Los piratas surcaron el cielo inesperadamente. Nadie se sorprendió, ninguno de ellos pensó que fuera a morir cuando la gran ola los azotó, un rayo rompió el timón y las velas se rajaron en medio de la tormenta. De repente, la caravela de la bandera pirata soltó una estridente carcajada que hizo temblar al mismísimo Neptuno.
Una bandada de pájaros negros, esqueléticos y desplumados apareció de la nada, graznando una melodía carcelaria que a todos les resultó familiar.
Los primeros acordes parecían el final, Bob Dylan hacía retumbar su garganta en medio de un «Huracán» que impulsó los remos del viejo galeón.
"¡Hurra! ¡Hurra!" Gritaban los malhechores mientras Dylan lloraba por la carrera frustrada del mejor boxeador que por la corona nunca pudo luchar.
—¡Capitán Carter! ¡Ya alzamos el vuelo! ¡Tal y como usted anunció que ocurriría!
Y aquellos piratas sacaron sus sables y cortaron las alas de los cuervos que se estampaban contra los mástiles y volvían a volar. Retorcían sus cuellos y seguían suspendidos en el aire mientras la embarcación se alejaba de alta mar.
Las nubes se disiparon, la Luna apareció manchada de sangre y los cuervos regresaron del infierno inquieto de la noche. En el horizonte, las luces rojas de las patrullas de policía daban fogonazos en la calurosa New Jersey. El capitán Carter recordó su vida pasada, su detención por ser un negro conduciendo un coche la misma noche que el blanco Bradley atracaba un bar. Tres muertes le cayeron encima por el tono café de su piel, mientras la leche putrefacta del policía negociaba con aquel cobarde.
—¡Al abordaje! Gritó el endemoniado capitán, y los ríos de sangre con olor a salitre devolvieron la vida a Rubin Carter, ante la famélica mirada de los cuervos que huyeron sin volver a graznar.
Hoy lucha por el título del peso medio, ni una celda lo detuvo, ni la muerte, ni el Infierno. Y si de algo estoy seguro es que Dylan no volverá a llorar mientras levanta la corona mundial su Huracán.
Fran Márquez