La pintura era sofisticada y, sin embargo, de una simpleza pura y única. La imagen principal era una muchacha de ojos grandes y enamorados, una sonrisa de ilusión se dibujaba en sus labios. El resto de la imagen era difuso. Una ruta, un río, un reloj apurado atrapado dentro de un corazón. La muchacha tenía una gota de sudor recorriendo una de sus sienes. Acababa de tener relaciones de una forma mágica y maravillosa. Sus manos le entregaban placer a su amante, y sus labios dulzura.
El hombre quedó temblando a su lado sintiendo que los grandes ojos demostraban orgullo por su reciente labor. Ella acomodaba las ondas de su cabello para besarlo apasionadamente y él no podía resistirse a tal maravilla.
En algún sitio del lienzo se podía adivinar un número tres, cuyo significado nunca sabré. Sin duda era una pintura de esas que invitaban a soñar. Cerré mis ojos para concentrarme y encontrar lo que me estaba perdiendo en ese cuadro y un suspiro doloroso se escapó sin pedir permiso.
Pude ver un edificio con sus ladrillos y un piso apagado y vacío. Al abrir los ojos ya no había pintura, ni museo, ni suspiros soñadores.
Nunca adivinaré quien fue el autor de la obra.