El aprendiz caminaba obediente tras los pasos del anciano, lo acompañaba a la morada de los ancestros, ese lúgubre lugar donde pasaban horas en presencia de la nada, sonriendo y narrando inentendibles situaciones para el niño. En una plácida tarde de primavera el anciano, luego de un momento de oración en que el silencio se adueñó de todos los espacios, le indicó al ya joven aprendiz, donde le gustaría descansar en el fin de sus tiempos.
No tan inmediatamente como acostumbraba, el joven titubeó un momento y realizó una pregunta. —Maestro, en el fin de nuestra vida, el alma... adónde va?.
El anciano, complacido con la curiosidad del aprendiz, lo miró tiernamente y contestó.
—Niño, en ese sublime momento en que el alma abandona el cuerpo, la esencia del ser fluye y se transfiere a quien desee aceptarla convirtiéndose en algo tan simple e intangible como los propios recuerdos —.
El joven se convirtió en maestro y lo acompañó hasta el último momento de su terrenal existencia, el anciano sabía que su alma estaría en buenas manos.