Soñó que estaba sentado en la mesa de un camarote con una botella de whisky. Lo sobresaltaron los golpes en la puerta: ¡Lo tenemos, capitán!. Se paró. Con el vaivén del barco, percibió que su cuerpo tenía el peso de otra edad. Se detuvo frente al espejo y vio la barba canosa algo crecida. Eso lo irritó.
Salió a la proa. De lejos identificó a un niño amordazado entre toda la tripulación adulta. Caminó hacia él. Un odio desconocido empezó a embargarlo. Le ofreció no matarlo si le informaba sobre el escondite de su líder. El niño hizo silencio. Y luego sentenció un Viejo patético.
El capitán recordó su barba y el ruido desesperante de los relojes. Levantó su espada y descargó toda su furia. Pero antes de que el brillo del acero tocara algún pelo, despertó.
El ronquido de los niños lo devolvió a la realidad. Peter se levantó y salió del árbol. Comenzaba a amanecer y se veía el mar a lo lejos. Comprendió que hace años lo persiguen esas horribles pesadillas. Pero lo peor era la incertidumbre. No sabía si Garfio era solo una pesadilla recurrente que lo atormentaba. O si él, Peter Pan, era el sueño joven de un pirata viejo que escapaba cada noche desde su almohada para buscar el único tesoro que nunca jamás pudo poseer: la eterna juventud.