Hay un señor presuntuoso detenido en la acera. Mira su reloj con gallardía. Él sabe que a veces, dentro de los autobuses y detrás de los parabrisas, las señoras bien vestidas quedan prisioneras del calor y del semáforo, sin posibilidad de escapatoria. Entonces, desventuradas, pueden soñar con él, un caballero que, como si fuese a caballo, guarda la mano en el bolsillo, la saca, estira la muñeca, y mira la hora, inconsciente de que tanto las damas como él, y los niños, y los autos, y el verano con las cuatro esquinas de las dos calles, están fijos en la hora en que todo se atora, menos el tiempo.
El señor observa el reloj, pero no advierte cómo su rostro se estampa en el pequeño cristal, ni como su figura se multiplica en las ventanas del restaurante: él y su reloj por fuera, los clientes y su comida por dentro. Los vidrios son grandes y se suceden uno al lado del otro, transparentes, de local en local. Junto al restaurante, una mujer lleva gafas oscuras con las que oculta el fervor de sus ojos clavados en los precios, adheridos en tarjetas blancas, sobre el ombligo inerme de elegantes maniquíes. Ocupada en cálculos imaginarios, la mujer, menospreciando la belleza de su propio reflejo, ignora que lleva un bolsito en la mano derecha y una niña en la mano izquierda.
La pequeña, en cambio, atiende con asombro la curiosa actividad de sus piecitos debajo de las primorosas zapatillitas. Se mueven, se tocan, conversan:
- Hola, Pie Izquierdo ¿cómo estás?
- Muy bien, Pie Derecho, veo que tu zapatilla es rosada, como la mía…
- Es que voy en la misma dirección, pero por este lado.
- Si, ya me di cuenta que vamos juntos hacia adelante… ¿Verdad?
Fascinados, se reconocen y se quieren. La niña grita emocionada:
-¡Mamá, mirá qué lindos son mis pies!
Mamá, melosamente, como si comprendiera:
-¿Sí? ¿Te gustan tus zapatos? Ya compraremos más… ahora apuráte que se hace tarde…
Izquierdo y Derecho interrumpen su charla, para saltar cada vez más lejos el uno del otro, arrastrando a la niña sobre el sesenta por ciento de humedad, hasta alcanzar la esquina. El semáforo se hace verde y el bullicio se agiliza. El señor del reloj lleva la mano al bolsillo, pero la mujer de la niñita y el bolso, le interrumpe para preguntar la hora. Él, persuadido de ser dueño del tiempo, responde satisfecho:
- Las tres menos cuarto.
Del Libro: Como Trabajan los Santos y otros cuentos.