El resucitado
Sergio A. Amaya Santamaría
El resucitado
20/02/2022 2202200521967
Las campanas de la iglesia doblan a difunto. Es una tarde apacible de verano y las golondrinas revolotean en busca de sus nidos y algunas nubes intentan cubrir los abrasantes rayos del sol que durante horas han calcinado las tierras desérticas. Por el polvoso camino vienen unos hombres que cargan al muerto.
–Es el viejo Jacinto ─dice un lugareَño─, lo jallaron muerto cerca de la barranca, traiba atado al lomo un tercio grande de leña. Ya era muy viejo, pero no dejaba de trabajar. Cuando la plaga aquella del chapulín, hará sus buenos treinta años, el Jacinto ya era un hombre de respeto, serio, de pocos amigos, pero muy leal, derecho el hombre; un apretón de manos era un compromiso para toda la vida.
–En una parihuela de horcones de mezquite ─relata el vecino─, envuelto en una cobija, llevan al Jacinto.
Lo cargan sus dos hijos, Encarnación, el mayor y Rosendo el de en medio; Asunción, el más chamaco, se robó a una muchacha y nunca han vuelto al rancho. Dos amigos de los hijos los ayudan a cargarlo, detrás vienen unas mujeres cubiertas con sus rebozos y rezan el Rosario. El perro prieto del Jacinto camina debajo del cuerpo, como pa cuidar la sombra de su amo. Hasta el viento parece detenerse al paso del fúnebre cortejo. Solo se miran las patas enguarachadas del Jacinto.
–¡Ah!, cómo recuerdo al viejo ─continúa el vecino─, era bromista, dentro de su seriedad, pero solo con sus amigos, con quienes se tomaba una cerveza y jugaba un conquián.
El señor Cura don Jorgito los espera a la entrada del templo, con el agua bendita y su monaguillo con unas flores blancas; mientras que Antonio el sacristán hace las maromas de la campana gorda, esa que suena triste cuando se trata de un difunto. Nunca le gustó el sonido al Jacinto.
El señor Cura le echa el agua bendita al cuerpo, camina por delante y entran al templo, los muchachos bajan el cuerpo a medio pasillo, antes del comulgatorio; se quitan los sombreros y se hincan, con las caras largas de tristeza y encienden unas ceras.
Entre tanto, Jacinto mira a los hombres que cargan su cuerpo muerto.
─¡Hey, pérense! Si yo no estoy muerto, ha de ser una vacilada de mi compadre Madronio. ¡Pos qué no me miran!, yo toy vivo.
Intenta detener a uno de sus hijos, pero su mano pasa a través del brazo del muchacho sin lograr asirlo. Entonces se abalanza para querer tirarlo, pero de nueva cuenta pasa el cuerpo de su hijo, cae al lado contrario.
─¡Ah Dios!, pos qué ¿en verdad ya soy difunto?
–En una ocasión pregunté al padrecito ─recuerda, dice en voz baja─, «pa’qué eran las velas y me dijo que pa’aluzar al alma del difunto el negro camino al purgatorio… Pue’que sea…»
Las mujeres, hincadas a la izquierda del difuntito, rezan y rezan, chillan y chillan… Los hombres muy serios, le dan vueltas al sombrero, como que quieren que ya se acabe el asunto, saben que en el jacal del Jacinto habrá mezcalito y café… pa velar al difuntito. Ya se oye la música que fueron a traer del rancho Las Adjuntas, para animarle la velada al Jacinto. El perro prieto se encuentra echado, con la cabeza apoyada en las patas del cuerpo.
El padre Jorgito, con su estola morada colgada al cuello, lee los rezos de un librito prieto que siempre carga en su morral.
De pronto, Jacinto siente como un fuerte tirón y se empieza a remover dentro de la cobija.
Todos se encuentran ocupados en sus propios piensos, nadie mira que, la cobija que envuelve al Jacinto se empieza a mover, cada vez más recio, hasta que se dan cuenta los que se encuentran cerca.
—¡Ave María Purísima! ─exclama el padrecito, mientras corre para salir de la iglesia─.
Unos y otros salen a trompezones ─mira Jacinto divertido─, alguno tumba a la Cuca, mi mujer, ni sus hijos se esperan a ver qué sucede. Todos se juntan afuera, en el atrio, alrededor del padrecito, que hace invocaciones y echa agua bendita hacia el difunto, aunque éste se encuentra en su lugar, donde lo dejaron sus hijos.
Al fin se levanta; Jacinto logra quitarse la cobija y se sienta, mira a todos lados, con unos ojotes de espantado. Luego se levanta y arrastra los huaraches y la cobija, ya sale del templo.
—¡Ora!, ¿qué me miran?, ni que hubieran visto un espanto.
Al fin la Cuca se acerca a su hombre, temerosa, como que espera que el Jacinto la destruya con un rayo.
—¿Tas vivo, viejo?
—A qué pregunta tan babosa, ‘ámonos pal jacal que ya mi’anda de hambre.
Todos se alejan… Se habla de un milagro… Se dice que es cosa de brujería. Se dicen muchas cosas, solo Dios sabrá si fue un ataque o un milagro. El perro prieto corre y salta alrededor del Jacinto, parece que es al único que solo le importa que su amo esté vivo. Mientras el sol se oculta detrás del cerro del Tompiate, las golondrinas se van asosegando, ya están en su querencia, en su nido.
Cuando tiempo después se supo morir el Jacinto, la misma Cuca y sus hijos lo metieron a un cajón y lo llenaron de clavos… por las dudas…
–Así jue el asunto ese del Jacinto ─finalizó el espontáneo narrador─, yo mesmamente lo vide; yo era muy chamaco tonces, pero bien que me acuerdo. ¡Órale, Ponciano!, échale más mezcalito a mi vaso, que de tanto hablar se me seca el gaznate.
FIN
Enero 25 de 2013
Ciudad Juárez, Chih.
Febrero 19 de 2021
Playas de Rosarito, B.C.