- ¿Quién eres tú?
Era un cuerpo de texto bastante extraño para ser un mensaje desconocido, que rezaba algo como “te amaré para siempre con todas mis fuerzas arroba etcétera punto com”.
Mi costado perverso ordenó: que empiece el juego.
“Ni idea”. Respondí. Me olvidé del asunto, continué con mi jornada laboral y mi vida.
A la mañana siguiente, encontré un correo más extenso, donde el desconocido me declaraba una intensa atracción, describiendo algunas cosas sobre mí, para luego despedirse de forma apasionada y escalofriante.
“Ya sé quién eres”. Escribí y envié. De verdad no estaba muy segura, porque tenía tres posibilidades. Esta vez, el correo volvió en menos de diez minutos: “¿Quién crees que soy?”. Con toda la malignidad de mi espíritu perverso, tecleé un largo listado entre posibilidades reales e imaginarias: “fulano, zutano, merengano, Pedro, Juan o Diego… tal vez mi supuesto novio”. Esto último, lo agregué con toda la intención de hacerlo sentir menos que un mosquito.
Mis dientes de tiburón asomaron cuando, en menos de un minuto, llegó la airada respuesta: ¡¡¡CÓMO QUE TU SUPUESTO NOVIO!!!
“Pues sí”. Terminé y me fui a disfrutar de mi almuerzo.
Dos meses y cinco cervezas atrás, me había cruzado con el maravilloso modo en que una remera verde oliva se adhería a las marcas de una musculatura digna de un héroe griego. Lo secuestré y lo llevé a un bar, fingiendo un poco de decencia, para luego meterlo en mi dormitorio. Tres días después, salimos a comer algo para recuperar fuerzas. Embriagado por las feromonas, me propuso continuar con el pasatiempo del sexo, advirtiéndome, de forma terminante, que no esperara ni compromiso, ni ataduras. Acepté las condiciones sin chistar y seguimos con aquellas maratones como si nos pagaran para eso.
Los problemas empezaron cuando comprendió que yo cumplía con el ítem de la libertad al pie de la letra. Se dio cuenta que no le gustaba ni un poquito mi pertinaz falta de seriedad, resistencia total a la entrega de informes diarios, desapariciones y ausencia de llamadas. Arrepentido con los términos del acuerdo, a las dos semanas, no tuvo mejor idea que empezar con exigencias, celos y enojos. Sus caprichos y amenazas no conseguían el objetivo de limitar mis malos hábitos, al tiempo que mis carantoñas y meneos sí cumplían mis objetivos. Por tanto, la relación era totalmente desigual. Es por eso que, de pronto, desapareció sin dejar rastros. Para mí fue un alivio, entendía que, exceptuando a la atracción física y sexual, no teníamos ni un poquito de compatibilidad.
A la atardecer del día en que mande el correo de “pues si”, apareció por mi casa, para charlar. Serio el semblante, comenzó excusándose en nombre de su nueva compañera. Me explicó que, por culpa de mi mal corazón, se vio en la necesidad de buscar una amiga, quien, arrastrada por la curiosidad y los celos, me había mandado esos mensajes para molestarme.
- Ah, bien. No te preocupes. – el silencio que siguió a mí respuesta, avivaron, otra vez, mi lado psicópata.
- No te pongas así, tampoco – replicó, un poco asustado.
- ¿Así cómo?
- Así. No te molestes.
- No, para nada. Estoy feliz que hayas encontrado a una estúpida a tu medida.
- No digas eso. Ella es alguien confiable con quien puedo casarme y formar un hogar. No como tú, que no quieres a nadie.
- Y claro, pueden casarse y tener estupiditos…
- ¡Eres tan insoportable! – escupió, tras lo cual siguió un sermón sobre el orden social, moralidad y otras cosas más personales que se verían feas aquí.
Se marchó, enojadísimo. Más tarde, relatando el episodio, mi hermano, arrastrado por la irreductible hermandad de los ex conscriptos, lo defendió punto por punto, argumentando que era lo más decente que me había conocido, mientras yo era demasiado intolerante y poco comprensiva.
Al loco aquel, me lo crucé un par de veces por la ciudad. Siempre se acercó y me saludó con amabilidad. Han debido pasar casi veinte años para reconocer la tristeza de sus ojos. Sin embargo, no puedo responsabilizarme de su nulo conocimiento en el lenguaje del Amor.