Ha sido sencillo deslizarme dentro de mi reloj de pulsera, adentrarme por el bisel y colarme por el cristal. Una vez allí me he estirado boca arriba sobre la manecilla de las horas porque es más lenta y así, acunado por los muelles de la maquinaria, girar tumbado con parsimonia.
Tempo lento, andante como un adagio majestuoso.
Con la mirada reposada en la bóveda cristalina, salpicada de borrones temporales, instantes esparcidos en el tiempo corpuscular, se evapora el pasado en el inexistente futuro.
Y, mientras, en el presente soy un nonato rotando en el tiempo esperando ser extraído de la cúpula.
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