Aquella cultura
Aquella cultura era tan primitiva que se subordinaba a los mandatos de la naturaleza. Construían sus chozas sin invadir el espacio de los árboles y respetando hasta el lugar que ocupaban las piedras del suelo.
Aquella cultura era tan impía que no sabía creer en un Dios todopoderoso, sino en un creador apenas superior a sus humanos hijos; un cierto viajero estelar que los había conquistado milenios atrás, con el simple propósito de hacerlos sus esclavos.
Aquella cultura era tan retrasada que abjuraba de toda moral y se entregaba a una suerte de ejercicio poético común que consistía en expresar abiertamente sus ideas sobre todos los temas imaginables en cuanto a arte, sexo, existencia, incluso abstracciones filosóficas.
Aquella cultura era desordenada, pero sus miembros eran felices. Sin embargo esa felicidad molestaba a algunas civilizaciones fronterizas a las paradisíacas junglas donde aquella cultura reinaba desde siempre y donde sus habitantes pescaban desnudos en sus ríos o recolectaban frutas de los árboles cantando a coro.
La invasión fue ordenada y precisa. En un solo día asesinaron limpiamente a miles de pobladores de aquella cultura, sin distinción de sexo ni edad. Los civilizados colonizadores barrieron a fuego la jungla, cumpliendo la sagrada causa de expansión territorial de su sacro imperio. Imperio que ganó la conquista en todo sentido, pues los sobrevivientes de aquella olvidada cultura terminaron por adaptarse a la nueva civilización hasta ser parte integral de ella, y a la que defendían como propia.
Sólo el Dios todopoderoso supo entrar en conflicto con el Dios profano de aquella cultura, sobre el que echó su todopoderosa furia, sin llegar a aniquilarlo, pues le bastó conocer acabadamente la memoria diezmada de la también diezmada población, suficiente para llevar de a poco a la locura a sus supervivientes, pocos para que su mal significase algo para la plenitud del imperio, de su imperio, siempre en expansión. Poco también le importó a aquel sacro Dios, acostumbrado a borrar la memoria de sus súbditos a fin de iniciar imperios a partir de su misma identidad; después de todo, su propio origen databa de las estrellas, y su propósito para con las criaturas humanas era el mismo del que presumía el pobre Dios de aquella primitiva, aquella ominosa e impía cultura. Víctor Lowenstein.