Dom26Mar202306:00
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Autor: Numerosliterarios .
Género: Cuento

El duelo

La gente se arremolinaba en el tanatorio por la muerte de Francisco Pastor, el notario del pueblo.  Todos querían rendirle el último adiós, y es que aquel hombre menudo de grandes entradas y delgado como un palo de fregar, había ayudado a muchos en sus trámites cobrando pequeñas tarifas a los menos pudientes.

De repente se hizo un silencio en el salón. La viuda entraba cabizbaja. Se había retrasado porque había sufrido un desmayo mientras se arreglaba para acudir al velatorio. A medida que avanzaba, la gente se apartaba para librarle el camino hasta el féretro. Don Francisco la esperaba dentro del lujoso cajón de madera de nogal vestido con uno de los trajes a medida que le confeccionaba un sastre de la capital y que también acudió al sepelio para despedir a tan buen cliente.

La señora se acercó pausada. Al llegar, posó la mano derecha sobre el cristal por el que se mostraba el rostro de su marido. En el dedo anular llevaba las dos alianzas.

Varias mujeres suspiraron apenadas al ver el dolor en el rostro de la señora Pastor. Ni siquiera podía llorar, es probable que hubiera tomado algún tipo de ansiolítico pues se la notaba totalmente ida.

Los trabajadores del tanatorio se acercaron para llevar al difundo al crematorio.  Entonces, los menos allegados fueron dando el pésame a los familiares y abandonando el lugar.

El tiempo que duró la espera Doña Pastor la pasó en silencio sentada en una silla alejada del resto y sin levantar la vista perdida del suelo.

Tras varias horas, trajeron la urna. Aunque todos los que quedaban tenían algún vínculo sanguíneo con las cenizas, éstas fueron entregadas a su esposa, que las tomó con el gesto desencajado.

Uno a uno se acercaron a ella para darle la condolencias y despedirse.  Su cuñado y su mujer se quedaron los últimos y le ofrecieron llevarla a casa. Ella se negaba, la casa estaba cerca y necesitaba que le diera el aire pero al salir, vieron que estaba lloviendo con insistencia así que aceptó ir con ellos. Durante el trayecto apenas si hablaron. A su cuñada le preocupó su estado de desánimo y le propuso que pasara la noche con ellos. Doña Pastor agradeció el detalle con una forzada sonrisa. Quería estar sola con él. Sería su última noche a su lado, al día siguiente marchaba a la costa para cumplir el deseo de su marido de descansar eternamente en la cala dónde le gustaba pescar.

Una vez que se despidió de ellos, entró en casa, dejó la urna en la repisa del recibidor y se quitó el abrigo y los zapatos.

Volvió a coger la urna y se dirigió al baño. Dentro, colocó la vasija sobre el mármol que contenía el lavabo. Se miró al espejo y comenzó a desmaquillarse. Después liberó el pelo del estirado moño y lo cepilló con suavidad.

Cuando terminó, abrió un cajón del armario bajo el mármol y sacó unas tijeras. Don Francisco no veía necesario que ella fuera a la peluquería. Allí sólo se hablaba de chismes y tonterías así que ella misma se arreglaba el cabello.

Tomó el bajo de su vestido negro que colgaba hasta los tobillos. Una mujer decente no mostraba las piernas. Comenzó a cortar la tela hasta dejarlo por encima de las rodillas.

Después, cortó las mangas con cuidado para no hacerse daño, las señoras de su edad no debían mostrar los brazos.

Por último, cortó el cuello alto hasta mostrar el comienzo de sus pechos. Los escotes los llevan las mujeres de mala vida.

Se miró al espejo y sonrió. Era su primera sonrisa en años.

Algo pasó por su mente y poseída, se desvistió, arrancándose el sujetador que disimulaba sus grandes pechos y bajándose con premura unas bragas altas color beige.

Se volvió a mirar desnuda y sonrió. Nuevamente, otro impulso la llevo a buscar algo más en el armario. Tomó un paquete de compresas y lo rompió con premura. Un conjunto lencero de fino encaje y rojo vibrante estaba escondido entre las toallitas. Se lo colocó despacio.

Miró en el espejo, el sostén realzaba su pecho, se sentía mujer. Con los dedos recorrió cada moratón de su cuerpo. “Os quiero y vais a curaros” les decía. Cuando terminó se acercó a su reflejo y acarició el magullado ojo que había disimulado con maquillaje. “Eres libre” susurró, “bella, eres libre”

Soltó una carcajada maquiavélica, destapó la urna y la cogió con decisión, la acercó a su pecho rodeándola con un brazo y con el otro levantó la tapa del vater, lanzó las cenizas y tiró de la cisterna.

Se quedó parada observando el oscuro polvo desaparecer en el agua.

 “¿No querías mar? Pues ahí lo tienes. Adiós mal nacido”

La urna terminó en el cubo de la basura.

Dom19Mar202308:40
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Autor: Cris Morell Burgalat
Género: Cuento

El bandido, el comisario y la cantante de ópera

El Bandido cruzó el puente de camino a su casa, pero no pudo acabar de atravesarlo. Se detuvo, disimuló y retrocedió. Las estrechas calles estaban repletas de policías buscándolo y tenían acordonada toda la zona. No tenía dónde escoger, así que, se dirigió a casa de la Cantante de ópera. El Bandido, a pesar de la persecución no aceleró sus pasos, ni alteró su porte de figurín. Protegía su cuerpo flaco, un traje de corte argentino bien planchado, solapas levantadas y zapatos lustrosos, sus andares eran como pasos de baile. Más bien parecía un bailarín de tango que un fugitivo.

Subió la oscura escalera. A modo de contraseña, golpeó en la puerta una melodía. Le contestaron otros golpes completando el estribillo. Se abrió la puerta. La estancia era desorden. Lo más destacado era la enorme mujer sentada en una gran cama abollando el colchón. Su aspecto desaliñado lo suavizaba un rostro relajado, sereno. La expresión era agradable. Sin palabras, tarareando, despegó las sabanas e invitó al Bandido a meterse a su izquierda. El Bandido se deslizó danzando y se dejó cobijar. Ella, antes de ser enorme, había sido soprano. Quizás por ello siempre tarareaba y nunca paraba de tararear. Mientras ella realizaba sus brillantes interpretaciones, él bailaba, estirado, metido en la cama. Sus piernas eran hábiles, ni deshacían la cama, ni pateaban a la Cantante de ópera.

No duró mucho la danza en la cama. Una nueva melodía golpeó la puerta y les interrumpió. Supieron que se trataba del Comisario. La Cantante replicó con otros golpes armoniosos y abrió la puerta. El Bandido se escondió entre las carnes de la soprano. El Comisario era un viejo amigo. Estaba cansado y como se encontraba por aquel territorio, había decidido visitarla. Se desvistió y de paso le preguntó si sabía del bandido. Ella le contestó cantando con una ópera alemana, con lo cual él no entendió nada. La Cantante le destapó su lado derecho. El Comisario se deslizó agotado y agradecido. El cuerpo mullido de la Cantante separaba a perseguido y perseguidor. Ajenos el uno del otro. Acurrucados, inmóviles, disfrutaban de la calidez de la voz y del confortable momento. Permanecieron horas hasta que un disparo disipó la atmósfera de concordia. La Cantante de ópera- como un globo - empezó a deshincharse. Salió disparada de un lado a otro. Rebotando. Más rápida que las miradas salió por la ventana, ya desinflada. Los dos hombres de la cama quedaron sin blindaje. Se miraron a las caras con extrañeza. Sus pistolas estaban calientes, se habían disparado las dos, al unísono. Reinaba un gran silencio, ahora podrían dormir de una vez por todas.

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Peter Herrmann

Sáb18Feb202316:32
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Autor: Álvaro Díaz
Género: Cuento

Muebles “El Canario” (Felisberto Hernández)

 

   La propaganda de estos muebles me tomó desprevenido. Yo había ido a pasar un mes de vacaciones a un lugar cercano y no había querido enterarme de lo que ocurriera en la ciudad. Cuando llegué de vuelta hacía mucho calor y esa misma noche fui a una playa. Volvía a mi pieza más bien temprano y un poco malhumorado por lo que me había ocurrido en el tranvía. Lo tomé en la playa y me tocó sentarme en un lugar que daba al pasillo. Como todavía hacía mucho calor, había puesto mi saco en las rodillas y traía los brazos al aire, pues mi camisa era de manga corta. Entre las personas que andaban por el pasillo hubo una que de pronto me dijo:

   —Con su permiso, por favor…

   Y yo respondí con rapidez:

   —Es de usted.

   Pero no sólo no comprendí lo que pasaba sino que me asusté. En ese instante ocurrieron muchas cosas. La primera fue que aun cuando ese señor no había terminado de pedirme permiso, y mientras yo le contestaba, él ya me frotaba el brazo desnudo con algo frío que no sé por qué creí que fuera saliva. Y cuando yo había terminado de decir “es de usted” ya sentí un pinchazo y vi una jeringa grande con letras. Al mismo tiempo una gorda que iba en otro asiento decía:

   —Después a mí.

   Yo debo haber hecho un movimiento brusco con el brazo porque el hombre de la jeringa dijo:

   —¡Ah!, lo voy a lastimar… quieto un…

   Pronto sacó la jeringa en medio de la sonrisa de otros pasajeros que habían visto mi cara. Después empezó a frotar el brazo de la gorda y ella miraba operar muy complacida. A pesar de que la jeringa era grande, sólo echaba un pequeño chorro con un golpe de resorte. Entonces leí las letras amarillas que había a lo largo del tubo: Muebles “El Canario”. Después me dio vergüenza preguntar de qué se trataba y decidí enterarme al otro día por los diarios. Pero apenas bajé del tranvía pensé: “No podrá ser un fortificante; tendrá que ser algo que deje consecuencias visibles si realmente se trata de una propaganda.” Sin embargo, yo no sabía bien de qué se trataba; pero estaba muy cansado y me empeciné en no hacer caso. De cualquier manera estaba seguro de que no se permitiría dopar al público con ninguna droga. Antes de dormirme pensé que a lo mejor habrían querido producir algún estado físico de placer o bienestar. Todavía no había pasado al sueño cuando oí en mí el canto de un pajarito. No tenía la calidad de algo recordado ni del sonido que nos llega de afuera. Era anormal como una enfermedad nueva; pero también había un matiz irónico; como si la enfermedad se sintiera contenta y se hubiera puesto a cantar. Estas sensaciones pasaron rápidamente y en seguida apareció algo más concreto: oí sonar en mi cabeza una voz que decía:

   —Hola, hola; transmite difusora “El Canario”… hola, hola, audición especial. Las personas sensibilizadas para estas transmisiones… etc., etc.

   Todo esto lo oía de pie, descalzo, al costado de la cama y sin animarme a encender la luz; había dado un salto y me había quedado duro en ese lugar; parecía imposible que aquello sonara dentro de mi cabeza. Me volví a tirar en la cama y por último me decidí a esperar. Ahora estaban pasando indicaciones a propósito de los pagos en cuotas de los muebles “El Canario”. Y de pronto dijeron:

   —Como primer número se transmitirá el tango…

   Desesperado, me metí debajo de una cobija gruesa; entonces oí todo con más claridad, pues la cobija atenuaba los ruidos de la calle y yo sentía mejor lo que ocurría dentro de mi cabeza. En seguida me saqué la cobija y empecé a caminar por la habitación; esto me aliviaba un poco pero yo tenía como un secreto empecinamiento en oír y en quejarme de mi desgracia. Me acosté de nuevo y al agarrarme de los barrotes de la cama volví a oír el tango con más nitidez.

   Al rato me encontraba en la calle: buscaba otros ruidos que atenuaran el que sentía en la cabeza. Pensé comprar un diario, informarme de la dirección de la radio y preguntar qué habría que hacer para anular el efecto de la inyección. Pero vino un tranvía y lo tomé. A los pocos instantes el tranvía pasó por un lugar donde las vías se hallaban en mal estado y el gran ruido me alivió de otro tango que tocaban ahora; pero de pronto miré para dentro del tranvía y vi otro hombre con otra jeringa; le estaba dando inyecciones a unos niños que iban sentados en asientos transversales. Fui hasta allí y le pregunté qué había que hacer para anular el efecto de una inyección que me habían dado hacía una hora. Él me miró asombrado y dijo:

   —¿No le agrada la transmisión?

   —Absolutamente.

   —Espere unos momentos y empezará una novela en episodios.

   —Horrible —le dije.

   Él siguió con las inyecciones y sacudía la cabeza haciendo una sonrisa. Yo no oía más el tango. Ahora volvían a hablar de los muebles. Por fin el hombre de la inyección me dijo:

   —Señor, en todos los diarios ha salido el aviso de las tabletas “El Canario”. Si a usted no le gusta la transmisión se toma una de ellas y pronto.

   —¡Pero ahora todas las farmacias están cerradas y yo voy a volverme loco!

   En ese instante oí anunciar:

   —Y ahora transmitiremos una poesía titulada “Mi sillón querido”, soneto compuesto especialmente para los muebles “El Canario”.

   Después el hombre de la inyección se acercó a mí para hablarme en secreto y me dijo:

   —Yo voy a arreglar su asunto de otra manera. Le cobraré un peso porque le veo cara honrada. Si usted me descubre pierdo el empleo, pues a la compañía le conviene más que se vendan las tabletas.

   Yo le apuré para que me dijera el secreto. Entonces él abrió la mano y dijo:

   —Venga el peso.

   Y después que se lo di agregó:

   —Dese un baño de pies bien caliente.

Del libro: Nadie encendía las lámparas (1947)

Sáb14Ene202313:44

 

A pesar de las más prolijas investigaciones, la policía no ha podido dilucidar el misterio de la desaparición de Honoré Subrac.

Subrac había sido amigo mío, y como yo conocía toda la verdad acerca de su caso, me sentí obligado a poner a la justicia al tanto de todo lo ocurrido. El juez ante el cual presté declaración empleó conmigo, después de haber escuchado mi relato, un tono de cortesía tan espantado, que no me cupo la menor duda de que me tomaba por loco. Se lo dije, y desde ese momento fue aún más amable. Luego, levantándose de su silla, me condujo hasta la puerta y pude ver que su secretario estaba de pie, con los puños apretados, dispuesto a saltar sobre mí en caso de que me diera un ataque de locura.

No insistí. El caso de Honoré Subrac era, en efecto, tan extraño, que en verdad parecía increíble. Se sabía, por las noticias aparecidas en los diarios, que Subrac pasaba por un individuo muy original. Tanto en invierno como en verano sólo vestía una hopalanda y se calzaba únicamente con pantuflas. Era muy rico, y como su manera de vestir me asombraba, un día le pregunté qué razón tenía.

—Es para poder desvestirme con mayor rapidez en caso de necesidad —me respondió—. Por lo demás, es fácil acostumbrarse a salir con poca ropa, y se puede prescindir muy bien de ropa interior, medias y sombrero. Vivo así desde los veinticinco años y nunca me enfermé.

Estas palabras, lejos de esclarecerme, agudizaron mi curiosidad.

—¿Por qué razón —pensé—, Honoré Subrac tendrá tanta necesidad de desvestirse con rapidez?

E imaginé toda clase de conjeturas…

* * *

Una noche, al volver a casa —sería la una o la una y cuarto—, oí pronunciar mi nombre en voz baja. Me pareció que esa voz salía de la pared que había rozado. Me detuve desagradablemente sorprendido.

—¿No hay nadie en la calle? Soy yo, Honoré Subrac.

—¿Dónde está usted? —exclamé mirando a todas partes sin lograr darme una idea del lugar donde mi amigo estaba escondido.

Descubrí entonces su famosa hopalanda tirada en la acera y al lado sus no menos famosas pantuflas.

—He aquí un caso —pensé— en que la necesidad ha obligado a Honoré Subrac a desvestirse en un abrir y cerrar de ojos. Por fin voy a conocer el motivo de este misterio.

Le dije en voz alta:

—La calle está desierta, mi querido amigo; puede usted salir.

Bruscamente, Honoré Subrac se desprendió de la pared, en la que yo no había notado su presencia. Estaba completamente desnudo y, antes que nada, se apoderó de su hopalanda, se la puso y la abotonó lo más rápidamente que pudo. En seguida se calzó las pantuflas y resueltamente me habló, en tanto me acompañaba hasta la puerta de mi casa.

* * *

—Usted se habrá asombrado —me dijo—, pero ahora comprenderá la razón por la cual me visto de forma tan extravagante. Seguramente, usted no ha comprendido cómo pude escapar por completo a sus miradas. Es muy simple. Sólo se debe ver en eso un fenómeno de mimetismo… La naturaleza es una buena madre. Ha distribuido entre aquellos de sus hijos amenazados por peligros y que son débiles para defenderse, el don de confundirse con lo que les rodea… Usted ya conoce todo eso. Sabe que las mariposas se parecen a las flores, que ciertos insectos son semejantes a hojas, que el camaleón puede tomar el color que mejor lo oculte, que la liebre polar se ha vuelto blanca como las comarcas glaciales en las que, medrosa como la de nuestros campos, escapa sin ser vista.

»Es así como esos débiles animales huyen de sus enemigos, por medio de un instintivo artificio que modifica su aspecto.

»Y perseguido por un enemigo sin cesar, yo, que soy pusilánime e incapaz de defenderme en una pelea, me parezco a esos animales: me confundo a voluntad y por terror, con el medio ambiente.

»Hace ya años que he ejercitado por primera vez esta facultad instintiva. Tenía veinticinco años y, en general, las mujeres me encontraban agradable y apuesto. Una de ellas, que era casada, me testimonió tanta amistad que me sentí incapaz de resistir. ¡Fatales relaciones!… Una noche estaba en su casa. Su supuesto marido había salido de viaje por varios días. Estábamos desnudos como divinidades, cuando la puerta se abrió de pronto y apareció el marido empuñando un revólver. Sentí un terror inexpresable y, cobarde como era y como lo soy aún, no tuve más que un deseo: desaparecer. Adosándome a la pared, anhelé confundirme con ella. Y el hecho imprevisto se produjo de repente. Tomé el color del empapelado y mis miembros se aplanaron en un estiramiento voluntario e inconcebible; me pareció que formaba parte de la pared y que, en adelante, nadie me vería. Era verdad. El marido me buscaba para matarme. Me había visto y era imposible que hubiese podido escapar. Se puso como loco, y volviendo su ira contra su mujer la mató salvajemente disparándole seis tiros en la cabeza. Se fue en seguida, llorando desesperadamente. Cuando hubo salido, instintivamente mi cuerpo recuperó su forma y su color naturales. Me vestí y logré salir de allí antes de que nadie viniese… Desde entonces he conservado esta afortunada facultad que se parece al mimetismo. El marido, no habiendo podido matarme entonces, consagró su existencia al logro de esa tarea. Durante años me persiguió por todo el mundo, y yo pensé haberle escapado viniendo a vivir a París. Pero unos minutos antes de que usted pasase volví a verlo. El terror me hizo castañetear los dientes. Apenas tuve tiempo para desvestirme y confundirme con el muro. Pasó cerca de mí, observando con curiosidad la hopalanda y las pantuflas abandonadas en la acera. Ya ve usted que me sobra razón para vestirme tan sumariamente. No podría ejercer mi facultad mimética si estuviese vestido como todo el mundo. Me sería imposible desvestirme tan rápidamente para escapar a mi verdugo, y lo más importante es que esté desnudo, para que mis ropas, aplastadas contra la pared, no hagan inútil mi desaparición defensiva».

Felicité a Honoré Subrac por esa facultad suya, de la que tenía pruebas suficientes, y que por cierto le envidiaba…

* * *

Durante los días siguientes sólo pensé en esto. A cada momento me sorprendía a mí mismo esforzándome por lograr voluntariamente la modificación de mi forma y mi color. Intenté transformarme en autobús, en Torre Eiffel, en académico, en ganador de la lotería. Mis esfuerzos fueron vanos. No lo lograba. Mi voluntad no era suficientemente fuerte y, además, me faltaba ese santo terror, ese formidable peligro que había despertado los instintos de Honoré Subrac.

* * *

Hacía algún tiempo que no lo veía, cuando un día llegó enloquecido:

—Ese hombre, mi enemigo —me dijo—, me acecha en todas partes. Pude escaparle tres veces gracias a mi facultad, pero tengo miedo, ¡tengo miedo, mi querido amigo!

Advertí que había enflaquecido, pero me cuidé de decírselo.

—No le queda a usted más que un camino —le dije—. Para escapar a un encarnizado enemigo como él, debe usted irse. Ocúltese en una aldea. Deje a mi cuidado sus asuntos y diríjase a la estación más cercana.

Me estrechó la mano diciéndome:

—Acompáñeme usted, se lo suplico; ¡tengo miedo!

* * *

Ya en la calle, caminamos en silencio. Honoré Subrac volvía continuamente la cabeza, presa de la inquietud. De pronto lanzó un grito y echó a correr, al tiempo que se desembarazaba de la hopalanda y las pantuflas. Vi que un hombre venía a la carrera tras de nosotros. Traté de detenerlo, pero se liberó de mí. Empuñaba un revólver que apuntaba hacia Honoré Subrac. Éste había llegado al paredón de un cuartel, desapareciendo allí como por encanto.

El hombre del revólver se detuvo estupefacto, lanzó una airada exclamación y, como para vengarse del paredón, que parecía haberle arrebatado su víctima, descargó el revólver sobre el lugar donde había desaparecido Honoré Subrac. Después se alejó corriendo.

La gente se aglomeró en el lugar y acudieron agentes de policía que la obligaron a dispersarse. Entonces llamé a mi amigo, pero éste no me respondió.

Palpé la pared; todavía estaba tibia, y observé que de las seis balas disparadas tres habían penetrado a la altura del corazón de un hombre, en tanto que las restantes habían hecho saltar el revoque algo más arriba, allí donde me pareció distinguir vagamente, muy vagamente, el contorno de un rostro.

 

Vie13Ene202302:31
 
La última  visita del caballero enfermo
 
Nadie supo jamás el verdadero nombre de aquel a quien todos llamaban el Caballero Enfermo. No ha quedado de él, luego de su imprevista desaparición, más que el recuerdo de sus inolvidables sonrisas y un retrato de Sebastiano del Piombo que lo representa oculto en la sombra mórbida de una pelliza, con una mano enguantada que cae débilmente como la de un ser que duerme. Alguno de los que más lo amaron —y yo estuve entre esos pocos—, recuerda también su tez singular de un amarillo pálido transparente y la levedad casi femenina de sus pasos y el extravío habitual de su mirada. Le gustaba hablar mucho, pero nadie comprendía todo lo que quería decir y conozco a algunos que no quisieron comprenderlo porque las cosas que decía eran demasiado horribles.
Era, verdaderamente, un sembrador de espanto. Su presencia daba un color fantástico a las cosas más simples; cuando su mano tocaba algún objeto parecía que éste entraba a formar parte del mundo de los sueños. Sus ojos no reflejaban las cosas presentes sino aquellas desconocidas y lejanas, que quienes lo acompañaban no percibían. Nadie le preguntó nunca cuál era su enfermedad y por qué aparentaba no curarla. Vivía caminando siempre, sin detenerse, día y noche. Ninguno sabía dónde estaba su casa; ninguno le conoció padre o hermanos. Apareció un día en la ciudad y otro día, después de algunos años, desapareció.
La víspera de este día, muy temprano, cuando apenas comenzaba a alborear el cielo, vino a mi cuarto a despertarme. Sentí la suave caricia de su guante sobre mi frente y lo vi ante mí, envuelto en la pelliza, con la boca llevando eternamente el recuerdo de una sonrisa y los ojos más extraviados que de costumbre. Me di cuenta, por el enrojecimiento de sus párpados, que había estado en vela toda la noche y que debía haber esperado el alba con gran ansiedad porque sus manos temblaban y todo su cuerpo parecía sacudido por la fiebre.
—¿Qué le sucede? —le pregunté—. ¿Su enfermedad lo atormenta más que otros días?
—¿Mi enfermedad? —respondió—. ¿Mi enfermedad? ¿Usted cree, entonces, como todos, que yo tengo una enfermedad? ¿Que exista una enfermedad mía? ¿Por qué no decir que yo mismo soy una enfermedad? No hay nada que sea mío ¿comprende? ¡No hay nada que me pertenezca! ¡Pero yo soy de alguien y hay alguien a quien pertenezco!
Estaba habituado a sus extrañas conversaciones y por eso no le contesté. Continué mirándolo y mi mirada debía ser muy dulce porque se acercó aún más a mi lecho y me tocó de nuevo la frente con su blando guante.
—No tiene síntoma alguno de fiebre —prosiguió—. Está usted perfectamente sano y tranquilo. Su sangre circula con calma en sus venas. Puedo decirle, pues, algo que quizás lo espante; puedo decirle quién soy yo. Escúcheme con atención, se lo ruego, porque quizás no podré decir dos veces las mismas cosas, y sin embargo es necesario que las diga por lo menos una vez.
Al decir esto se arrojó sobre un sillón violáceo junto a mi cama y continuó con voz más alta:
—Yo no soy un hombre real. No soy un hombre como los otros, un hombre con músculos y huesos, un hombre gestado por hombres. No he nacido como sus semejantes; nadie me ha acunado ni ha vigilado mi crecimiento; no he conocido ni la inquieta adolescencia ni la dulzura de los lazos de la sangre. Soy —y lo diré aunque quizás no quiera creerme— nada más que la figura de un sueño. Una imagen de Shakespeare se ha vuelto por mí literal y trágicamente exacta: ¡yo soy de la misma sustancia con la cual están hechos vuestros sueños! Existo porque hay alguien que me sueña; hay alguien que duerme y sueña y me ve obrar y vivir y moverme, y en este momento sueña que yo digo todo esto. Cuando este alguien comenzó a soñarme yo comencé a existir, cuando se despierte cesaré de existir. Yo soy una imaginación, una creación, un huésped de sus largas fantasías nocturnas. El sueño de este alguien es de tal manera durable e intenso que me he vuelto visible incluso a los hombres que están despiertos. Pero el mundo de la vigilia, el mundo de la realidad concreta no es el mío. ¡Me siento tan a disgusto en medio de la vulgar solidaridad de vuestra existencia! Mi vida es la que transcurre lentamente en el alma de mi dormido creador…
»No crea usted que hablo con enigmas y símbolos. Lo que le digo es la verdad, toda la simple y tremenda verdad. ¡Acabe, pues, de dilatar sus pupilas estupefactas! ¡No me mire más con su aire de piadosa turbación!
»Ser el actor de un sueño no es lo que más me atormenta. Poetas hay que dijeron que la vida de los hombres es la sombra de un sueño y filósofos que han sugerido que la realidad entera es una alucinación. A mí, en cambio, me persigue otra idea: ¿quién es el que me sueña? ¿Quién es este alguien, este ser ignoto que yo no conozco y al que pertenezco, que me hizo surgir de pronto en la oscuridad de su cerebro cansado y cuyo despertar me apagará de improviso, como una llama ante un imprevisto soplo? ¡Cuántos días he pensado en este dueño mío que duerme, en este creador mío ocupado por el transcurrir de mi efímera vida! Realmente, debe ser grande y poderoso; un ser para el cual nuestros años son minutos y que puede vivir toda la vida de un hombre en una sola de sus horas y la historia de la humanidad en una de sus noches. Sus sueños deben ser tan vivos y fuertes y profundos como para proyectar hacia afuera las imágenes de un modo que parezcan cosas reales. Quizás el mundo entero no es sino el producto perpetuamente variable de un entrecruzarse de sueños de seres idénticos a él. Pero no quiero generalizar demasiado: ¡dejemos los metafisiqueos a los imprudentes! A mí me basta la tremenda seguridad de que soy la imaginaria criatura de un enorme soñador.
»¿Pero quién es él? Ésta es la pregunta que me agita desde hace muchísimo tiempo, desde que descubrí la materia de la cual estoy hecho. Usted comprende la importancia de este problema para mí. De la respuesta que podía darle dependía todo mi destino. Los personajes de los sueños gozan de una muy amplia libertad y por eso mi vida no estaba totalmente determinada por mi origen, sino en gran parte por mi albedrío. Sin embargo, era necesario que supiese quién era el que me soñaba para elegir mi estilo de vida. Al principio estaba espantado por la idea de que podía bastar la más pequeña cosa para despertarlo, o sea para aniquilarme. Un grito, un ruido, un soplo podían de pronto precipitarme en la nada. En ese entonces quería a la vida y, por lo tanto, me torturaba vanamente para adivinar cuáles eran los gustos y las pasiones de mi ignoto poseedor, para dar a mi existencia las actitudes y las formas que pudieran serle entrañables. Temblaba a cada instante ante la idea de cometer algo que pudiese ofenderlo, aterrarlo y, por lo tanto, despertarlo. Imaginé durante algún tiempo que era una especie de paterna divinidad evangélica y me las arreglé para llevar la más virtuosa y santa vida del mundo. Alguna vez, en cambio, pensé que era un héroe pagano cualquiera y entonces me coronaba con largos pámpanos de vid y cantaba himnos de borracho y bailaba con frescas ninfas en los claros de los bosques. Hasta creí una vez que formaba parte del sueño de algún sublime y eterno sabio, que hubiera alcanzado a vivir en un mundo espiritual superior y pasé largas noches en vela sobre los números de las estrellas y las dimensiones del mundo y la composición de los seres vivos.
»Pero finalmente me cansé, humillado al pensar que debía servir de espectáculo a este amo desconocido e incognoscible; advertí que esta ficción de vida no valía tanta bajeza y tanta vileza aduladora. Entonces anhelé ardientemente lo que al principio me causaba horror, o sea, que despertara. Me esforcé en llenar mi vida con espectáculos tan horribles como para que el horror pudiera despertarlo. Y todo lo intenté para llegar al reposo del aniquilamiento; movilicé todo para interrumpir esta triste comedia de mi vida aparente, para destruir esta ridícula larva de vida que me asemeja a los hombres.
»Ningún delito me fue ajeno: ninguna infamia me fue desconocida; no me sustraje de ningún terror. Con refinadas torturas asesiné a viejos inocentes; envenené las aguas de ciudades enteras; incendié al mismo tiempo las melenas de una multitud de mujeres; despedacé con mis dientes, vueltos salvajes por la voluntad de aniquilación, a todos los niños que hallé sobre mi camino. De noche busqué la compañía de monstruos gigantescos, negros, sibilantes, que los hombres ya no conocen; tomé parte en increíbles empresas de gnomos, de íncubos, de demonios, de fantasmas; me precipité desde lo alto de un monte a un valle desnudo y convulsionado, circundado por cavernas llenas de blancos huesos; y las hechiceras me enseñaron alaridos de fieras desoladas que estremecen de noche incluso a los más valientes. Pero parece que quien me sueña no se atemoriza de aquello que hace temblar a los hombres. O goza con la contemplación de lo más horrendo que existe o no le importa o no se espanta. Hasta hoy no he logrado despertarlo y debo todavía arrastrar esta innoble vida, servil e irreal.
»¿Quién me liberará, pues, de mi soñador? ¿Cuándo despuntará el alba que lo llame a su obra? ¿Cuándo sonará la campana, cuándo cantará el gallo, cuándo resonará la voz que debe despertarlo? ¡Espero desde hace tanto tiempo mi liberación! ¡Espero tan anhelosamente el fin de este necio sueño en el que represento una parte tan monótona!
»Lo que estoy haciendo en este momento es mi última tentativa. Le digo a mi soñador que yo soy un sueño; quiero que él sueñe que sueña. Es algo que le sucede a los hombres, ¿no es verdad? ¿No ocurre, entonces, que se despiertan cuando se dan cuenta de que sueñan? Por eso he venido a verlo y por esto le he contado todo, y quisiera que aquel que me ha creado se diese cuenta en este instante de que yo no existo como hombre real y en el mismo momento acabaré de existir, incluso, como imagen irreal. ¿Cree que lo lograré? ¿Cree que a fuerza de repetirlo y gritarlo despertaré sobresaltado a mi invisible propietario?»
Y al pronunciar estas palabras el Caballero Enfermo se agitaba sobre el sillón, se quitaba y volvía a ponerse el guante de la mano izquierda y me miraba con ojos cada vez más extraviados. Parecía que esperaba de un momento a otro algo maravilloso y terrible. Su cara asumía expresiones de agonizante. De tanto en tanto miraba fijamente su cuerpo como si esperara verlo disolverse y se acariciaba nerviosamente la húmeda frente.
—¿Usted cree que todo esto no es verdad? —agregó—. ¿Siente que no miento? ¿Pero por qué no poder desaparecer, por qué no ser libre de terminar? ¿Quizás formo parte de un sueño que no terminará nunca? ¿El sueño de un eterno durmiente, de un eterno soñador? ¡Expulse, pues, de mí esta idea espantosa! ¡Consuéleme un poco; sugiérame alguna estratagema, algún subterfugio, alguna trampa que me suprima! Se lo pido con toda el alma. ¿No tendrá, pues, piedad de este aburrido espectro?
Y como yo continuaba callado, él me miro una vez más y se puso de pie. Me pareció entonces mucho más alto que antes y observé nuevamente su tez algo diáfana. Se veía que sufría enormemente. Su cuerpo entero estaba agitado: parecía un animal que buscara liberarse de una red. La suave mano enguantada apretó la mía y fue por última vez. Murmurando algo en voz baja salió de mi cuarto y solamente alguien lo ha visto desde entonces.
Jue12Ene202311:22
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Autor: Álvaro Díaz
Género: Cuento

El amor es ciego (Boris Vian)

 

 

1

El cinco de agosto, a las ocho, la calina cubría la ciudad. Liviana, en absoluto estorbaba la respiración y se presentaba bajo apariencia singularmente opaca. Parecía, por otra parte, teñida de azul con verdadera intensidad.

Fue cayendo en capas paralelas. Al principio cabrilleaba a veinticinco centímetros del suelo, y los caminantes no podían verse los pies. Una mujer que vivía en el número 22 de la Rue Saint—Braquemart, dejó caer la llave en el momento de entrar en su casa y no la podía encontrar. Seis personas, entre las que se contaba un bebé, acudieron en su ayuda. Entretanto, a la segunda capa le dio por caer. Se pudo encontrar la llave, pero no al bebé, que había tomado las de villadiego al amparo del meteoro, impaciente por escapar del biberón, sentar cabeza y conocer los serenos placeres del matrimonio. Mil trescientas sesenta y dos llaves, y catorce perros, se extraviaron de tal manera durante la primera mañana. Cansados de vigilar en vano sus flotadores, los pescadores se volvieron majaretas y se fueron a cazar.

La niebla se hacinaba en densidades considerables en la parte baja de las calles en pendiente y en las hondonadas. Formaba alargadas flechas y se colaba por las alcantarillas y los pozos de ventilación. Así invadió los túneles del metro, que dejó de funcionar cuando la lechosa marea alcanzó el nivel de los semáforos. Pero en aquel mismo momento, la tercera capa acababa de descolgarse y, en el exterior, de las rodillas para abajo todo era blanquecina oscuridad.

Los de los barrios altos, creyéndose favorecidos, se burlaban de los de las orillas del río. Mas al cabo de una semana todos estaban reconciliados y podían golpearse del mismo modo contra los respectivos muebles de sus respectivas habitaciones. La niebla había llegado por entonces hasta el copete de las edificaciones más elevadas. Y si el cimbanillo de la torre fue lo último en desaparecer, el irresistible empuje de la creciente y opaca marea acabó a fin de cuentas por sumergirlo del todo.

2

Orvert Latuile despertó el trece de agosto después de una dormida de trescientas horas. Como estaba saliendo de una cogorza de las buenas, en un primer momento temió haberse quedado ciego. Con ello no habría hecho más que rendir homenaje a los innumerables alcoholes que se le habían servido. Tal vez fuese simplemente de noche, pero, en cualquier caso, de una manera distinta. Con los ojos abiertos, sentía la impresión que se experimenta cuando el rayo de luz de una bombilla viene a dar sobre los párpados cerrados. Con mano torpe, buscó el interruptor de la radio. Emitía, pero el informativo sólo lo esclareció hasta cierto punto.

Sin tomar en cuenta los agudos comentarios del locutor, Orvert Latuile reflexionó, se rascó el ombligo y notó, oliéndose la uña a continuación, que necesitaba un baño. Pero el amparo de aquella calígine caída sobre todas las cosas como el manto de Noé sobre Noé, como la miseria sobre el mísero mundo, como el velo de Tanit sobre Salambó1 o como un gato sobre un violín, le hizo colegir la inutilidad de semejante esfuerzo. Además, la tal niebla tenía un dulce aroma a albaricoque tísico que debía contrarrestar las emanaciones personales. Y por añadidura, el sonido se portaba bien y, al envolverse en aquella guata, los ruidos adquirían una curiosa resonancia, blanca y clara como la voz de una soprano lírica cuyo paladar, hundido en una desgraciada caída sobre la esteva de un arado, hubiera sido reemplazado por una prótesis de plata forjada.

Para empezar, Orvert decidió prescindir de todos los problemas y actuar como si nada ocurriese. En consecuencia, se vistió sin dificultad, pues sus indumentos estaban colocados cada uno en su sitio: es decir, unos sobre las sillas, otros debajo de la cama, los calcetines dentro de los zapatos, y éstos, el uno en el interior de un jarrón y el otro calzando el orinal.

—Dios mío —dijo para sí—, qué cosa extraña esta calina.

Reflexión sin gran originalidad que le salvó del ditirambo, del simple entusiasmo, de la tristeza y de la melancolía negra, colocando el fenómeno en la categoría de las cosas sencillamente constatadas. Pero acostumbrándose paulatinamente a lo inhabitual, se fue animando poco a poco hasta el punto de decidirse a encarar determinadas experiencias muy humanas.

—Bajo hasta casa de la portera —se dijo— dejándome la bragueta abierta. Así comprobaremos si en realidad hay niebla, o si se trata de mis ojos.

Como es natural, el espíritu cartesiano de todo francés le induce a dudar de la existencia de cualquier calígine opaca, incluso si es tan tupida como para nublar la vista. Y no es lo que pueda decir la radio lo que vaya a decidir la aceptación de lo chocante. La radio no dice más que majaderías.

—Me la saco —dijo Orvert— y bajo como si nada.

En efecto, se la sacó y bajó como si nada. Por primera vez en su vida advirtió el chasquido del primer escalón, el temblor del segundo, el grillar del cuarto, el carrasqueo del séptimo, el susurrar del décimo, el chichear del décimo cuarto, las sacudidas del décimo séptimo, el bisbiseo del vigésimo segundo y el abejorreo del pasamanos de latón, desatornillado de su sustentáculo terminal.

Se cruzó con alguien que subía aplastándose contra la pared.

—¿Quién va? —dijo, deteniéndose.

—¡Lerond! —respondió el señor Lerond, el inquilino de enfrente.

—Buenos días —dijo Orvert—. Aquí Latuile.

Al tenderle la mano, encontró cierta cosa rígida que soltó con asombro. Lerond emitió una risita embarazada.

—Perdone —dijo—, pero no se ve nada, y esta neblina es endemoniadamente calurosa.

—Cierto —asintió Orvert.

Pensando en su desabotonada bragueta, se avergonzó de constatar que Lerond había tenido la misma idea que él.

—Bueno, hasta la vista —dijo Lerond.

—Hasta la vista —contestó Latuile, desabrochando solapadamente la hebilla de su cinturón.

Cuando el pantalón le hubo caído sobre los pies, se lo quitó, arrojándolo a continuación por el hueco de la escalera. Ciertamente, aquella calina era tan agobiante como una pichona enamorada. Y si Lerond se paseaba con su mancebía al aire ¿por qué tenía Orvert que continuar a medio vestir...? O todo o nada.

Chaqueta y camisa volaban poco después. Decidió conservar los zapatos.

Al llegar al final de la escalera, golpeó con delicadeza en el cristal de la portería.

—¡Adelante! —respondió la voz de la portera.

—¿Hay cartas para mí? —preguntó Orvert.

—¡Oh, señor Latuile! —se desternilló de risa la gruesa mujer—. ¡Siempre con sus chascarrillos...! ¿Y qué, bien dormido ya…? No quise molestarle, pero tendría que haber visto los primeros días de niebla… Todo el mundo parecía fuera de sí. En cambio, ahora… Bueno, digamos que a todo se acostumbra uno…

Por el poderoso perfume que lograba franquear la lacticinosa barrera, Orvert reconoció que se acercaba a él.

—Solamente a la hora del cocido no resulta demasiado cómodo —prosiguio ella—. Pero no deja de ser divertida la nieblecita… Casi se podría decir que alimenta. Como usted sabe, yo como bastante bien… Pues bueno, desde hace tres días, con un vaso de agua y un trozo de pan me basta.

—Va a adelgazar —observó Orvert.

—¡Ja, ja, ja! —cacareó la portera con su risa parecida a un saco de nueces cayendo por la escalera desde el sexto piso—. Compruébelo por sí mismo, señor Latuile. Nunca me había sentido tan en forma. Incluso los melones se me están volviendo a poner en su sitio… Compruébelo, compruébelo por sí mismo…

—Esto…, yo… —dijo Orvert.

—Palpe, palpe…, le digo que palpe.

Y cogiendo la mano del sentenciado, la colocó sobre el remate de uno de los melones en cuestión.

—¡Asombroso! —constató Latuile.

—Y eso que tengo cuarenta y dos años —informó la portera—. ¿Eh? ¿Quién lo diría? ¡Ah…!, y es que las que son como yo, un poquito gruesas por donde es debido, tienen esa ventaja…

—¡Pero por todos los santos! —exclamó Orvert asombrado—, ¡Está usted desnuda…!

—¡Claro! ¡Lo mismo que usted! —replicó ella.

—Cierto —musitó Orvert para sí—. Brillante idea he tenido.

—Han dicho los del arradio —prosiguió la portera—, que se trata de un aerosol cafronisíaco.

—¡Ah…! —dijo Latuile.

Con la respiración entrecortada, la portera buscaba contacto. Por un instante, el hombre tuvo la sensación de que la dichosa calina le permitiría escamotearse.

—Escuche, por favor, señora Panuche —le imploró—. No somos animales. Aunque se trate de un aerosol afrodisíaco hay que comportarse con mesura.

—¡Oh, oh! —se limitó a decir la señora Panuche con voz jadeante, mientras se servía de las manos con precisión nada mesurada.

—¡Está bien! —dijo finalmente Orvert con dignidad—. Arrégleselas como pueda. Yo no quiero saber nada.

—Oiga —murmuró la portera sin perder su presencia de ánimo—, el señor Lerond es mucho más amable que usted. Con usted, según parece, es una quien tiene que hacerlo todo.

—Escuche —le dijo Latuile—. Acabo de despertarme hoy. Por lo tanto, me falta entrenamiento.

—Descuide, le enseñaré —aseguró la portera.

A continuación ocurrieron cosas sobre las que será mejor echar el piadoso manto de este desdichado mundo como sobre las miserias de Noé, de Salambó y el velo de Tanit en la encerrona.

Orvert salió muy vivaracho de la portería. Una vez en la calle aguzó el oído. En efecto, se echaba en falta el ruido de los automóviles. Pero, en su defecto, se dejaban oír innumerables canciones. Y las risas chisporroteaban por todas partes.

Un poco aturdido, se adentró algunos pasos en la calzada. Sus oídos no estaban acostumbrados a un horizonte sonoro de tal profundidad y se sentía algo extraviado. De repente se percató de que estaba pensando en voz alta.

—¡Dios mío! —decía—. ¡Una niebla afrodisíaca!

Como se puede ver, sus reflexiones sobre el particular habían progresado poco. Pero es preciso ponerse en el lugar de un hombre que duerme durante once días y que despierta en medio de una oscuridad total, complicada además por una especie de generalizado y licencioso envenenamiento, para constatar que su obesa y ruinosa portera se ha transformado en una valquiria de senos puntiagudos y abundantes, en una ávida Circe en su antro de placeres imprevistos.

—¡Caramba! —dijo todavía Orvert para precisar algo más su pensamiento.

Y dándose cuenta de repente de que estaba a pie firme en la misma mitad de la calle, sintió miedo y retrocedió hasta la altura del muro, bajo cuya cornisa caminó a lo largo de un centenar de metros. A esa distancia se encontraba la panadería. Como una dietética estrictamente aplicada le constreñía a consumir algún alimento después de cualquier esfuerzo físico notorio, entró en ella para procurarse un panecillo.

Una gran algazara parecía reinar dentro del establecimiento.

Orvert era hombre de pocos prejuicios. Pero cuando comprendió lo que exigía la panadera de cada cliente y el panadero de cada clienta, sintió cómo se le erizaban los cabellos en la cabeza.

—¡Por todos los diablos! ¡Si le doy un pan de dos libras —estaba diciendo aquélla— tengo derecho a exigir de usted un formato equivalente!

—Pero señora… —protestaba la aguda voz de un viejecillo en quien Latuile reconoció al señor Curepipe, anciano organista de la iglesia del muelle—. Pero señora…

—¡Y usted es el que toca el órgano de tubos! —exclamó la panadera.

El señor Curepipe se enfadó.

—¡Ya le enseñaré yo a reírse de mi órgano! —dijo amenazadoramente dirigiéndose con paso apresurado hacia la salida, pero ante ésta estaba Latuile, a quien el choque le cortó la respiración.

—¡El siguiente! —ladró la panadera.

—Quisiera un pan… —dijo Orvert con esfuerzo, dándose masaje en el estómago.

—¡Un pan de cuatro libras para el señor Latuile! —vociferó la expendedora.

—No, no… —gimió Orvert—. Apenas un panecillo…

—¡Grosero! —le espetó la tahonera, quien dirigiéndose a su marido, dijo a continuación—: ¡Oye, Lucien, ocúpate de éste! ¡Así aprenderá lo que es bueno!

Los cabellos se le volvieron a erizar a Orvert sobre la cabeza. Y al emprender la huida a toda pastilla, fue a darse de lleno contra la luna del escaparate, que resistió.

Recorriéndola por completo, consiguió salir finalmente. En la panadería la orgía continuaba. El aprendiz se ocupaba de los niños.

—¡En fin, caramba! —refunfuñaba Orvert en la acera—. ¿Qué pasa? ¿Y si a uno le gusta elegir, qué? ¡Pues menuda boca de horno ha de tener la tal panadera…!

A continuación le vino a la cabeza la repostería cercana al puente. La dependienta tenía diecisiete años, la boquita de piñón y un coqueto delantalillo estampado… Quizá en aquel momento no llevase más que el delantalillo…

Sin pensarlo dos veces, partió a grandes zancadas hacia dicho establecimiento. En tres ocasiones al menos tropezó con amasijos de cuerpos entrelazados de los que ni siquiera le interesó detenerse a descubrir las respectivas composiciones. Pero, en uno de los casos, el conglomerado, como mínimo, se componía de cinco palmitos.

—¡Roma! —se limitó a farfullar—. Quo Vadis? ¡Fabiola! Et cum spiritu tuo!2 ¡Las orgías! ¡Oh!

Había cosechado de su contacto con la luna del escaparate un chichón de los mejor puestos y se frotaba la cabeza. Lo que no le impedía precipitar la marcha, pues determinada presencia que participaba de su persona, pero que le precedía a mucha distancia, le incitaba a llegar a la meta lo antes posible.

Cuando creyó que ya se acercaba al objetivo, optó por caminar junto a las fachadas de las casas para guiarse por el tacto. Por el redondo disco de contrachapado sujeto con pernos, que mantenía en su sitio una de las rajadas cristaleras, pudo reconocer el establecimiento del anticuario. Dos números más allá, la repostería.

De repente topó con todo el cuerpo con otro que, inmóvil, le daba la espalda. Sin que pudiera evitarlo, se le escapó un grito.

—¡No empuje! —le respondió una voz profunda—. Y apresúrese a separar esa cosa de mis posaderas, si no quiere que le parta ahora mismo la cara.

—Esto… yo… ¿No pensará que…? —dijo Orvert.

Y giró a la izquierda para salvar el obstáculo.

Segundo choque.

—¿Qué le pasa a éste? —se interesó una segunda voz de hombre.

—¡A la cola, como todo el mundo!

Siguió el estallido de carcajadas.

—¿Cómo? —acertó a decir Orvert.

—Está claro —explicó una tercera voz—. Seguro que viene en busca de Nelly.

—Así es —balbuceó Orvert.

—Está bien, pues póngase en la cola —prosiguió el hombre—. Somos unos sesenta ya.

Orvert no respondió. Sentía el corazón desgarrado.

Volvió a ponerse en camino sin esperar a averiguar si ella llevaba o no su delantalillo estampado.

Tomó por la primera a la izquierda. Una mujer venía, precisamente, en sentido contrario.

Tras el choque quedaron, cada uno por su lado, sentados en el suelo.

—Perdón —dijo Orvert.

—La culpa es mía —respondió la mujer—. Usted circulaba por su derecha.

—¿Puedo ayudarla a levantarse? —se ofreció Orvert—. Está usted sola ¿no es así?

—¿Y usted? —preguntó ella a su vez—. ¿No estarán a punto de echárseme encima cinco o seis de una vez?

—¿Seguro que es usted una mujer? —continuó Orvert.

—Compruébelo usted mismo —le contestó ella.

Se habían aproximado el uno al otro, y el hombre pudo sentir contra su mejilla el contacto de unos cabellos largos y sedosos. Ahora estaban de rodillas y de frente.

—¿Dónde encontrar un lugar tranquilo? —preguntó Orvert.

—En el centro de la calzada —dijo la mujer.

Lugar hacia el que se dirigieron, tomando como referencia el bordillo de la acera.

—La deseo —dijo Orvert.

—Y yo a usted —dijo la mujer—. Mi nombre es…

Orvert la cortó.

—Me da lo mismo —dijo—. No quiero saber nada más que lo que mis manos y mi cuerpo me revelen.

—Proceda —le animó la mujer.

—Naturalmente —constató Latuile— va usted sin ropa alguna.

—Igual que usted —respondió ella.

Dicho lo cual, se estrecharon el uno contra el otro.

—No tenemos ninguna prisa —prosiguió la mujer—. Comience por los pies y vaya subiendo.

A Orvert le extrañó la proposición. Se lo dijo.

—De tal manera, podrá ser consciente de todo —explicó la mujer—. No tenemos a nuestra disposición, como usted mismo acaba de constatar, más que el instrumento de investigación que significa nuestra piel. No olvide que su mirada no puede atemorizarme. Su autonomía erótica se ha ido al traste. Seamos francos y directos.

—Habla usted muy bien —dijo Orvert.

—Leo siempre Les Temps Modernes —informó la mujer—. Venga, comience de una vez con mi iniciación sexual.

Cosa que Latuile no se privó de hacer reiteradas veces y de diversas maneras. Ella mostraba indudables condiciones, y el terreno de lo posible es muy amplio cuando no hay temor a que la luz se encienda. Y además, eso ya no se usa, después de todo. Las enseñanzas que le impartió Orvert a propósito de dos o tres truquitos nada desdeñables, y la práctica de un empalme simétrico varias veces repetido, acabaron infundiendo confianza en sus relaciones.

Y allí llevaron, de tal modo, la vida sencilla y regalada que hace a los humanos semejantes al dios Pan.

3

Al cabo de un tiempo, la radio anunció que los sabios estaban constatando una regresión regular del fenómeno, y que el espesor de la niebla aminoraba de día en día.

Como la amenaza era de consideración, se celebró un gran consejo. Muy pronto se encontró una alternativa, pues el genio del hombre nunca deja de sorprender con sus mil facetas. Y cuando la niebla se disipó, según indicaron los aparatos detectores especiales, la vida siguió felizmente su curso pues todos se habían hecho saltar los ojos.

 

1Referencia a la novela de Gustave Flaubert, «Salambó» (1862), que termina con la frase: «Así murió la hija de Amílcar (Salambó), por haber tocado el velo de Tanit».

2Referencia a la novela de Nicholas Wiseman, «Fabiola, o la iglesia de las catacumbas» (1854), en la que Cecilia, que es ciega, guía a Fabiola en la tiniebla de su incertidumbre. La frase en latín, extraída de dicha novela, significa: «¿A dónde vas? ¡Fabiola! ¡Y con tu espíritu!».

Jue05Ene202310:55
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Autor: Gustavo Diaz
Género: Cuento

El hombre de la multitud (Edgar Allan Poe)

 

Ce grand malheur de ne pouvoir être seul.
La Bruyère

Se ha dicho muy bien de cierto libro alemán que «er lasst sich nicht lesen» (que no se deja leer). Hay secretos que no admiten ser descubiertos. Unos hombres mueren en sus lechos por la noche estrujando las manos de espectrales confesores y mirándolos lastimosamente en los ojos; mueren con desesperación en el corazón y convulsiones en la garganta, a causa del horror de los misterios que no permiten ser revelados. De cuando en cuando, ¡ay!, la conciencia humana soporta una carga de tan pesado horror, que no puede desprenderse de ella más que en la tumba. Y por eso queda sin divulgar la esencia de todo crimen.

No hace mucho tiempo, a la caída de una tarde de otoño, me hallaba yo sentado ante la amplia ventana saliente del café D., en Londres. Durante algunos meses había estado enfermo; pero ahora me encontraba en plena convalecencia, y al recuperar mis fuerzas, me sentía en una de esas felices disposiciones de ánimo que son precisamente lo contrario del ennui; disposiciones de la más aguda apetencia, cuando desaparece la película de la visión mental, y el intelecto, electrizado, supera su condición diaria, en tan alto grado como la ardiente y a la vez cándida razón de Leibniz supera la loca y endeble retórica de Georgias. El mero hecho de respirar era un gozo, y ello me producía un positivo placer e incluso muchas fuentes de legítimo dolor. Cada cosa me inspiraba un tranquilo, pero inquisitivo interés. Con un cigarrillo en la boca y un periódico sobre las rodillas, me había divertido durante la mayor parte de la tarde, unas veces en examinar los anuncios, otras en observar la mezclada concurrencia del salón, y otras en contemplar la calle a través de los cristales empañados por el humo.

Esa calle es una de las principales vías de la ciudad, y había estado invadida por la multitud durante todo el día. Pero, al oscurecer, aumentó el gentío por momentos, y cuando encendieron los faroles, dos densas y continuas oleadas de gente pasaban frente a la puerta. No me había yo encontrado nunca antes en una situación semejante a la de aquel momento especial del anochecer, y el tumultuoso océano de cabezas humanas me llenaba, por eso, de una emoción deliciosa y nueva. Al cabo no puse la menor atención en las cosas que ocurrían en el local, y permanecí absorto en la contemplación de la escena de fuera.

Al principio tomaron mis observaciones un giro abstracto y general. Miraba a los transeúntes por masas, y mi pensamiento no los consideraba más que en sus relaciones conjuntas. Pronto, empero, pasé a los detalles y examiné con minucioso interés las innumerables variedades de figura, indumentaria, aire, andares, cara y expresión fisonómica.

La mayor parte de los que pasaban tenían un porte presuroso, como adecuado a los negocios, y parecían preocupados únicamente de abrirse camino entre la multitud. Fruncían las cejas y movían los ojos rápidamente; cuando eran empujados por otros transeúntes no mostraban síntomas de impaciencia, sino que se arreglaban las ropas y se aceleraban. Otros, en mayor número aún, eran de movimientos inquietos; tenían las caras enrojecidas, hablaban y gesticulaban para sí mismos, como si se sintiesen solos a causa del amontonamiento de gentes a su alrededor. Cuando eran detenidos en su marcha, aquellos seres cesaban de pronto de murmurar, pero redoblaban sus gestos y esperaban, con una sonrisa, ausente y excesiva, el paso de las personas que les obstruían el suyo. Si los empujaban, se disculpaban, efusivos, con los autores del empujón, y parecían llenas de azoramiento. Estas dos amplias clases de gentes que acabo de mencionar no tenían ningún rasgo característico de veras. Sus ropas pertenecían a ese género que incluyo en la categoría de decente. Eran, sin duda, caballeros, comerciantes, abogados, artesanos, agiotistas, los eupátridas y el vulgo de la sociedad, hombres ociosos y hombres activamente dedicados a asuntos personales, que regían negocios bajo su propia responsabilidad. No atraían mucho mi atención.

El grupo de los empleados era de los más evidentes, y en él distinguía yo dos divisiones notables. Había los pequeños empleados de casas de relumbrón: unos jóvenes gentlemen de ajustadas levitas, botas relucientes, pelo lustroso y bocas arrogantes. Dejando a un lado cierta gallardía en su porte, que podría ser denominada de despacho a falta de una palabra mejor, el carácter de aquellas personas parecía ser un facsímil exacto de lo que había constituido la perfección del bon ton doce o dieciocho meses antes. Exhibían la gracia de desecho de la clase media, y esto, creo yo, implica la mejor definición de su clase.

La división de los altos empleados de casas sólidas, o de los steady old fellows, era imposible de confundir. Se los reconocía por sus levitas y pantalones negros o marrones de hechura cómoda, por sus corbatas y chalecos blancos, por su calzado holgado y de sólida apariencia, con medias gruesas o botines. Tenían todos la cabeza ligeramente calva, y las orejas rectas, utilizadas hacía largo tiempo para sostener la pluma, habían adquirido un singular hábito de separación en su punta. Observé que se quitaban o se ponían sus sombreros con ambas manos, y que llevaban relojes con cortas cadenas de oro de un modelo sólido y antiguo. Tenían la afectación de la respetabilidad, si es que puede existir realmente una afectación tan honorable.

A varios de esos individuos de arrogante aspecto, los reconocí pronto como pertenecientes a la raza de los rateros elegantes, que infesta todas las grandes ciudades. Vigilé a aquella clase media con verdadera curiosidad, y me resultó difícil imaginar cómo podrían ser confundidos con unos gentlemen por los propios gentlemen. Los puños de sus camisas, que asomaban demasiado, y su aire de excesiva franqueza los traicionaba enseguida.

Los tahúres —que descubrí en gran cantidad— eran todavía más fáciles de reconocer. Llevaban toda clase de trajes, desde el del arrojado tramposo camorrista, con chaleco de terciopelo, corbata de fantasía, cadena dorada y botones de filigrana, hasta el de pastor protestante, de tan escrupulosa sencillez, que nada podía ser menos propenso a la sospecha. Todos, sin embargo, se distinguían por cierto color moreno de su curtido cutis, por un apagamiento vaporoso del ojo y por la palidez de sus estrechos labios. Había, además, otros dos rasgos, por los cuales podía yo siempre descubrirlos: el tono bajo y cauteloso en la conversación, y un más que ordinario estiramiento del pulgar hasta formar ángulo recto con los demás dedos. Muy a menudo, en compañía de aquellos pícaros, he observado una clase de hombres algo diferentes en su vestimenta, pero que eran pájaros del mismo plumaje. Se los puede definir como caballeros que viven de su ingenio. Parecen dividirse para devorar al público en dos batallones: el de los dandis y el de los militares. En la primera clase los rasgos característicos son cabellos largos y sonrisas, y en la segunda, levitas haldudas y ceño fruncido.

Descendiendo en la escala de lo que se llama nobleza, encontré temas de meditación más sombríos y profundos. Vi judíos buhoneros con ojos centelleantes de halcón en rostros cuyos otros rasgos mostraban no más una expresión de abyecta humildad; porfiados mendigos profesionales empujando a pobres de mejor calaña a quienes solo la desesperación había arrojado en público a la noche para implorar la caridad; débiles y lívidos inválidos a quienes tenía asidos con mano firme la muerte y que se retorcían y se tambaleaban entre la multitud, mirando, suplicantes, a todas las caras, como en busca de algún fortuito consuelo, de alguna esperanza perdida; modestas muchachas que volvían de una dura y prolongada labor hacia un triste hogar, y retrocedían más llorosas que indignadas ante las miradas de los rufianes cuyo contacto directo no podían evitar, a pesar suyo; rameras de todas las clases y de todas las edades, la inequívoca belleza en el primor de su feminidad, que hacía recordar la estatua de Luciano, cuya superficie era de mármol de Paros, y cuyo interior estaba lleno de inmundicias; la leprosa harapienta, repugnante y completamente decaída; la arrugada y pintarrajeada bruja, cargada de joyas, haciendo un último esfuerzo hacia la juventud; la adolescente pura, de formas sin acusar, pero entregada ya, por una larga camaradería, a las horrendas coqueterías de su comercio y ardiendo con frenética ambición por verse colocada al nivel de sus mayores en el vicio; innumerables e indescriptibles borrachos —algunos, andrajosos y llenos de remiendos, tambaleándose, desarticulados, con caras tumefactas y ojos empañados; otros, vistiendo ropas enteras, aunque sucias, con una fanfarronería un tanto vacilante, gruesos labios sensuales y caras rubicundas de franca apariencia; otros, vestidos con telas que en otro tiempo fueron buenas y que aun ahora estaban cepilladas con esmero—; hombres que andaban con un aire más firme y flexible de lo natural, pero cuyos rostros estaban espantosamente pálidos, cuyos ojos eran atrozmente feroces e inyectados, y que, mientras avanzaban a grandes pasos entre la multitud, agarraban con trémulos dedos todos los objetos que encontraban a su alcance; y junto a ellos, pasteleros, recaderos, cargadores de carbón, deshollinadores, tocadores de organillo, domadores de monos, vendedores de canciones, que entonaban otros mientras ellos las vendían; artesanos harapientos y obreros extenuados de todas clases, desbordantes de una ruidosa y desordenada viveza que irritaba el oído con sus discordancias y aportaba una sensación dolorosa a los ojos.

Conforme se hacía más profunda la noche, se hacía también más hondo mi interés por la escena, pues no solo se alteraba el carácter general de la multitud (sus rasgos más nobles desaparecían con la retirada gradual de la parte más tranquila de la gente, y los groseros se ponían más de relieve a medida que la última hora sacaba a cada especie infamante de su guarida), sino que los rayos de los faroles, débiles al principio en su lucha con el día agonizante, recobraban al cabo su ascendiente y proyectaban sobre todas las cosas una luz incierta y deslumbradora. Todo estaba oscuro, y sin embargo, brillante, como ese ébano al cual se ha comparado el estilo de Tertuliano.

Los extraños efectos de la luz me obligaron a examinar las caras de los individuos; y aunque la rapidez con que pasaba aquel mundo luminoso ante la ventana me impidiera lanzar más de una ojeada sobre cada rostro, me parecía que, dado mi peculiar estado mental, podía con frecuencia leer en el breve intervalo de una ojeada la historia de largos años.

Con la frente pegada al cristal, estaba yo así dedicado a escudriñar la multitud, cuando de repente apareció ante mi vista una cara (que era la de un viejo decrépito, de unos sesenta y cinco o setenta años), una cara que enseguida atrajo y absorbió mi atención, a causa de la absoluta idiosincrasia de su expresión. No había yo visto nunca antes nada ni remotamente parecido a aquella expresión. Recuerdo bien que mi primer pensamiento, al verla, fue que Retzsch, de haberla observado, la hubiera preferido con mucho para sus encarnaciones pictóricas del demonio. Cuando intentaba, durante el breve instante de mi primer vistazo, efectuar algún análisis del sentimiento transmitido, noté surgir, confusas y paradójicas, en mi espíritu unas ideas de amplia potencia mental, de cautela, de ruindad, de avaricia, de frialdad, de maldad, de sed sanguinaria, de triunfo, de alegría, de excesivo terror, de intensa y suprema desesperación. Me sentí singularmente despierto, sobrecogido, fascinado.

«¡Qué extraña historia —me dije a mí mismo— está escrita en ese pecho!» Tuve entonces un vehemente deseo de no perder de vista a aquel hombre, de saber más de él. Me puse deprisa el gabán, y cogiendo mi sombrero y mi bastón, me abrí camino por la calle y me lancé entre la multitud en la dirección que le había visto tomar, pues había desaparecido ya. Con cierta dificultad conseguí al fin divisarle, me aproximé y le seguí de cerca, aunque con precaución para no atraer su atención.

Tenía ahora una buena oportunidad de examinar su persona. Era de pequeña estatura, muy delgado y muy débil en apariencia. Sus ropas, en general, estaban sucias y harapientas; pero como pasaba de cuando en cuando bajo la fuerte claridad de un farol, observé que su ropa blanca aunque manchada era de buena clase, y si no me engañó mi vista, a través de un desgarrón del roquelaure abrochado hasta la barbilla y adquirido en una prendería, sin duda, en que se envolvía, entreví el refulgir de un brillante y de un puñal. Estas observaciones avivaron mi curiosidad, y decidí seguir al desconocido a donde fuera.

Era ya noche cerrada, y sobre la ciudad caía una niebla densa y húmeda que acabó en una lluvia copiosa y continua. Este cambio de tiempo tuvo un efecto raro sobre la multitud, que se agitó toda ella con una nueva conmoción y quedó oculta por un mundo de paraguas. La ondulación, los empellones y el zumbido crecieron diez veces más. Por mi parte, no me fijé mucho en la lluvia, pues tenía aún en las venas una antigua fiebre en acecho, que hacía que la humedad me resultase un tanto peligrosamente grata. Anudé un pañuelo alrededor de mi cuello y me mantuve firme. Durante una media hora el viejo se abrió camino con dificultad por la calle, y yo anduve casi pisándole los talones para no perderle de vista. Como no volvió nunca la cabeza, no me vio. Luego torció por una calle transversal que, aun estando llena de gente, no se hallaba tan atestada como la principal de la que acababa él de venir. Aquí tuvo lugar un visible cambio en su actitud. Caminó mucho más despacio y con menos decisión que antes, vacilando mucho. Cruzó y volvió a cruzar la vía, sin finalidad aparente, y la multitud era tan espesa que a cada uno de estos movimientos me veía obligado a seguirle más de cerca. Era una calle estrecha y larga, y su paseo se prolongó casi una hora, durante la cual fueron disminuyendo los transeúntes hasta reducirse a la cantidad que se ve de ordinario a las doce del día en Broadway, cerca del parque; hasta tal punto es grande la diferencia entre la población londinense y la de la ciudad estadounidense más populosa. Un segundo giro nos llevó a una plaza brillantemente iluminada y desbordante de vida. Reapareció la primera actitud del desconocido. Su mentón se hundió sobre su pecho, mientras sus ojos giraron con viveza bajo sus cejas fruncidas en todos sentidos hacia cuantos le rodeaban. Apresuró el paso con regularidad e insistencia. Me sorprendió, no obstante, cuando hubo dado la vuelta a la plaza, que retrocediese sobre sus pasos. Y me asombró aún más verle repetir el mismo paseo varias veces, estando a punto de que me descubriera al girar sobre sus talones con un movimiento repentino.
En aquel ejercicio consumió otra hora, al final de la cual fuimos menos obstaculizados por los transeúntes que al principio. Caía con fuerza la lluvia, refrescaba el aire, y la gente se retiraba a sus casas. Con un gesto de impaciencia, el errabundo se adentró por una calle oscura, relativamente solitaria. A lo largo de ella corrió un cuarto de milla o cosa así con una agilidad que no hubiera yo imaginado en un hombre de tanta edad, costándome mucho trabajo seguirle. En pocos minutos desembocamos en un amplio y bullicioso ferial, de cuya topografía parecía bien enterado el desconocido, quien volvió a adoptar su aparente actitud primitiva, abriéndose camino aquí y allá entre el gentío de compradores y vendedores.

Durante la hora y media, aproximadamente, que pasamos en aquel lugar, necesité mucha cautela para no perderle de vista sin atraer su atención. Por fortuna, llevaba yo chanclos de caucho, y podía moverme en un perfecto silencio. No se dio cuenta ni por un solo momento de que yo le espiaba. Entraba tienda por tienda, no preguntaba el precio de nada, ni decía una palabra, y examinaba todos los objetos con una mirada fija y ausente. Estaba yo ahora asombrado por completo de su conducta, y adopté la firme resolución de no separarme de aquel hombre hasta haber satisfecho de alguna manera mi curiosidad con respecto a él.

Un reloj de sonora campanada dio las once y todo el público se marchó del mercado acto seguido. Un tendero, al bajar el cierre, dio un codazo al viejo, y en el mismo momento vi que recorría su cuerpo un estremecimiento. Se precipitó en la calle, miró a su alrededor durante un instante, y luego huyó con una increíble velocidad por las numerosas y tortuosas callejuelas desiertas, hasta que desembocamos de nuevo en la gran vía de donde habíamos partido, la calle donde estaba el café D. Sin embargo, no tenía ya el mismo aspecto. Seguía estando brillantemente iluminada por el gas; pero caía furiosa la lluvia y se veían pocos transeúntes. El desconocido palideció. Dio unos pasos, pensativo, por la avenida antes populosa; luego, con un fuerte suspiro, torció en dirección del río, y adentrándose en una amplia diversidad de calles apartadas, llegó, por último, ante uno de los principales teatros. Estaban cerrándolo, y el público salía apiñado por las puertas. Vi al viejo abrir la boca como para respirar cuando se metió entre el gentío; pero me pareció que la intensa angustia de su cara se había calmado en cierto modo. Volvió a hundir la cabeza en su pecho, y apareció tal como le había visto la primera vez. Observé que se dirigía ahora hacia el mismo lado que el público, aun cuando, en suma, no podía yo comprender la rara obstinación de sus actos.
Mientras él avanzaba, se iba desperdigando la gente, y se repitieron su malestar y vacilaciones. Durante un rato siguió de cerca a un grupo de diez o doce alborotadores; pero poco a poco, uno por uno, se fueron separando, hasta quedar reducidos solo a tres, en una calleja estrecha y lóbrega, escasamente frecuentada. El desconocido hizo un alto, y durante un momento, pareció absorto en sus pensamientos; luego, con una agitación muy marcada, siguió con rapidez una calle que nos condujo a las afueras de la ciudad, por sitios muy diferentes de los que habíamos cruzado antes. Era el barrio más hediondo de Londres, donde todas las cosas ostentan la marca de la miseria más deplorable y del crimen más desenfrenado. A la luz débil de un farol casual se veían casas de madera altas, antiguas, carcomidas, tambaleantes, en direcciones tan diversas y caprichosas, que apenas se divisaba entre ellas la apariencia de un paso. Los adoquines estaban esparcidos al azar, sacados de sus huecos por la profusa hierba tenaz. Horribles inmundicias se pudrían en las alcantarillas cegadas. Toda la atmósfera rebosaba desolación. No obstante, mientras avanzábamos, se reavivaron los ruidos de la vida humana con firmeza gradual, y por último, nutridos grupos de la chusma más malvada se movieron vacilantes aquí y allá. Palpitaron de nuevo los ánimos del viejo, como una lámpara que está pronta a extinguirse. Una vez más se precipitó hacia delante con elástico paso. De repente volvimos una esquina, ardió ante nuestra vista una fulgurante luz, y nos encontramos ante uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra.

Ahora era ya casi el alba; pero aún se apretujaba un tropel de miserables borrachos por dentro y por fuera de la fastuosa puerta. Casi con un grito de alegría se abrió paso el viejo entre ellos, readquirió enseguida su primitivo porte, y se puso a pasear arriba y abajo, sin objeto apreciable. No llevaba mucho tiempo dedicado a esta tarea, cuando un fuerte empujón hacia las puertas reveló que el dueño iba a cerrarlas por la hora. Lo que observé entonces en la cara del ser singular a quien espiaba yo tan tenazmente fue algo más intenso que la desesperación. Sin embargo, no vaciló en su carrera; pero con una energía loca, volvió sobre sus pasos de pronto hacia el corazón del poderoso Londres. Huyó largo rato con suma rapidez mientras yo le seguía con aturdido asombro, resuelto a no abandonar una investigación por la que sentía un interés de todo punto absorbente. Salió el sol mientras seguíamos marchando, y cuando hubimos llegado otra vez al más atestado centro comercial de la populosa ciudad, la calle del café D., presentaba esta un aspecto de bullicio y de actividad humana casi igual al que había yo presenciado en la noche anterior. Y allí, entre la confusión que aumentaba por momentos, persistí en mi persecución del desconocido. Pero, como de costumbre, él andaba de un lado para otro, y durante todo el día no salió del torbellino de aquella calle. Y cuando las sombras de la segunda noche iban llegando, me sentí mortalmente cansado, y deteniéndome bien de frente al errabundo, le miré con decisión a la cara. No reparó en mí, y reanudó su solemne paseo, en tanto que yo, dejando de seguirle, permanecí absorto en aquella contemplación.

—Este viejo —dije por fin— es el tipo y el genio del crimen profundo. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería inútil seguirle, pues no lograría saber más de él ni de sus actos. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae y quizá una de las grandes mercedes de Dios sea que er lasst sich nicht lesen: que no se deja leer.

 

Jue05Ene202310:26
Información
Autor: Gustavo Diaz
Género: Cuento

¡Cómo para confundirse! (Villiers de L'Isle-Adam)

 

 

A Monsieur Henri de Bornier. 

Dardant on ne sait où leurs globes téné breux.
C. Baudelaire

Una mañana gris de noviembre bajaba por los muelles con paso rápido. Una fría llovizna mojaba la atmósfera. Transeúntes negros, sombríos bajo paraguas deformes, se entrecruzaban. El Sena amarillento arrastraba sus barcos mercantes que semejaban abejorros desmesurados. En los puentes, el viento azotaba bruscamente los sombreros que sus dueños disputaban al espacio con esas actitudes y contorsiones de espectáculo siempre tan penoso para el artista. Mis ideas eran pálidas y brumosas; la preocupación de una cita de negocios, convenida la víspera, me acosaba la imaginación. El tiempo apremiaba; decidí resguardarme bajo el tejadillo de un portal desde donde me sería más cómodo parar algún coche de caballos. En ese mismo instante divisé justo a mi lado la entrada de un edificio cuadrado, de aspecto burgués. Había surgido de la bruma como un fantasma de piedra y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar del vaho triste y fantástico que lo envolvía, reconocí enseguida un cierto aire de hospitalidad cordial que me serenó el espíritu. Seguramente —me dije— los huéspedes de esta morada son gentes sedentarias. Este umbral invita a detenerse: ¿acaso no está abierta la puerta?

Así pues, con la mayor educación del mundo, con aire satisfecho y el sombrero en la mano —meditando incluso un madrigal para la dueña de la casa—, entré sonriente y me encontré, directamente, ante una especie de sala de techo acristalado, desde donde caía el día, lívido.

En las columnas había ropa colgada, bufandas, sombreros.

Había mesas de mármol dispuestas por todas partes.

Diversos individuos, con las piernas estiradas, la cabeza erguida, los ojos fijos, con un aire positivista, parecían meditar.

Y las miradas carecían de pensamiento, los rostros eran del color del tiempo.

Había portafolios abiertos, papeles desplegados junto a cada uno de ellos.

Y me di cuenta entonces de que la dueña de la casa, con cuya acogedora cortesía había contado, no era otra que la Muerte.

Me fijé en mis anfitriones.

Ciertamente, para escapar de las preocupaciones de la fastidiosa existencia, la mayor parte de los que ocupaban la sala habían asesinado su cuerpo, esperando de este modo un poco más de bienestar.

Al escuchar el ruido de los grifos de cobre sellados contra el muro y destinados al riego cotidiano de aquellos restos mortales, oí el rodar de un coche de caballos. Se detuvo ante el establecimiento. Hice la reflexión que mis gentes de negocios esperaban. Me volví para aprovechar mi buena suerte.

El coche, en efecto, acababa de arrojar en el umbral del edificio a unos colegiales juerguistas que necesitaban ver a la muerte para creer en ella.

Vi el carruaje vacío y grité al cochero:

—¡Al Pasaje de la Opera!

Poco después, en los bulevares, el tiempo me pareció más cubierto, sin horizonte. Los arbustos, vegetación esquelética, parecían mostrar vagamente, con el borde de sus ramas negras, la presencia de los peatones a los agentes de policía, todavía adormecidos.

El coche aceleraba.

Los transeúntes, a través del cristal, me hacían pensar en el agua que corre.

Llegado a mi destino, salté a la acera y me adentré en el pasaje lleno de rostros preocupados.

En su extremo, justo enfrente de mí, vi la entrada de un café —hoy día consumido en un incendio célebre (pues la vida es un sueño)—, y que estaba relegado al fondo de una especie de hangar, bajo una bóveda cuadrada, de aspecto lúgubre. Las gotas de lluvia que caían en la cristalera superior oscurecían aún más la pálida luz del sol.

«Aquí es» pensé «donde me esperan, con la copa en la mano, los ojos brillantes y provocando al Destino, mis hombres de negocios».

Giré el picaporte y me encontré, directamente, en una sala donde el día caía desde lo alto, a través de la vidriera, lívido.

En las columnas había ropa colgada, bufandas, sombreros.

Había mesas de mármol dispuestas por todas partes.

Diversos individuos, con las piernas estiradas, la cabeza erguida, los ojos fijos, con un aire positivista, parecían meditar.

Y los rostros eran del color del tiempo, las miradas carecían de pensamiento.

Había portafolios abiertos, papeles desplegados junto a cada uno de ellos.

Observé a estos hombres.

Ciertamente, para escapar de las obsesiones de la insoportable conciencia, la mayoría de los que ocupaban la sala hacía tiempo que habían asesinado sus «almas», esperando así un poco más de bienestar.

Al escuchar el ruido de los grifos de cobre sellados contra el muro y destinados al riego cotidiano de aquellos restos mortales, el recuerdo del rodar del coche de caballos me vino a la memoria.

Desde luego, me dije, es preciso que a este cochero se le haya nublado el entendimiento para haberme traído, después de tantas vueltas, al punto de partida. —Sin embargo, lo confieso (por si hubiera error)—. ¡EL SEGUNDO VISTAZO ES MÁS SINIESTRO QUE EL PRIMERO…!

Cerré, pues, nuevamente en silencio la puerta acristalada y volví a mi casa, con la firme decisión —desdeñando el ejemplo y lo que me pudiera suceder—, de no hacer negocios nunca más.

Jue05Ene202310:03
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Autor: Gustavo Diaz
Género: Cuento

El gigante egoísta (Oscar Wilde)

 

Todas las tardes, al volver del colegio, los niños tenían la costumbre de ir a jugar al jardín del gigante.

Era un amplio y hermoso jardín, con un suave y verde césped. Brillaban aquí y allí bellas flores entre la hierba, como estrellas, y había doce melocotoneros que, en primavera, se cubrían con una delicada floración blanquirrosada y que, en otoño, daban hermoso fruto. Los pájaros posados sobre los árboles cantaban con tanta dulzura que los niños solían interrumpir sus juegos para escucharlos.

—¡Qué dichosos somos aquí! —se gritaban unos a otros.

Un día volvió el gigante. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y vivió siete años con él. Al cabo de los siete años había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió regresar a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en su jardín.

—¿Qué hacéis aquí? —les gritó con voz agria. Y los niños huyeron, corriendo.

—Mi jardín es mi jardín —dijo el gigante—. Todos deben entenderlo así, y no permitiré que nadie más que yo juegue en él.

Lo cercó entonces con un alto muro, y colocó este cartel:

PROHIBIDA LA ENTRADA
SE PROCEDERÁ JUDICIALMENTE
CONTRA LOS TRANSGRESORES

Era un gigante muy egoísta. Los pobres niños no tenían ahora sitio donde jugar.

Lo intentaron en la carretera, pero la carretera estaba muy polvorienta, toda llena de agudas piedras, y no les gustó.

Tomaron la costumbre de pasearse, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.

—¡Qué felices éramos ahí! —se decían unos a otros.

Entonces llegó la primavera, y en todo el país aparecieron pajaritos y florecillas.

Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba siendo invierno. Los pájaros, desde que no había niños, no tenían interés en cantar, y los árboles se olvidaron de florecer.

En cierta ocasión una bonita flor levantó su cabeza sobre el césped; pero al ver el cartelón se entristeció tanto pensando en los niños que se dejó caer de nuevo en tierra, y se volvió a dormir.

Los únicos que se alegraron fueron el hielo y la nieve.

—La primavera se ha olvidado de este jardín —exclamaban—, gracias a esto viviremos en él todo el año.

La nieve extendió su gran manto blanco sobre el césped, y el hielo pintó de plata todos los árboles. Entonces invitaron al viento del norte a pasar una temporada con ellos, y él fue. Estaba envuelto en pieles, y bramaba durante todo el día por el jardín, derribando chimeneas.

—Este es un sitio delicioso —decía—. Diremos al granizo que nos haga una visita.

Y llegó el granizo. Todos los días, durante tres horas, tocaba el tambor sobre la techumbre del castillo, hasta que rompió casi todas las tejas, y entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín, corriendo lo más deprisa que pudo. Iba vestido de gris, y su aliento era como el hielo.

—No comprendo por qué la primavera tarda tanto en llegar —decía el gigante egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín blanco y frío—. ¡Espero que cambie el tiempo!

Pero la primavera no llegaba nunca, ni el verano tampoco. El otoño trajo frutos dorados a todos los jardines, pero no dio ninguno al del gigante.

—Es demasiado egoísta —dijo.

Y era siempre invierno en casa del gigante, y el viento del norte, el granizo, el hielo y la nieve danzaban por entre los árboles.

Una mañana, el gigante, acostado en su lecho, pero despierto ya, oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que le hizo imaginarse que el rey de los músicos pasaba por allí. En realidad, era un jilguerillo que cantaba en su ventana, pero como no había oído a un pájaro en su jardín desde tanto tiempo atrás, le pareció la música más bella del mundo. Entonces el granizo dejó de bailar sobre su cabeza, y el viento del norte de rugir, y un perfume delicioso llegó hasta él por la ventana abierta.

—Creo que ha llegado, al fin, la primavera —dijo el gigante; y saltando del lecho, se asomó y miró afuera.

¿Qué fue lo que vio?

Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños se habían escurrido en el jardín y se habían encaramado a los árboles. Sobre todos los árboles que alcanzaba a ver había un niñito. Y los árboles se sentían tan dichosos de sostener de nuevo a los niños que se habían cubierto de flores, y agitaban con gracia sus brazos sobre las cabezas infantiles. Los pájaros revoloteaban de aquí para allá, cantando con delicia, y las flores reían, irguiendo sus cabezas sobre el césped. Era un bello cuadro; solo en un rincón seguía siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, que no había podido alcanzar las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor llorando con amargura. El pobre árbol estaba aún cubierto por completo de hielo y nieve, y el viento del norte soplaba y rugía por encima de él.

—¡Sube, pequeño! —decía el árbol, y le tendía sus ramas, inclinándolas cuanto podía; pero el niño era demasiado pequeño.

El corazón del gigante se enterneció al mirar hacia afuera.

«¡Qué egoísta he sido! —se dijo—. Ya sé por qué la primavera no ha querido venir aquí. Voy a encaramar a ese pobre pequeñuelo sobre la copa del árbol, y luego tiraré el muro, y mi jardín será ya siempre el sitio de recreo de los niños».

Estaba verdaderamente arrepentido de lo que había hecho.

Bajó las escaleras, abrió de nuevo la puerta con toda suavidad, y entró en el jardín. Pero cuando los niños le vieron se quedaron tan aterrorizados que huyeron, y el jardín se quedó otra vez como en invierno. Solo el niño pequeñito no había huido, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas que no vio venir al gigante. Y el gigante se deslizó hasta su espalda, lo cogió cariñosamente con sus manos y lo depositó sobre el árbol. El árbol floreció de inmediato, y los pájaros fueron a posarse y a cantar sobre él, y el niñito extendió los brazos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó. Y los otros niños, viendo que el gigante ya no era malo, se acercaron corriendo, y la primavera volvió con ellos.

—Desde ahora este es vuestro jardín, pequeñuelos —dijo el gigante, y, cogiendo un hacha muy grande, echó abajo el muro. Y cuando las gentes pasaron al mediodía hacia el mercado vieron al gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que hubiesen visto nunca.

Estuvieron jugando durante todo el día, y al caer la noche fueron a decir adiós al gigante.

—Pero… ¿dónde está vuestro compañerito —les preguntó—, ese chiquillo que subí al árbol?

A él era a quien quería más el gigante, porque le había besado.

—No lo sabemos —respondieron los niños—; se ha ido.

—Decidle que venga mañana sin falta —repuso el gigante.

Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que no lo habían visto nunca hasta entonces; y el gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes, a la salida del colegio, venían los niños a jugar con el gigante. Pero ya no se volvió a ver al pequeñuelo a quien quería tanto. El gigante era muy bondadoso con todos los niños; pero echaba de menos a su primer amiguito y hablaba de él con frecuencia.

—¡Cuánto me gustaría verle…! —solía decir.

Pasaron los años, y el gigante envejeció mucho y fue debilitándose. Ya no podía tomar parte en los juegos; permanecía sentado en un gran sillón viendo jugar a los niños y admirando su jardín.

—Tengo muchas flores bellas —decía—, pero los niños son las flores más bellas de todas.

Una mañana de invierno, mientras se vestía, miró por la ventana. Ya no detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el reposo de las flores.

De pronto, atónito, se frotó los ojos y miró y miró. Lo cierto es que era una visión maravillosa. En el rincón más apartado del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Sus ramas eran todas doradas, y colgaban de ellas frutos de plata, y debajo estaba, en pie, el pequeñuelo a quien quiso tanto.

El gigante se precipitó por las escaleras con gran alegría, y salió al jardín. Corrió por el césped y se acercó al niño. Y cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:

—¿Quién se ha atrevido a herirte?

Pues en las palmas de las manos del niño y en sus piececitos se veían las señales de dos clavos.

—¿Quién se ha atrevido a herirte? —gritó el gigante—. Dímelo. Iré a por mi gran espada y le mataré.

—No —respondió el niño—; estas son las heridas del amor.

—¿Quién eres? —preguntó el gigante; y un extraño temor le invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeñuelo.

Y este sonrió al gigante y le dijo:

—Me dejaste jugar una vez en tu jardín; hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.

Y cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de flores blancas.

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