—¿Espero a que termine su consulta, doctor? — preguntó la oficinista.
—No es necesario, Martha, yo cierro el consultorio y pongo la alarma cuando termine la consulta. Gracias, puedes irte a descansar— contestó el psiquiatra para después voltear a ver a su paciente. —No sé qué hacer contigo, Karen; llevamos meses con esto y no veo mejora alguna. De hecho, no veo que pongas el mínimo esfuerzo de tu parte.
—¿Qué quiere decir con eso, doctor? — contestó la joven con despreocupación, mientras contestaba un mensaje en su teléfono móvil.
—Quiero decir que eres una narcisista, clasista, racista. De hecho, eres la persona más arrogante que ha pisado este consultorio. La verdad es que no sé para qué vienes a gastar tu dinero si no sirve de nada… ¡Quieres dejar el maldito teléfono por un momento! — gritó el doctor con autoridad, mientras la chica sorprendida hacía caso y ponía atención. —Bien, te decía que las terapias no han servido de nada. ¿Quién carajos te crees que eres? ¿Piensas que porque eres joven y bella te da el derecho a menospreciar y humillar a la gente?
—No sé de dónde saca eso, doctor. Yo no me considero así, y no estoy aquí porque quiero, estoy aquí porque lo ordenó mi estúpido padre.
—Claro que no te consideras así, si para ti misma eres lo máximo, lo mejor de este mundo: te crees guapa, inteligente, exitosa, superior a los demás.
—Yo…
—Vas por la vida refiriéndote a la gente como: “La gorda”; “El prieto”; “El ignorante”; “Todos son unos estúpidos”; “El naco”; “El guarro”; “La fea”; “La pobretona” … ¿Te das cuenta a dónde quiero llegar? No eres más que una vulgar narcisista.
—Perdón, no sabía que por llamar a las cosas por su nombre y ser bella fuera un pecado, o una enfermedad mental— dijo la chica con sarcasmo.
—Es una enfermedad mental, Karen, claro que lo es.
—Y… ¿Hay cura para eso doctor? Porque si la hay, estoy ansiosa de saberlo— dijo mientras volvía a revisar su teléfono.
—Claro que la hay, pero vamos a cambiar de estrategia… ¿Qué tal si comenzamos por tu belleza? —preguntó el doctor, mientras cerraba las persianas, ponía el seguro en la puerta, y sacaba una navaja del cajón de su escritorio.
© Cuauhtémoc Ponce.