Antier, a las once de la mañana, recibí una llamada de mi esposo. Ustedes pensarán que fue una situación normal; sin embargo, mi esposo falleció hace tres años, de eso estoy convencida, aunque jamás encontraron el cadáver dentro del vehículo que quedó completamente destruido tras caer a un precipicio de treinta metros. El asiento del conductor se encontraba cubierto de sangre. Los policías que investigaron el caso creen que animales salvajes se llevaron el cuerpo de mi marido para comérselo, pero ellos dicen que no pueden asegurar nada, que solo son conjeturas, pues no hay pruebas fehacientes. Fue un misterio muy sonado en el pueblo, incluso llegó a salir en los periódicos más importantes del país. Después de unos meses de búsqueda infructuosa, decidimos hacer un sepulcro simbólico. Era momento de dejar el pasado atrás y continuar viviendo el presente. Dentro del ataúd metimos fotografías, ropa y objetos que pertenecían a mi esposo. De esa manera concluimos este triste capítulo de nuestras vidas. Por mi bien y por el de mi hijo decidí tener una relación con un compañero del trabajo, aunque no volví a casarme. Mis suegros estuvieron de acuerdo, ellos también deseaban zanjar el tema y llorar su tristeza.
Como ya les mencioné, han pasado tres años de aquel desafortunado accidente y aún no puedo superarlo. Estoy a punto de volverme loca. Ayer me habló de nuevo, como si nada. Yo estaba nerviosa al extremo. Sentía que mi corazón estaba atorado en mi garganta. Él habló para continuar con nuestra última conversación. Su voz sonaba distinta, como cuando éramos jóvenes, como cuando él trataba de conquistarme.
—¿Te sientes bien? —me preguntó después de una pausa. Yo creo que oyó mi respiración agitada, percibió mi turbación.
—¿No recuerdas nada de lo que te pasó? —alcancé a decir.
—¿Y qué pasó?
—Nada —dije y colgué.
Estaba harta de su recuerdo. ¿Por qué no se largaba al infierno y me dejaba en paz de una vez por todas?
Arranqué el cable de un fuerte jalón y aventé el teléfono contra el piso; no obstante, este seguía sonando. El ring ring taladraba mis oídos y se introducía a mi organismo. No lograba comprenderlo, ¿por qué carajos seguía sonando ese aparato? Tomé la bocina y la coloqué en mi oreja.
—¿Recordar qué cosa? —insistió.
—Te juro que no fue mi idea estropear los frenos de tu coche —admití.
—¿Los frenos? —seguía como si no supiera nada de lo acontecido, y eso era lo que más me dolía.
—¡Ya cállate!
Grité de desesperación. Lancé patadas al aire y puñetazos a la pared. Luego busqué un mazo y destrocé el teléfono, pero el ring ring no paraba, esos sonidos eran unas cuchillas bien afiladas que licuaban mi cerebro.
Mi difunto esposo vivía en el teléfono, en mi cabeza.
SERVANDO CLEMENS