Timbró el teléfono de casa; ella volteó a ver el reloj y al instante supo que era él. Claro, en el año 1992 aún no había identificadores de llamadas, ni mucho menos teléfonos móviles, pero era él, su esposo y estaba segura de eso, porque cada sábado, a las nueve de la noche, le llamaba para saber cómo estaba.
—Hola, esperaba tu llamada mi amor, ¿Cómo estás? — preguntó.
—Con ganas de regresar a casa, este país me está volviendo loco. Y ustedes, ¿cómo han estado?
—El niño cada vez más grande, ya la siguiente semana entra al kínder, nos haces mucha falta, a veces me arrepiento en dejarte partir— le dijo ella, mientras un hombre pasaba a su espalda, y le daba un beso silencioso en el cuello.
—Bueno, tú sabes que fue un sacrificio que se tuvo que hacer, pero ahora la hipoteca de la casa está prácticamente terminada. Cuando regrese, ya no tendremos que preocuparnos por eso. Y Terry, ¿dónde está?
—Nuestro hijo no tiene mucho que se fue a dormir, sabes que duerme pronto y tiene el mismo sueño de pesado como el tuyo… Te extraño mucho, ¿Cuándo regresas? — preguntó la voz femenina, mientras el hombre con el que estaba, continuaba tocando su cuerpo.
—Tres meses mi amor… sólo tres meses más y ya estaré en casa. No olvides que te amo y cuídate mucho, me voy porque las llamadas de larga distancia son un asalto a mano armada.
—Lo sé— dijo sonriendo, —y por favor, regresa ya, me haces mucha falta.
—Pronto estaré contigo mi amor, muy pronto y por favor, cierra las persianas de la cocina, se ve todo desde aquí, del teléfono público que está en la esquina…
© Cuauhtémoc Ponce