Era un atardecer en el acantilado. Las olas envolvían las rocas con un incesante susurro humedecido de voces navegantes llegadas desde derruidos muelles, abandonadas costas o fantasmales embarcaciones que flotaban suspendidos en todo ese tiempo del misterioso mundo marino.
Sin embargo, el niño, con la mirada fija en la faja azulada, no daba muestras de querer guarecerse ante la brisa que soplaba con su aliento ululante. Nada le hacía desviar la atención. Ni los llamados desesperados de su madre, ni los aullidos lastimeros de su perro. Fiel acompañante de sus correrías por todo ese contorno abrupto de la costa marina.
Fue cuando, a lo lejos, en sinuoso vuelo ante la brisa silbante, vio venir unas siluetas aún borrosas. Al punto, su corazón comenzó a acelerarse, pues, había distinguido las blancas figuras de las gaviotas que, cansadas después de un largo vuelo, volvían para pernoctar sobre los resbaladizos bordes de aquellos húmedos acantilados.
Al verlas descender y acurrucarse, extenuadas y apretujadas unas con otras, volvió la mirada y su radiante sonrisa de satisfacción y sosiego, dio a entender a su madre y aun a su perro, que su angustia; tanto como la brisa, se habían apaciguado. Ya todo estaba bien.