A Navarro le había tomado cariño, cómo negarlo, pero cada vez se me fue haciendo más molesto. Es lo que ocurre con estos tipos tan carismáticos -recuerdo que me advertiste-: Al principio te ayudan a salir de algún embrollo, luego se van colando como quien no quiere la cosa y al final, irremediablemente, terminan convirtiéndose en un verdadero estorbo. Y eso que en varias ocasiones intenté darle una mano, pero era más que obvio lo que se avecinaba con el escándalo financiero de las empresas familiares a punto de estallar. Al final -como tantas otras veces-, tuviste la razón: no me dejó alternativa el flaco, y tuve que encargárselo a Puñito Valdés.
Gajes del negocio,me dirás, con esa sonrisa benevolente que dejas resbalar de la boca cuando estás segura de que tienes razón. ¡Si lo sabré yo, que a lo largo de los últimos dos años me he visto obligado a deshacerme de varios sólo por mantener a flote el negocio! ¡Dos años ya! A veces miro hacia atrás y no puedo creerlo: ¿Hace tanto que le vendí mi alma al diablo? Lo sé, lo sé… a estas alturas no está permitido dudar, mucho menos dejarse llevar por nimios detalles sentimentales. Toca hacer lo que hay que hacer, ¿cierto?
Así que en este justo momento, cuando el reloj de mi despacho marca las dos menos veinte, Puñito Valdés se estaciona a pocas cuadras del bar y deja deslizar suavemente su espalda sobre el asiento delantero del Dodge que le conseguí expresamente para la ocasión. Casi puedo ver la escena: a ras del volante, sus ojos son dos rendijas negras por las que escruta la calle de un lado a otro, mientras el motor del auto ronronea bajo el destartalado aviso de neón que enciende a ratos la avenida. En la acera contigua, tres vodkas de más guían los pasos tambaleantes del flaco Navarro hacia su fatal destino. (Debo acotar en este punto que la estampa de Navarro sigue siendo la de un hombre atractivo, a pesar de los efectos de una entusiasta noche de alcohol sobre su sempiterno traje color salmón).
Pués bien. Allí está Puñito, con el arma cargada y los nervios afilados, inmóvil e imperceptible, a la espera del momento exacto. El flaco en cambio, feliz y ajeno al destino que lo circunda, avanza a trastabillones, propinándose torpes manotazos en los bolsillos de la chaqueta en busca de algún cigarro olvidado. Tan sólo unos metros separan ya a los dos hombres. Entonces, como en uno de esos ridículos clichés de película americana que tanto parecen gustarte, el neón enciende por un segundo la cabina del Dodge. Puñito se ha convertido en un sabueso a la espera de su presa, aguanta la respiración, traga saliva, aferra los dedos tensos al plomizo revólver, mientras yo… yo siento estallar esta urgencia, esta necesidad imperiosa de detenerlo; de gritarle desde el fondo de mis entrañas que todo ha sido un error; que Navarro no merece morir de esa manera, que quizás pueda darle otro chance. Pero ya es tarde. El arma humeante rebota sobre el asiento y el Dodge deja atrás la escena del crimen entre ladridos y ráfagas de gritos.
Las tres y cuarto. Puñito se encuentra a resguardo en la casa del bosque. Cierro la laptop y enciendo un cigarro. Con la primera bocanada, una lágrima impertinente resbala sobre los cansados pliegues de mi rostro. ¡Cómo me duele el flaco!
No seas tontito, me dirás mañana, restándole importancia al asunto. Tan pronto recibas las regalías, lo habrás olvidado. Y dejarás resbalar por la comisura de tus labios otra de esas sonrisas con las que sueles recordarme quién maneja a cabalidad los hilos del negocio. Pero yo -que en mis años de escritor a sueldo jamás logré esbozar con tanta precisión el carácter de un personaje como lo hice con el flaco Navarro-, sabré muy bien que esta vez, esta puta vez, no habrás tenido razón.
@cristinnadez