Mar23May202304:20
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Autor: María Elena Balbontín Urtubia
Género: Cuento

Quise llevarla al Río

Quise llevarla al Río

Cuando más necesité olvidarla, todos empezaron a hablar de Isabel.
Nadie entendería la extenuante ofuscación a la que persistentemente me arrastraba. Tan boba. La alborada siguiente, caminamos por esa calle, amparados por la soledad. Cuando cierro los ojos, sólo puedo ver el contraste amarillento de los faroles contra nuestras sombras. En absoluto silencio, pegados al muro, respiré el humo de los caños y el vaho de las montañas de basura acumulada tras todo un día de intenso intercambio comercial. Ninguna persona se asomó, los negocios cerrados. Nunca levanté la vista. Sólo quería liberarme de todo ese agobio. El pasaje siempre desierto. No obstante, el acelerado el tráfico que hay en la avenida nos impidió pasar. Esperamos horas, sin saber a dónde ir y sin que disminuyera el peligro. Me volví a casa muy frustrado.
Si Dios le hubiera dado en inteligencia la mitad que le dio de piernas, todo habría sido distinto. Tan necia. Moviendo el trasero, juntando las rodillas, torciendo los pies. Abriendo esos ojos insoportables. Cerraba la boca en un rictus histérico o la abría para gritar. Las manos para empujar. La odiaba, sí. Era el principio y el fin de mis problemas. Desde lejos miraba sus pasos, sus sonrisas y la rabia me enloquecía. Por su culpa y la de sus amigas, mi mamá me tenía confinado tras la ventana. Con su inconmensurable ingenuidad maternal, creía ciegamente que dos horas de vigilancia y un par de correazos calmarían mis ansias.
La noche siguiente no hubo diferencia. Isabel y yo, recorrimos la calle y no pudimos cruzar hasta el río. Estuvimos toda la semana intentándolo, pero los autos a la madrugada pasan a demasiada velocidad. El viernes, la paciencia se me terminó. Me volví corriendo, dejándola junto al puesto de diarios. No miré para atrás.
La última noche en casa, me sentí más tranquilo. Me consolé con el recuerdo. Pese a los inconvenientes, no había estado del todo mal. Las formas de su cuerpo perturbador volvieron a marcarse contra el mío y volví a experimentar ese impulso incontenible. Sólo tenía mis manos. Al rato, con las tripas y los músculos relajados, toda preocupación se disipó. Se merece todo lo malo por ser tan creída, pensé. Si no es tan linda. Ni tetas tenía. En el barrio hay muchas más. No pasa nada, mañana será otro día.
Esa tarde, tras las persianas, vi los ojos desorbitados de sus amigas y comprendí que era momento de mantener bajo el perfil. Creí que nadie se acordaría de mí. Cerré la puerta y jugué un rato. Mi destreza con el revólver había mejorado, qué placenteros eran los gritos de mis contrincantes al otro lado de la línea. No se imaginaban en cuánto los aventajaba. Subí niveles. Los insulté. La música y los disparos me excitaban demasiado. Mi mamá mantenía la televisión con el noticiero a todo volumen, yo llevaba audífonos. Al rato me dio hambre, me tiré en la cama y pensé en Isabel. Sus calcetines, su antebrazo tan delgado donde me sobraban dedos para rodearlo. Pensé en su boca, su lengua. Qué risa. Mientras más se resistía, más la deseaba. Qué diría su madre al saber que ese peinado tan cuidadoso me resultaría tan útil. Otra vez la ansiedad, la tensión. Una droga, sed. El problema fueron su uñas. Me las clavó en el ojo, maldita estúpida. Ese dolor accionó un botón irreprimible. Jamás se lo perdonaría. Fue más fácil de lo que pensé, pero agotador. La semana más larga de mi vida. Tal vez por eso, la estupefacción de mi madre frente a la orden de registro, me dejó totalmente insensible.
En su larga experiencia, Bustos se enfrentó con más de un demonio. Por tanto, sabía tomar distancia emocional y enfocarse en su trabajo. En cambio a Núñez, pese a su inteligencia y talento, la juventud le jugaba en contra, y con dificultad podía contener la ira que blanqueaba sus nudillos. A ellos se les asignó el caso cuando pasó de presunto secuestro a muerte. Tirado en la calle, entre los desperdicios y dentro de un saco de basura, se encontró el cuerpo magullado y mordido. El deceso se había producido por asfixia, cuando el homicida introdujo a presión un calcetín en la tráquea de la víctima. La data de muerte se aproximaba a los siete días, el mismo tiempo que la pequeña Isabel, de diez años, desapareció en el trayecto entre su casa y el colegio.
Para ambos detectives, los trozos de confesión, arrancada con apremios y golpes, resultaba más que grotesca. Mientras el murmullo de los llantos y oraciones inundaban la cuadra y los rostros suplicantes de los familiares eran captados y transmitidos por el morbo televisivo, a pocos metros el asesino jugaba videojuegos, comía chatarra y se masturbaba, con el cuerpo de la pequeña escondido bajo su cama. Pese a que su madre entraba todos los días al cuarto, no notó nada, distraída por la angustia de la noticia. Madrugada tras madrugada, el criminal se escabullía con su infamante carga y recorría las tres calles que lo separaban del río Mapocho, con la intención de lanzar el cuerpo a las turbias y exiguas aguas. Y cada vez, tras la imposibilidad de sortear los automóviles sin levantar sospechas, se malogró su plan. El último día dejó el cuerpo abandonado en una esquina.
El olfato o la intuición de Núñez ayudaron a resolver el caso. Cuando hicieron el primer recorrido por las casas, interrogando a los familiares y vecinos, percibió algo en la pequeña sala de esa casa. La mujer, llorosa, repetía que ignoraba todo, que no había visto a la pequeña. Sin embargo, la espalda tensa e indiferente del hijo, que no dejaba de mirar la pantalla, despertó su sexto sentido. Al rato, unas niñas, conocidas de la desafortunada Isabel, le confidenciaron que el vecino las tocaba y molestaba. Con ese antecedente, procedieron a requisar el cuarto del adolescente, encontrando todos los rastros y pruebas que permitieron resolver el crimen en un tiempo muy breve.
Del hecho apenas si quedaron un par de columnas periodísticas, unos minutos de televisión, una carpeta numerada. Sin embargo, para el detective Núñez, no era tan simple. No dejaba de pensar en el asunto, mientras, en la comodidad de su departamento, llenaba el vaso y encendía un cigarrillo, para aliviar la extenuación tras el deber cumplido.
Trece años…
El asesino y violador de Isabel, saltando entre juzgados y correccionales de menores, saldría otra vez al mundo, en el mejor de los casos, en apenas cinco años. El alcohol no le aliviaba el desconcierto, ni el desaliento que sentía puesto que no podría prevenir, ni salvar a las futuras víctimas ignotas de un ser que cargaba con el estigma de Caín, cuando aún no terminaba de cambiar la voz. Un trabajo duro, pensó. No quiso admitir que la crueldad del caso le dejaría una marca, que lo perseguiría por años. Pues no podía superar la impotencia que experimentaba ante la paradoja de la existencia humana que, sin explicación, guarda en sí la semilla de la maldad.

Del libro: Terror solo para Mujeres

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