Ella fue la reina de las noches
Cada noche sube al escenario del viejo teatrillo de variedades. Haya o no público, representa el mismo acto. El mismo que presentaba en las épocas de sus años de esplendor cuando ella, la actriz y bailarina, la cantante, la poeta, la prostituta y señora, la musa, la madama, era la reina de las noches.
Nos amontonábamos al borde del tablado para verla recitar, cantar o bailar. Pueriles, lujuriosos, gritábamos nuestros celos a la rosa que apresaba su portaligas negro. No miento cuando evoco que llorábamos de emoción cuando ella, Reina de las noches, se desprendía de la flor para arrojarla a nuestras manos, que pendenciaban su perfumada posesión.
Hoy, igual que cada noche, subirá al escenario y, haya o no público, representará su acto.
Ahora se prepara para salir a escena; ha creído escuchar por segunda vez los golpes a la puerta de su camerino. Ella ha dicho amablemente: “ya salgo” y por cuarta o quinta vez se retoca el maquillaje ante el espejo de la consola. Está perfecta. Sus ojos son brillantes rubíes que refulgen a la luz de esa docena de lamparillas que enmarcan la plateada superficie donde contempla con arrobo su propia imagen. “Sí, estás perfecta” se dice a sí misma empolvando sus mejillas por última vez. “Es el momento de salir a escena.”
Sale. Casi al trote apresura sus pasos como puede sobre sus zapatos de taco alto, por un pasillo lóbrego de tramoyas, sogas y tules agrisados de polvo y olvido. Agitada sube al proscenio aun en penumbras. Se descorren los telones entonces. Se encienden las altas luces. Ella sonríe, sonríe hasta que sus pómulos se ponen cárdenos y los labios se entreabren dejando ver la escasa dentadura inferior de su boca. Sonríe desplegando los brazos para abarcar a un público que, no obstante, está ausente. Las butacas vacías, como los palcos y la gradería. Quizá entre las sombras haya algún admirador que no se deja ver; quien sabe. Ni un alma a la vista. Ella deja de sonreír, sus brazos continúan abarcando el teatro entero y su mirada, brillante por las primeras lágrimas.
La Reina parpadea. Sus largas pestañas postizas repiquetean sobre las cejas delineadas en exceso, gruesas líneas rojas que acaban sobre las raíces blancas de sus cabellos, ocultos bajo la peluca platinada. Hace una primera reverencia al público e inicia una coreografía donde sus piernas flacas y blanquísimas trazan en el aire rítmicos can canes. Acompaña su proeza con otra de sus sonrisas purpuradas. Da una vuelta y se detiene, ya fatigada. Baja los brazos coreográficamente. Como de costumbre, las pulseras se le caen de las muñecas y ruedan por el escenario. La Reina no se inmuta; culmina su número apartando con delicadeza el tajo de su pollera corta. Vemos el muslo blanco y el portaligas negro; vemos la rosa roja que desprende del elástico para arrojar a su público.
Ella fue la Reina de las noches.
Aún se la recuerda.
Entre ellos, lo que todavía aplauden su acto.
Como yo, esta noche.