La sangre de las víctimas surcaba los senderos dorados de los enormes montes de albero. Era una mañana templada; el Sol lucía nervioso entre nubes dispares, intentando ordenarlas como un perro ovejero a su rebaño.
El Coronel San Juan llevaba meses planeando aquella incursión en territorio enemigo. Ni a sus superiores ni a los militares que se hallaban bajo su mando les parecía un enclave estratégico, pero al Coronel le respaldaba una trayectoria inmaculada de éxitos en el frente de batalla. Así pues, recibió el apoyo solicitado. Miles de soldados rodearon las cien hectáreas de terreno áureo. Las nubes se disiparon y los rayos de Sol calentaron el albero a temperaturas infernales. El campo de batalla comenzó a evaporarse en una nebulosa brillante, como si el núcleo de la Tierra ocultase una supernova a punto de estallar.
En medio de aquel desconcierto, las sombras de sus enemigos rompieron el equilibrio luminoso. En ese momento, el Coronel San Juan dio la orden de atacar. El silencio fue la única respuesta que recibió. Conforme el miedo calaba sus viejos huesos, las sombras de sus enemigos aumentaron de tamaño hasta eclipsar al astro rey. La noche trajo consigo el frío más terrorífico y un olor sanguinolento que a día de hoy aún perdura.
Han pasado cinco años de la mayor masacre jamás contada. El Coronel San Juan fue el único superviviente. Sus manos estaban teñidas de la sangre de todos y cada uno de los miles de hombres que lucharon en uno u otro bando en aquella fugaz batalla. Tras las oportunas investigaciones, el laureado militar fue ingresado en un centro psiquiátrico. Padecía una demencia irreversible, no paraba de balbucear una historia ridícula de unas sombras asesinas que arrasaron con todo ser viviente a su paso. Nunca se supo la verdad y, a día de hoy, nadie se explica como un solo hombre arrebató la vida a dos ejércitos de miles de soldados.
Fran Márquez