Habita en mi una maldición que llevo arrastrando desde el día en que me propuse jugar con magia negra, sin saber de de sus consecuencias. Han pasado muchos años. Recuerdo que era un chaval jugando con los demás a experimentar cosas de las que luego me iba arrepentir el resto de mi vida.
Jugar con fuego implica muchas cosas y ninguna buena. Teníamos quince años. Nos encontrábamos solas y decidimos jugar a un juego de magia negra. Al principio no creíamos en ello, hasta que lo descubrimos por nosotros mismos.
Los cinco nos reunimos en círculo, trazando y siguiendo los pasos que nos dictaba el libro. Queríamos invocar a algún espíritu, aunque resulto en vano. O eso creímos. Cuando nos propusimos a irnos, la presencia de un alma nos vino a visitar. Fuimos hipnotizados por ese ser sobrenatural, que lo único que deseaba era poseer un cuerpo.
Nos maldijo. No había escapatoria. Ni sabíamos como hacerlo desaparecer de nuestras vidas. Se adentraba en cada uno de nosotros como por perro por su casa.
Mis amigos me dejaron, de la forma más dolorosa. Al no poder vivir de esa manera, escogieron el camino más fácil. Solo había una manera de eliminar la maldición. La muerte. Mis amigos escogieron el camino fácil, llevados por la locura, se suicidaron. La maldición me sigue persiguiendo. He llorada la pérdida de mis compañeros y he sufrido por mi vida. Ahora, comprendo que todo tiene un límite. Deseo terminar la maldición que me ha seguido atormentando. En lo alto de un precipicio me encuentro. Para poner fin a mi vida. Maldita maldición. Por fin podré descansar en paz.