Mié06Sep202310:44
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Autor: Federico Ochoa Herrera
Género: Microrrelato

La decisión de morirse

La decisión de morirse

   Y se levantó de la cama, pero no por la fuerza de algún entusiasmo que, a propósito, desde hace varios meses le hacía falta para seguir viviendo, sino por la incomodidad del rayo de luz que se coló por uno de los rotos de la vieja cortina y que justo buscó cobijo en su cara. Entonces se sentó, se miró los pies de uñas largas y descuidadas, se fijó cuánto habían crecido los pelos de sus piernas, y por un momento, consideró si la decisión de morirse ese día, necesitaba algún protocolo de vanidad para que sus restos no sufrieran una última vergüenza, pero torció la boca y se dijo “…de malas”.

 Caminó hasta el baño mientras se quitaba los calzones y una camisilla desgastada que magnificaba su imagen deprimente, se acercó hasta el espejo, se miró en sus hermosos ojos tristes iluminados por una lagaña, detalló sus tetas firmes, que aún se presentaban victoriosas ante la desconsideración del tiempo y la gravedad. Se tocó el vientre y escuchó desde el oído de su ombligo, el eco de una lejana caricia de un amor viejo, en tantan su mano bajaba un poco más, entonces se encontró de frente con un rastrojo tierno de vellos ensortijados, lo acarició por un momento, se llevó aquel olor viscoso a la nariz y sentenció:

  “Lastima que tú, hoy también te tengas que morir”.

  Se sentó en el inodoro y devoró a placer el último cigarrillo que le quedaba, mientras el sonido de un chorro amarillento mojaba la maleza de su entrepierna. Se levantó, aún goteando las mismas sobras de ella, y se bañó.

 Cuando salió de la ducha, ya con todos los pormenores de su decisión claros, se puso un pantalón, una camiseta oscuras para disimular, según ella, el color de sus tripas por si les daba por salirse después de la caída, se miró por última vez en el espejo y se dijo adiós bajo el murmullo de una lagrima que todavía dudaba de aquel acto de autocompasión.

  El plan era simple, llegar al centro comercial, subir hasta la plazoleta de comidas, que quedaba en un tercer piso, y lanzarse ante la mirada de todos los que estuvieran para que jamás olvidaran a la suicida que se sentía invisible ante el mundo.

  Y cuando estaba allí, a punto de hacerlo, su mirada se cruzó con un comensal que disfrutaba de un jugoso filete. Enseguida precisó su postura de rey anónimo, sus hermosas cejas de camionero, su frente de inocente, sus ojos hambrientos, su boca rosada acechante, y empezó a vivir la vida que jamás había vivido con aquel extraño.

  Amó su risa noble, sus manos serviciales, su cuerpo de monte, su sabiduría de pueblo. Amó los hijos que no tenían, pero que se parecían a él, amó la casa donde no vivían, el patio inexistente. Amó su devoción y hasta el carácter con que nunca la trató.

  Y, mientras seguía allí, viviendo su alucinación, el hombre se limpió su boca rosada con una servilleta, se pasó un palillo por la hendidura de sus dientes buscando el resto de la carne que se le había quedado en las encías, se levantó y comenzó a caminar en dirección a ella, y sin poder evitarlo, la miró, la detalló, y cuando estuvo más cerca, le regaló una sonrisa acompañada de un “hola”. Ella regresó del mundo que estaba viviendo y le contestó entre un marasmo de miedo que le hizo olvidar por un momento el porqué estaba allí. Él le volvió a sonreír y le dijo:

  —Señora, que pena, pero tiene abierta la cremallera del pantalón— y siguió de largo.

  CHECHO.

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5 de 5 estrellas
samir karimo
Jurado Popular
  • 201
  • 27
hace 1 año
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Cris Morell Burgalat
Jurado Popular
  • 141
  • 11
hace 1 año
Comentario:

Sensacional!!Gracias por escribir y compartir. Saludos.

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Álvaro Díaz
Jurado Popular
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hace 1 año
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