Cuando giró el tambor del revólver, no sabía realmente a lo que se enfrentaba.
Las apuestas relucían sobre la mesa. Afuera, la campiña inglesa era un billar y el sol bañaba las caballerizas. Miró las figuras estáticas que lo rodeaban. El estupor se hizo el único oxígeno respirable. La adrenalina, ese mal necesario, dictó la acción. Apoyó el caño sobre su sien. Gatilló.
El estruendo espabiló las aves y él se desplomó al instante.
Abrió los ojos, ahora pequeñitos. Lo cubría el cielo raso de alguna clínica del conurbano. La mujer adolorida buscaba acomodarse sobre la camilla. El fórceps había presionado más de lo necesario. El daño sería de por vida, admitían los médicos a media voz…