En el interior del cráneo de Malevich hervía su cerebro. Del burbujeo emergió una figurita de tinta negra, con geometría humana, plana, en dos dimensiones, la cual arrancó a pasear por las circunvoluciones de la materia blanca y gris del encéfalo.
Caminaba pausada, espiritual e íntima, mientras le salpicaban las chispas de los neurotransmisores durante la sinapsis, como fuegos artificiales se le compactaban en el cuerpo quedando pincelado de todos los tintes.
Durante su itinerario sorteaba el laberinto encefálico empapado de colores violentos y se le imantaba cualquier imagen con la que tropezaba. Cuando llegó a la zona ovoidal del cerebro la figurita se “tubuló” y se fue desplazando, rodando por los secretos cerebrales de Malevich.
La figurita transitaba con una maleta por los recodos y en el momento preciso extrajo de su maletín, el “martillo de Mahler” y con la fuerza del último movimiento de la Sinfonía Nº6, le asestó, con todas sus fuerzas, un solo y preciso golpe en las fibras nerviosas del pintor y le reventó los sesos.
La luz del eclipse cubrió al paseante dejándolo reducido, en su totalidad, y convirtiéndolo en un círculo negro.