El Bandido cruzó el puente de camino a su casa, pero no pudo acabar de atravesarlo. Se detuvo, disimuló y retrocedió. Las estrechas calles estaban repletas de policías buscándolo y tenían acordonada toda la zona. No tenía dónde escoger, así que, se dirigió a casa de la Cantante de ópera. El Bandido, a pesar de la persecución no aceleró sus pasos, ni alteró su porte de figurín. Protegía su cuerpo flaco, un traje de corte argentino bien planchado, solapas levantadas y zapatos lustrosos, sus andares eran como pasos de baile. Más bien parecía un bailarín de tango que un fugitivo.
Subió la oscura escalera. A modo de contraseña, golpeó en la puerta una melodía. Le contestaron otros golpes completando el estribillo. Se abrió la puerta. La estancia era desorden. Lo más destacado era la enorme mujer sentada en una gran cama abollando el colchón. Su aspecto desaliñado lo suavizaba un rostro relajado, sereno. La expresión era agradable. Sin palabras, tarareando, despegó las sabanas e invitó al Bandido a meterse a su izquierda. El Bandido se deslizó danzando y se dejó cobijar. Ella, antes de ser enorme, había sido soprano. Quizás por ello siempre tarareaba y nunca paraba de tararear. Mientras ella realizaba sus brillantes interpretaciones, él bailaba, estirado, metido en la cama. Sus piernas eran hábiles, ni deshacían la cama, ni pateaban a la Cantante de ópera.
No duró mucho la danza en la cama. Una nueva melodía golpeó la puerta y les interrumpió. Supieron que se trataba del Comisario. La Cantante replicó con otros golpes armoniosos y abrió la puerta. El Bandido se escondió entre las carnes de la soprano. El Comisario era un viejo amigo. Estaba cansado y como se encontraba por aquel territorio, había decidido visitarla. Se desvistió y de paso le preguntó si sabía del bandido. Ella le contestó cantando con una ópera alemana, con lo cual él no entendió nada. La Cantante le destapó su lado derecho. El Comisario se deslizó agotado y agradecido. El cuerpo mullido de la Cantante separaba a perseguido y perseguidor. Ajenos el uno del otro. Acurrucados, inmóviles, disfrutaban de la calidez de la voz y del confortable momento. Permanecieron horas hasta que un disparo disipó la atmósfera de concordia. La Cantante de ópera- como un globo - empezó a deshincharse. Salió disparada de un lado a otro. Rebotando. Más rápida que las miradas salió por la ventana, ya desinflada. Los dos hombres de la cama quedaron sin blindaje. Se miraron a las caras con extrañeza. Sus pistolas estaban calientes, se habían disparado las dos, al unísono. Reinaba un gran silencio, ahora podrían dormir de una vez por todas.
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Peter Herrmann