Louis solía frecuentar a diario la lápida, donde se encontraba su difunta madre. Se había convertido en costumbre, desde que ésta falleciera, el pasear entre las lápidas. La entrada del cementerio se encontraba gobernada y custodiada por los llamados guardianes del cementerio; dícese que eran ni mas ni menos, las estatuas de los ángeles, que aguardaban y protegían a los difuntos.
Louis a veces pensaba en su madre. Le hablaba en silencio, mirando su lápida, abandonada y roída por el tiempo. Siempre esperando una señal, alguna hoja o un soplo de aire, que le indicase que su alma le estaba escuchando. A diferencia de las demás, su lápida era la única del cementerio que no poseía ángel alguno.
Del pasado de su madre, poco sabía. Muchas veces fueron las ocasiones en que preguntó por ella a su padre. Pero éste, no recibía respuesta alguna. Así que dejó de insistir. Aunque siempre le quedará esa incógnita sin resolver. ¿Quién fue su madre?. Pocos recuerdos tenía de ella.
Apenas era un niño, cuando el cielo se tiño de negro y la oscuridad se cernió en el cielo. Ese día le arrebataron a su madre, de la faz de la Tierra. Su vida había terminado de forma súbita, sin saber el motivo. La causa era lo que siempre había andado buscando. Respuestas que nunca obtuvo.
A partir de entonces, se hizo la promesa de que siempre vagaría por las lápidas de los difuntos, especialmente para visitar la lápida de su madre.
El eco del viento resonó en sus oídos como por arte de magia cuando las yemas de sus dedos tocaron instintivamente la lápida. Enseguida, una voz interior percibió, como si ésta estuviera detrás de él. EL silencio reinaba junto con la oscuridad de la noche. La voz femenina de una mujer, le vino a sus oídos, llamándole por su nombre.
-Louis, Louis… – mi querido hijo. – oyó mencionar a sus espaldas.
Al volverse no vio nada. Oscuridad, Una brisa empezó a mecerse. Se preguntó si era una señal. La señal que tanto tiempo había ansiado. O tan solo era fruto de su imaginación.