Me sudan las manos mientras agarro con brusquedad el volante de mi auto. El perfume de mujer y mi olor corporal crean una mezcolanza sucia y peligrosa. La aceleración me mantiene pegado al respaldo del asiento. El pie, estirado, presiona el pedal hasta el fondo, intentando atravesar el chasis de mi Mustang. La mirada al frente, el cuello en tensión y mi yugular a punto de estallar. Oriento los ojos en dirección al espejo retrovisor y calculo la distancia que me separa de mi perseguidor. Treinta metros, veinte, diez... Siento la embestida, brusca y seca, los ojos de Martínez inyectados en sangre y la saliva saltando de su boca mientras las sirenas de la patrulla insisten en que me detenga.
—¡No voy a parar! ¡No permitiré que me atrapes!
Le grito, pero sé que no me escucha. Está encolerizado. Hubo un tiempo en que fuimos compañeros. Tomás, un agente ejemplar con una proyección envidiable dentro del cuerpo de policía y yo, un recién llegado, un díscolo y desvergonzado novato.
Han pasado dos años en los que he observado y analizado el comportamiento de mis compañeros hasta sacarlos de quicio. He sido expedientado en varias ocasiones, pero el comisario se ha visto obligado a mantenerme en el puesto; al fin y al cabo, algo bueno tiene que tener ser hijo del Teniente Alcalde. Además, conozco los entresijos de la corrupción, he presenciado acuerdos ilícitos, incluso he participado de algunos de ellos. Por eso se me da tan bien este trabajo, sé reconocer a un delincuente cuando lo tengo delante.
Durante todo este tiempo, he cambiado varias veces de compañero hasta que me asignaron al intachable inspector Martínez. Su rectus implacable, su orden, su fama de correcto y paciente... Todo es pura fachada. Llevo un año vigilándolo en la sombra hasta encontrar su punto débil.
Hace media hora que abandoné aquella nave perdida en la montaña. Allí hay un quirófano improvisado de una agencia ilegal de contrabando de órganos. Su modus operandi es frío y despiadado. Las víctimas permanecen sedadas hasta el último momento. Yo llevo tiempo involucrado en la investigación, pero nunca pensé que Martínez fuese a estropear el operativo de esa manera.
Llegó enfurecido, sin avisarme de que había descubierto la ubicación donde se realizan las extracciones. Comenzó a disparar a diestro y siniestro hasta acabar con la vida de los dos matones que vigilaban la entrada, el cirujano y el anestesista.
«¿Este es el hombre tranquilo y paciente?», pensé mientras salía de la nave sin que se percatase de mi presencia. Después, se dirigió a la sala contigua y alzó entre sus brazos a su esposa que yacía adormecida sobre una camilla. Al dejarla en el asiento trasero de su coche patrulla, vio las luces de un coche y decidió seguirlas.
Y así he llegado a esta complicada situación: descubierto por mi compañero el mismo día que engatusé a su esposa para tener una escapada romántica en una cabaña en la falda de una montaña. La cara de sorpresa de mi amante al descubrir que había sido engañada solo se asemeja a la mía al ver llegar a su marido a la nave en la que iba a ser destripada. No tengo ni idea de cómo me ha descubierto, pero lo que tengo claro es que, si me detengo, él mismo me arrancará cada órgano con sus propias manos.
Fran Márquez