Estábamos hartas de la profesora y su odiosa costumbre de comparar nuestra desprolija y mala educación con la rutilante pulcritud de sus hermosas hijas, cuyas virtudes, según sus monólogos, le impedían medir cuál de ellas superaba a las otras en perfección.
A nosotras la adolescencia sólo nos permitía pensar en el egreso como un mero trámite que nos ayudaría a conseguir, en el mejor de los casos, un trabajo de teleoperadora con un salario suficiente para comprar zapatillas de colores. Por eso, sufríamos horrores con el cáliz de las rancias lecciones de Historia, las inútiles de Sociología y las exasperantes de Estadística, sintiendo que nuestro promedio se desangraba décima a décima merced del ánimo de esa vampira pedagógica, a quien ni la ética profesional ni la moral religiosa desviaban de lo único que parecía importarle en su frustrada y mal pagada existencia: hablar de sus dulces, gráciles y talentosas hijas que, por impecables e inhóspitas, nos parecían nada más que tres calcomanías de doncellas inusualmente altas, delgadas hasta la desnutrición, con piel transparente y pecas, aburridísimas, pues sus habilidades se limitaban sólo a ser la luz y sentido de esa madre quien, consciente de tenernos atrapadas de un pezón, nos obligaba a poner recta la espalda, juntar las rodillas, lavarnos el maquillaje y peinar nuestras mechas mestizas.
Pasamos casi toda la secundaria carcomidas por el óxido de la injusticia social y el odio hacia las tres inocentes, hasta la inesperada mañana en que la “profe de Historia” no apareció. Decidimos que estaba haciendo trámites o sufría una gripe, y celebramos de formas muy creativas el largo y repetido recreo, que duró el mismo glorioso tiempo que la dirección del colegio tardó en enviar al conserje hacia el domicilio de la docente, donde descubrieron que su apasionado corazón no había resistido más desengaños, y se detuvo antes que ella abriera la puerta para salir, cuatro días atrás. Ese fue el motivo por el cual todas, sin excepción, debimos limpiarnos el maquillaje, ordenar nuestros peinados, guardar silencio y mantenernos derechas para que, al menos en su funeral, la profesora sintiera el orgullo de nuestra buena educación, puesto que sus hijas resultaron ser tan maravillosas como imaginarias y su único talento fue el de mitigar con sueños el dolor de una mujer que estaba harta de su odiosa y miserable soledad.
Uriel Blanco