escuela.

Hoy en día, la madre ya no tiene fuerzas para lavar ropa ajena. No, ahora la madre espera al hijo sentada en una acera, hasta que el hijo reúna algunas monedas del trabajo a destajos que lleva en las casas de juegos. Pero cada mañana, la caravana reanuda su marcha, ahora con una variante; quien va adelante es el hijo. La madre, con gran esfuerzo, le sigue los pasos.

Dom19Nov202312:01
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Autor: Omar La Rosa
Género: Cuento

Desafío

Desafío

Llego al final del camino, se detuvo y, cruzando las piernas sobre la montura se quedó oteando el horizonte.

Tras él, a derecha e izquierda, la inmensidad de la llanura que acababa de atravesar haciéndola suya. Frente a él el gran rio y toda aquella tierra que no le pertenecía...

El sol, ocultándose tras el horizonte, cedió su luz a las sombras y todos los que lo acompañaban armaron el campamento donde pasarían la noche.

Él no se movió, solo siguió con la vista puesta en la otra orilla.

Ya noche cerrada, él seguía en su contemplación, sin que nadie osara interrumpirlo, hasta que ella, la concubina preferida, tomo ánimo y caminó hacia donde estaba el real jinete. Era su prerrogativa y su deber.

Las estrellas brillando en el cielo anunciaban el frio que se avecinaba.

- ¿En qué piensas sire? – casi susurro cuando estuvo a su lado.

Si la escucho no se inmuto. Por un instante continuó impávido, mientras el corazón de ella suspendía los latidos en una tensa espera.

Sin decir palabra, como tampoco las decía ese hombre tan imponente, que ella podía controlar cuando lograba cubrirlo con sus brazos, apoyando en sus senos la regia cabeza.

- En el rio – hablo él al final.

- ¿Qué quieres hacer? –

- Cruzarlo –

- ¿Por qué? –

- Porque para eso están los ríos, para ser cruzados –

- …también se los puede navegar – se atrevió a cuestionar, cuidando dejar caer los ojos, en ese gesto tan típico que ella sabía él no podía resistir.

- ¿Ves algún barco a mi rededor? – indago él en medio de una risotada.

No, no había ningún barco. La decisión estaba tomada.

Al día siguiente el Rin cedió ante sus tropas y el fin de un imperio comenzó a desencadenarse.

© Omar R. La Rosa

Jue16Nov202318:27
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Autor: Iván Silvero Salgueiro
Género: Cuento

La lluvia siempre cayó con fuerza

La lluvia siempre cayó con fuerza, aunque bajo techo quién podía temerle. Solo sus hijas bastardas las goteras podían atravesar esa defensa, pero de forma tan lastimera que bastaba un balde para contenerlas.

Los chicos siempre jugaban en la calle, aún si la lluvia empezaba a asomar, entrando y saliendo de sus casas, saltando cercas y murallas. En la esquina estaba La Placita, el mercado que parecía una extensión de colores donde se vendían chanchitos y gallinas de cerámica, verduras y frutas, carnes ensartadas a un gancho, y figuras de madera pintadas.

La lluvia pisó fuerte la tierra y de entrada tendió a ser caudalosa. Creciente, arremolinada, qué podía hacerle frente cuando caía así, qué podía menguarla. Como raudal nada ni nadie se le debía atrever.

Entre La Placita y los chicos había un arroyo anodino en días de sol, el empedrado que lo cruzaba sobre un puente venía desde la villa alta de la ciudad, bajando una ribada muy pronunciada.

Cuando la lluvia irrumpió, bajo ella y sobre el raudal los chicos jugaron, saltaron y se desafiaron. El chapoteo, el barro y vadear la calle de lado a lado, que al principio era solo una delgada capa que corría, se transformó en el desafío de los más grandes.

Todo tiene cariz de inocente en el juego de chicos: los que se atreven, hacen, y tratan de miedosos y cagones a los otros; los que les siguen en valentía, no pueden ser menos y cruzan la correntada que va creciendo. Y así como la lluvia junta toda el agua en tierra para formar raudales, así también los chicos se iban juntando todos en la otra vereda. El resto que prefería no hacer lo mismo (a esta altura los goterones de la lluvia duelen en la espalda) ve que su resistencia va menguando cuando cada vez son menos los que dicen no.

El agua va juntando fuerza en la pendiente larga de la ribada, es su impulso, la corriente busca frenéticamente seguir cayendo y el arroyo es la más perfecta tentación. En poco tiempo todo esto empieza a rugir y cae como catarata al pozo del arroyo, mientras el coro de chicos muy cerca, en la vereda de enfrente, grita y llama a que crucen. Los de doce ya están del otro lado, los de diez lo consiguieron con dificultad y el de ocho más temeroso no se decidió hasta que todo empezó a desbordar.

Sobre el empedrado, descalzo, el agua hasta los tobillos, la fuerza era ya muy potente, y a medida que avanzaba, empezó a sentir que solo podía mantenerse en pie si tenía ambas piernas metidas. A mitad del trayecto, cada vez que intentaba dar un paso, la corriente lo empezaba a arrastrar. Para ese momento los ojos no solo veían el festival sordo de los que gritaban, veían también la catarata, el arroyo que ya era gigante, y el miedo que surgía de darse cuenta de que el agua era más fuerte que él, avanzar ya no era una opción, quedarse parado era regalarse a la corriente y, de un momento a otro, él sería parte de los fondos de La Placita, de los fondos del arroyo.

El miedo salva y te hace desandar: deslizando los pies sobre cada piedra del empedrado, aferrándose a sus bordes con los dedos, aguantando el choque constante de toda esa masa de agua, fue volviendo a la vereda de la que partió. Del otro lado, todos los chicos; de este solo él y su miedo.

           - ¡Ca-gón! ¡Ca-gón! ¡Ca-gón!

El raudal no aflojó hasta que él con mucho esfuerzo logró llegar hasta la cerca del inicio y se aferró al alambrado como si el susto se lo quisiera llevar también: respiraba un aire acompasado de lluvia. Antes de que ésta termine y los otros chicos vuelvan, decidió ir a su casa.

Caminó hacia la ribada, dobló la esquina y cruzó el portoncito cuando comenzaba a abrirse el cielo. Se sacó la remera, repleta de lluvia, sin levantar la vista. La madre al verlo empezó a enunciar un reto y, en los ojos todo el raudal que juntó empezó a caer.

Lun13Nov202316:19
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Autor: Yuliangelene Mosquera
Género: Cuento

Al fin lo halle… “Mi hogar.”

Una pequeña luciérnaga deambulaba sola por el bosque, sin saber cómo brillar.

Había perdido a su familia y todo contacto con el calor de un hogar.

Un día mientras caminaba por la caliginosa noche, quedó admirada ante una hermosa luz que destellaba desde lo alto de un apamate. Se quedó observando la hermosa luz durante días sin percatarse de que lo que brillaba era una pequeña luciérnaga igual que ella.

La hermosa luciérnaga que brillaba con intensidad, notó la presencia de la luciérnaga triste, así que descendió para hablar con ella. Sin embargo la pequeña luciérnaga triste no decía nada, estaba tan triste, que ni siquiera hablaba.

La hermosa luciérnaga entonces, decidió llevarla consigo a su hogar, para cuidar de ella.

Estando en casa, la hermosa luciérnaga, presento a su familia a la pequeña luciérnaga y la hizo parte del ambiente de su hogar.

Ha medida que pasaban los días la pequeña luciérnaga comenzó a soltar las capas y comenzaba a aprender el gran significado de tener un hogar y una familia.

El calor del hogar, la calidez de la hermosa luciérnaga y el amor que le brindaba su nueva familia poco a poco fueron mitigando el dolor y la tristeza que cargaba a cuesta la pequeña luciérnaga… Hasta que un día finalmente aprendió a brillar nuevamente.

La hermosa luciérnaga la invito a lo alto del apamate para brillar juntas, y allí, la pequeña luciérnaga comprendió que tener una familia que te ame, y a pesar de la oscuridad se quede contigo, te da la fuerza  para avanzar y descubrir el valor inmenso que yace en cada uno de nosotros…

Mié08Nov202314:53
Información
Autor: Yuliangelene Mosquera
Género: Cuento

Las dos espadas.

Las dos espadas

Se cuenta de un sabio y honorable rey que tuvo dos hijos, a los que antes de morir les dio como herencia una espada. Esas espadas habían pertenecido al noble rey y habían sido el apoyo para librar muchas de sus batallas para proteger el reino.

Una de las espadas tenía la particularidad de brindar vida a quien padecía alguna enfermedad, pero no podía traer de vuelta a alguien que estuviese muerto; la otra poseía la facultad de calmar los demonios que se ocultan en el corazón del hombre cuando éste les permite hacer morada en él… Eran espadas solidas capaz de hacer frente ante cualquier oponente, fuertes con hojas muy filadas que permitían cortar todo cuanto se atravesara en el camino.

La espada de la luz, aquella que poseía el don de la sanidad, solo podía ser empuñada por aquel cuyo corazón fuera puro, capaz de sentir compasión y tristeza, pues esto le daría al portador el poder de vencer a su oponente teniendo en cuenta el valor de la vida.

La espada del loto, capaz de ser blandida por aquel corazón tenaz y ávido de proteger a quienes les rodean, llevaba dentro de sí el don de calmar los corazones perturbados por los bajos deseo humanos que hacen desfallecer al espíritu. Ambas espadas habían sido empuñadas por el noble rey a lo largo de su vida como soberano. Para poder empuñar una de estas espadas el portador debía cumplir con los principios que exigía cada una y que de no poseerlos, la espada sólo sería una hoja sin filo e inservible.

El padre por lo tanto procuro enseñar a sus hijos aquellas virtudes que los convertirían en hombres de honor y valor que con el tiempo pudieran obtener el don de las espadas.

Los dos hermanos eran recios y habían logrado alcanzar niveles de honra en la sociedad, uno de ellos era taciturno, fuerte en gran manera, pero sin piedad y con un corazón repleto de ego. Sin embargo el siguiente hermano era humilde, de corazón compasivo entregado a aprender y a servir a su prójimo, pero en su corazón era frágil y se dejaba llevar rápidamente por sus emociones. Viendo el padre la personalidad de sus hijos resolvió entregar al primer hijo la espada de la luz y al segundo la espada de loto.

Cuando el noble rey murió, ambos hermanos recibieron la herencia que su padre les concedió. El primer hermano recibió la espada de la luz, capaz de sanar a aquellos que padecían alguna enfermedad. El segundo hermano recibió la espada de loto capaz de calmar el corazón atormentado por los demonios que el mismo permitía que moraran en el… Para ambos hermanos la batalla por empuñar las espadas de su honorable padre comenzaba, ya que a pesar de ser hombres de honor y principios no cumplían con los requerimientos que exigía el blandir aquellas espadas. El primer hijo del rey decidió partir en una cruzada para convertirse en alguien digno de portar la espada de luz, mientras que su hermano decidió permanecer en el reino y fortalecerse al cuidar de su propia gente. Así comenzó para los herederos el principio de su historia personal.

Aquellos jóvenes comprendieron que las circunstancias en las que uno nace no tienen importancia, es lo que uno hace con el don de la vida lo que nos dice quiénes somos.

El primer hijo, portador de la espada de luz, era un ser indolente y lleno de ego por las capacidades asombrosas que formaban parte de él. En su cruzada para realizar su historia personal debía aprender el valor de la vida para saber cuál eran las batallas que debía librar y cuales debía simplemente evitar. Aprender sobre la tristeza y el dolor para comprender sobre la compasión y el amor… Jamás había entendido por qué su padre le dejó como herencia la espada de luz cuando su hermano menor era el más indicado para portar aquella espada. No había comprendido él que su padre era un hombre sabio que tras su partida les encomendó la tarea de descubrirse a ellos mismos y crecer.

La fama, la honra y la gloria no son tan importantes como lo es vivir amando y compartiendo con aquellos que posan cerca de ti; que las aventuras de la vida son abono mágico para nuestras vidas.

El segundo hermano por su parte debía aprender sobre el autocontrol, entender que al dejarse llevar rápidamente por sus emociones se privaba a él mismo de entender razones y tomar las decisiones correctas. Que mantenerse sosegado aún con el bullicio de sus propios deseos le permitiría encontrar la paz y blandir aquella espada que no sólo le ayudaría a él a lo largo de su vida sino a todos aquellos que en su camino se cruzaran…

Para el primer hijo lo largo y ancho del camino fue aprendizaje y crecimiento. A travesó el valle de la sombra como una enseñanza de la soledad; el valle de la tormenta para valorar la paz de la vida; el valle del amor y la necesidad de proteger a alguien más que a ti mismo, para entender sobre el dolor y la tristeza de perder a quien se ama y lo importante de saber por qué empuñas tu espada para arrebatar la vida de alguien más. Tras golpes, adversidades y experiencias mágicas la travesía del primer hijo se cumplió haciendo de aquel hombre sin piedad y narcisista un hombre cálido capaz de detenerse para ayudar a su prójimo y comprender el dolor ajeno…

El segundo hijo tras trabajar para su propio pueblo y dirigir el puesto como soberano le aporto la serenidad para tomar decisiones y la fortaleza a su propio corazón para no desfallecer ante sus debilidades sino extenderse con valor hacia lo que es correcto y mejor, no solo para el sino para su pueblo. Comprendió que el corazón es vulnerable y dejarse llevar por él lo conduciría por senderos inestables y que desechar a su propio corazón lo apartaría de la felicidad. Entendió que su corazón y su mente debían formar parte de un todo que le concediera el equilibrio necesario para vivir.

 Ambos hermanos comprendieron al fin la voluntad de su padre al concederles las espadas que cada uno empuñaba. No era otra más que entendieran el propósito de sus vidas y lo que ellos querían llegar a ser, para que al final de su jornada sintieran orgullo de la persona en la que se convirtieron. Que sin importar que tanto te apalee la vida debes continuar hacia delante sin rendirte. Y qué sólo tú decides en lo que te quieres convertir.

Mar07Nov202315:21

Había una vez un hermoso jardín, poblado con preciosas flores, de todos los tipos y de variedad de matices. Cada una con su singular brillo y aroma.

Todas las flores crecían con mucha gracia y no competían entre ellas, para saber cuál era la mejor o la más bella. Por lo que su convivencia en el jardín era agradable y llena de paz.

Un día un zamuro que sobrevolaba por el jardín, dejó caer unas semillas de seto, que se alojaron en el jardín y fueron creciendo entre las flores.

Estos setos eran corruptos y llevaban consigo intenciones equivocadas, para arruinar el bello jardín de flores.

Mientras esos setos crecían iban llenando de zozobra y cizaña el jardín. Comenzaron a hablarle a las flores sobre quién era la más hermosa entre ellas o la mejor.

Rápidamente el ambiente del jardín se fue opacando por la rivalidad y competencia que los setos habían sembrado entre las flores. Y al poco tiempo estuvo contaminado por la interferencia negativa e injustificada de los setos.

Las flores ya no eran las mismas, se llenaron de complejos y comenzaron a compararse entre ellas mismas. Olvidándose de lo que había sido en algún momento aquel precioso jardín.

Ahora las flores no crecían con la misma gracia que al principio. Solo procuraban demostrar al resto del jardín quien era la mejor.

Dentro del jardín había un sabio árbol que estuvo observando todo desde un principio, así que se dio a la tarea de desmantelar a aquellos nefastos setos y enseñar nuevamente a las flores sobre su valor y de lo innecesario de compararse con otros.

Muchas flores murieron sin saber la verdad que el noble árbol estuvo enseñando, y muchas otras fueron libres gracias a esa verdad.

Aunque el jardín no fue el mismo y los setos no dejaron de crecer en el jardín, el gran árbol no desistió de su labor. Quería que las flores fueran felices de verdad y no pasaran toda su vida intentando probar su valor.

Porque sin importar lo que pensaran otros o lo que esos setos hayan dicho, la verdad es que cada flor debe ser autentica y genuina, no para que el mundo la reconozca sino para que ellas misma puedan iluminar su camino.

Cada una sin esforzarse tanto tenía una noble tarea sobre el jardín, compartir con todos su don y su belleza. No demostrar cuál era su valía.

Moraleja: 

En algún punto de la vida todos han estado de alguna manera vulnerables, y setos corruptos han aprovechado la oportunidad para sembrar cierta cizaña en su vida. Haciendo que se comparen y que pierdan su identidad o su norte.

Comparase con otras personas o luchar desmedidamente por ser el mejor o la persona perfecta que llene todas las expectativas, es un desgaste enorme del cual no saldrás con vida.

Cada persona es única y especial. Lleva dentro de sí una luz que solamente puede brillar en ella y con ella. Un espíritu que no se repite y por lo cual no puede ser sustituible.

Tu poder es ser tú mismo, porque nadie es como tú. Nadie puede dar lo que tú das, o hacer sentir a otros de la manera en que tú haces sentir. Nadie puede trabajar de la misma forma en la que trabajas tú, porque la forma en la que haces las cosas es esencia de ti que no puede replicarse en los demás.

Competir con otros para demostrar tu valor es un sacrificio innecesario. Sin demostrarlo ya tú posees un valor incalculable, que nadie te haga creer lo contrario.

No tienes que hacer méritos para sentirte valioso o maravilloso. Sin tenerlos ya tú eres hermoso.

Eres precioso, eres preciosa, exactamente como eres.

Eres valioso y significativo, aunque otros no supieran encontrar en ti, tu brillo y tu luz.

Sé feliz con la persona que eres, aun con todo y tus defectos. Tus debilidades y errores también forman parte de lo que representas y eso está bien.

Mié01Nov202312:16
Información
Autor: samir karimo
Género: Cuento

Pesadillus

PESADILLUS
Mucho tiempo hace, en un lugar cuyo nombre me resulta difícil nombrar, vivía una muchacha vestida de rojo cuyo deseo era tener una mascota. Entonces su abuela le regaló un perrito muy cuquí el día de Halloween. Contenta estaba la muchacha. Nunca había recibido un regalo tan bueno durante estas festividades. Pero fue entonces cuando lo espeluznante ocurrió. El chiquilín perro tras ver la luz solar – cuya esta especie no podía ver- y devorar un trozo de chocolate se convirtió en un engendro algo licantrópico verdaderamente inhumano. Tras tragar dicha chocolatina derretida por los rayos solares se desdobló en dos partes asimétricas: una masculina y otra femenina que cambiaban caricias con el chocolate, es decir, practicaban la dulcifilia algo zoológica. Tras esta relación los tres se convirtieron en un pequeño gusano que ocasionó un holograma virtual interdimensional que por fin eclosionó en un capullo licantrópico: el nacimiento de Anubis.
Viendo dicha metamorfosis la mujer de rojo acudió a su abuela pero ella ya no formaba parte. El perro, era en efecto un extraterrestre de una dimensión ajena a la propia realidad cuyo objetivo era el de desbalancear el equilibrio cuántico cósmico post moderno ultra sensorial infra demencial de la sociedad pesadilleska - ¡sí, este país era conocido como Pesadillus y era gobernado por la abuela de esta muchacha, Succubus- . Bueno de vuelta al grano, Anúbis Lupinus, el perro de la Muerte quisiera aguafiestar las festividades halloweeneskas y para ello creó una flauta – Hamelín – con la que quisiera tenerlos a todos prendido. Por cada pelo que quitaba de su cuerpo, echándolo al suelo una nueva cepa de perros nacía, eran los dogflautas, los tocadores de flauta que poco a poco iban encantando a los pesadilleros…
Regatoneaban la siguiente canción:
Érase una vez un lobo malvado que con su séquito de licántropos a todos tenía atrapado
En esta ciudad una niña psicótica vivía que dogflautas tocadores de flauta no soportaba
Por eso a sus familiares dilaceraba
La gente esto escuchaba y no se daba cuenta del sadismo de Lupino. Lo que se escuchaba en la canción era lo que pasaba en efecto.
Los pesadilli habían perdido su oscura luz divinal y poco a poco se convertían en verdaderos salvajes entregados a una lujuria sin regla, el río que antes era puro de tanta orgía se convirtió en un sumidero de lujuria y fluidos corporales.
El perro E.T. había ordenado que cada uno tuviera relaciones y echara sus fluidos en dicho río para que las crianzas perrunas de eso pudieran nutrir e incrementar en tamaño…
Como decía en esto todo el perro licantrópico sobrehumano había devorado a la abuela y se había hecho con el poder de Pesadillus, lugar estratégico y punto de paso entre la realidad y la ficción.
La única que tenía un ADN especial era cape roja que recordaba lo que su abu le había dicho algunos días antes de su muerte. Le había hablado de un ser ancestral: Zombiro y de Jack O’Lantern que junto rescatarían el mundo.
Con cuidado y en puntillas salió de la ciudad donde los encantados árboles hambrientos devoraban a los niños- y aún así no se aplacaba la ira lupina - y los humanos llevaban una mordaza… Entonces con su capa roja se teletransportó a donde estaba el Cabeza de Calabaza y este le dijo que tenía entendido que en casos de demencia lo único que hacer era crear una pócima con sangre zombírica y trozos de su cabeza. Para que el rito funcionara la Muchacha Roja debería descabezarlo y mezclar su contenido con plasma de dicho ser sobrenatural. Dicho ser, conocido como ZOMBIRO sólo atendía a gente verdadera con reales intenciones ya que estaba huyendo de una bruja de una dimensión paralela Valkiria y no podía estar tanto tiempo en el mismo lado y fue entonces cuando esa misma noche plenilunar increpuscular el Zombiro acudió. Ya sabía que su amigo calabacero sólo le pedía ayuda en último caso y fue entonces cuando tras hacer las oblaciones extrajo y purificó su especial sangre, taladró la cabeza de su amigo calabacero y juntos crearon dicha pócima. Gracias a un especial poder supernatural se convirtieron en una nube sólo tóxica a esta raza demoniaca, se acercaron a Pesadillus y deshuesaron a la esencia lupina de dicha ciudad. Anúbis se convirtió en un dulce perro caliente que sirvió de alimento a dicha horda pesadilleska.
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