Jue26Oct202302:15
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Autor: Álvaro Díaz
Género: Novela corta

Un éxito de taquilla

Un éxito de taquilla

 

Al Profe Francisco,
ese amigo incondicional
que todos deseamos tener.

 

Génesis de la obra

Cuando el Dr. Marcial Herrera del Castillo y Verdugo, patriarca, líder moral, espíritu y sustento ideológico del Partido Nacional Ultra Conservador propuso la idea, la dirigencia en pleno aplaudió de pie.

Hacía algún tiempo que don Marcial acaudillaba en secreto. Los despiadados agravios neoliberales y las atrocidades que le endilgó la izquierda habían mancillado su nombre ilustrísimo y creyó prudente parapetarse tras el Gral. Aníbal Cuadrado, a quien nombró secretario general del partido ya que, dada su formación militar, sabía respetar las jerarquías más allá de las circunstancias.

En el seno del PNUC, los blasones del Dr. Herrera eclipsaban el escrutinio público y su autoridad era incuestionable, de modo que su iniciativa de cara a la próxima campaña electoralque en cualquier otro escenario hubiera sido al menos polémicafue acogida con beneplácito y admiración.

La idea no era precisamente original de hecho, ya la habían usado al impulsar el Frente Cristo y Patria y el Partido por la Mitad más Uno, organizaciones extintas creadas por los ultraconservadores para acaparar votos neoliberales y echarse al bolsillo las partidas asignadas por el Instituto Electoral—, pero ciertas variantes menores la disfrazaban de novedad y deslumbraron a los líderes de la agrupación más reaccionaria del país.

El bipartidismo nacido con la Patria empezaba a resquebrajarse. La izquierda avanzaba a paso firme y los tradicionales rivales del PNUC —«esos vendepatria, nuevos ricos sin alcurnia volcados al neoliberalismo por influjo de embajadas extranjeras que los becan en la Escuela de Chicago»— ya empezaban a considerarse posibles aliados.

Y cuando el enemigo de tu enemigo es tu enemigo —agregó el Dr. Herrera, que era jurista y proctólogo aficionado, la amistad es una fístula anal —(clamor de hurras y asentimientos).

Según él, los viejos métodos de probada eficacia debían ser recreados, adaptados a una realidad cambiante que pretendía despojarlos del legítimo derecho ganado en tantos años de ardua labor dirigencial, administrando el esfuerzo ajeno, como corresponde a toda oligarquía lúcida, cerebro y nervios de ese maravilloso organismo llamado Estado, cuya clase trabajadora, masa de bacterias que prolifera en la digestión de la riqueza, debía ser contenida para evitar la total descomposición del cuerpo: «porque las bacterias, señores», argumentó el doctor, «ignorantes de su función y lugar, fagocitan sin conciencia, y es deber del cerebro de la Patria ponerle coto a su insaciable apetito para evitar que digieran las adiposidades del ente que generosamente las alberga y sustenta». (Aplausos, vítores, clamores y emotivo abrazo del Gral. Cuadrado, todo antes de exponer la idea).

La propuesta de Herrera del Castillo era osada; ciertamente requeriría algunos sacrificios, pero veía en ella la única opción viable para que su glorioso partido, vencedor de mil batallas en nobles guerras civiles y en la infame democracia, preservara su merecida hegemonía sin tener que pactar con abyectos: debían crear un movimiento sin vínculo aparente con el PNUC capaz de quitarle votos a los Rojos. ¡Y qué magnífico rival sería un Partido Verde! La estridencia del conjunto resultaba escandalosa; un desafuero cromático que aturdía la razón, confundía los sentidos y calzaba como un guante en las últimas tendencias ideológicas. «Porque no hay que olvidar, queridos correligionarios», agregó, «que la moda incide más en la política que en los trajes».

Si la vieja argucia de tildar a los Rojos de comeniños y vaticinar el advenimiento de una Siberia vernácula y atroz ya no era efectiva, un Partido Verde podría al menos acusarlos de asesinos de reces, licuadores de glaciares, depredadores del planeta…

Don Marcial proponía que la nueva agrupación no tuviera una plataforma política real, sino que usufructuara la propaganda ambientalista con una buena dosis de demagogia.

Ciertamente, algunos miembros jóvenes del PNUC —«esa sangre nueva, tan escasa como valiosa» tendrían que sacrificarse por el éxito de la iniciativa; sacrificio que sería debidamente gratificado, jamás olvidado, y que les garantizaría, a futuro, un lugar de privilegio en la directiva del glorioso partido al que seguirían siendo fieles.

Fue entonces cuando Cándido Oropeza, hijo del más prominente banquero del país, que había estudiado en Cambridge y era, a sus escasos treinta y cuatro años, un destacado economista, alzó la mano tímidamente y tomó la palabra:

Señor Presidente, usted, como todos aquí, sabe de mi fidelidad incondicional al partido y que no hay nada más ajeno a mi voluntad que discrepar con sus criterios, pero tengo una visión distinta respecto al progreso de la izquierda: creo que lo mejor que podría pasar es que los Rojos ganaran la elecciones —el murmullo de desaprobación fue atronador, y hasta se oyeron algunos improperios—. Permítanme explicarlo —pidió calmado—. Primero: la izquierda debe su apelativo al lugar que ocupó la minoría populista en el primer parlamento francés; su función nunca fue gobernar, sino ser un ente regulador, una fístula anal para el gobierno (alegoría que cito con respeto, como muestra de admiración). Segundo: ya sabemos lo que ocurrió con la izquierda griega, forzada a cederle el poder a la Troika, y que Estados Unidos y sus esbirros de la ONU, con bloqueos y boicots a Cuba y Venezuela, dejaron claro que el marxismo no tiene lugar en las Américas; de modo que si la izquierda asumiera el poder, se estaría suicidando. Nuestro partido, nacido con la Patria, no solo sobreviviría a la eventual alternancia, sino que resurgirá fortalecido… Si ganara la izquierda, señor Presidente, no podrá poner en práctica su ideología ni cumplir sus promesas de campaña. Maniatada por una Constitución que protege a ultranza la propiedad privada, perdería su esencia; se vería obligada a dar un giro a la derecha para poder gobernar, logrando con ello lo que nosotros no pudimos: ¡Matar definitivamente a Marx!

En otro ámbito, ese discurso no exento de lucidez habría desatado un airado debate, pero en el pleno del Partido Nacional Ultra Conservador solo cosechó una unánime desaprobación y muchos rencores, de modo que Cándido Oropeza fue el principal candidato al sacrificio político aun antes de que el Dr. Herrera del Castillo y Verdugo anunciara que su equipo ya había identificado al hombre idóneo para ponerle rostro al movimiento verdolaga (sic). Se trataba de Pedro Escalante del Pozo, un actor mediocre que, gracias a cierta campaña de reciclaje impulsada por una afamada marca de refrescos, era conocido como Ecománun remedo de superhéroe que remataba cada anuncio con la frase (repetida con sorna en todos los ámbitos): «¡Por la Patria y el planeta…!», antes de salir volando.

Según don Marcial, Escalante era el indicado por varios motivos: sus innegables dotes de comediante le permitiría desempeñar el papel tan bien como cualquier político; tenía una educación decente y, sobre todo, era pobre, lo que para Herrera significaba que no solo sería barato, sino fácil de manipular.

Asignaron un generoso presupuesto al proyecto y se redactó el comunicado de prensa que hizo pública la desvinculación del PNUC de Cándido Oropeza y otros dos integrantes de la juventud del partido, cuya tarea inmediata sería elaborar los documentos, desarrollar la plataforma programática, recolectar firmas de apoyo y afiliación al Partido Verde y reclutar para la causa al tal Pedro Escalante.

 

El protagónico

Pedro sintió un mareo al salir del café en que se había reunido con Oropeza y caminó el largo trecho hasta la pensión con pasos inseguros, como si flotara o la acera fuera de algodón. Entró a su pieza y se dejó caer en la cama con la mano en el pecho, palpando los latidos rabiosos del sobre que no quería ver, convencido de que si lo sacaba del bolsillo de la chaqueta se desvanecería como todos sus otros sueños.

¡Y pensar que se había enojado con Víctor —su agente— por programar aquella reunión a las ocho, sabiendo que su turno de reponedor nocturno en el supermercado empezaba a las diez!

«¡Puta madre!», se dijo, y por fin reunió el coraje para sacar el sobre. ¡Era real! Un grueso fajo de billetes de cien dólares. ¡Nunca había visto tanto dinero junto!

Ya no le importaba llegar tarde al trabajo; al fin y al cabo iría solo para renunciar, pero dudaba… ¿Y si era una broma? ¡Carajo! Tenía que ser una broma. ¡Descabellada, demás! ¡A quién se le ocurría! ¿Él, candidato a presidente? ¿Él, un don nadie que ni siquiera votaba? Un buscavidas al que la política ni fu ni fa… ¡Pero, no! No podía ser un abroma. Víctor era un tipo serio, incapaz de pergeñar algo así. Además, ¡le habían dado cinco mil dólares!

Aquí tiene un adelanto —dijo Oropeza al entregarle el sobre—, acéptelos como muestra de buena fe.

¡Qué locura!… Lo más cerca que había estado de la política fue aquella vez que lo detuvieron en una manifestación por los desaparecidos de la dictadura, a la que asistió solo para estar con Lisa. En esa época de hormonas alborotadas y minifaldas diminutas la habría seguido al infierno si se lo pedía, y acaso ahí fueron, aunque al principio creyó estar en el paraíso, porque cuando los soltaron, ella estaba tan angustiada y excitada por el miedo, que al fin bajó la guardia y se le entregó en un hotelito del centro. ¡Uf, qué noche!… Después, ¡claro!, el romance se convirtió en tragedia cuando entraron a escena el embarazo, el casamiento perentorio, la decepción, el divorcio y la puta pensión alimenticia que lo obligaba a pasar sus noches entre latas abolladas y frutas podridas.

«La política es así», pensó, «te seduce con promesas y uno acaba siempre hundido en la misma mierda».

¡Pero cinco mil dólares eran más que una promesa! ¿Qué podría salir mal? Al fin y al cabo, como dijo Oropeza: «la política es una farsa y la democracia, una cartelera de reestrenos».

¡Qué le importaba si el papel era de Hamlet o de candidato a presidente!… Él era actor, y acababan de contratarlo para un protagónico con muchísimo público, transmitido por todos los medios y con una cobertura de prensa por la que cualquier productor teatral daría el alma ¿¡Qué más quería!? ¿Acaso no había soñado siempre con una oportunidad como esa?

Ciertamente no era Vittorio Gassman, pero sí mejor que Reagan, y un libreto a favor de la ecología sería, sin duda, mucho más verosímil y fácil de interpretar que aquel disparate de la Guerra de las Galaxias… Nada cambiaba realmente respecto a lo que ya había hecho tantas veces en el teatro: estudiaría al personaje hasta meterse en su piel y se convertiría en él durante algunas horas al día. ¡Eso era todo!

Además, no había que subestimar el aporte de una buena producción. El vestuario y la escenografía jugarían su papel, y se notaba a leguas que el tal Cándido Oropeza era un empresario lúcido, con recursos suficientes para montar un buen espectáculo.

Por otro lado, algunas de las frases que soltó al azar, eran propias de un excelente dramaturgo.

Seguramente ya estaría trabajando en el libreto.



Primer boceto de la obra 

Escalante estaba en lo cierto. Mientras él tomaba el autobús al supermercado tratando de convencerse de que no estaba soñando, Cándido Oropeza analizaba encuestas y estudios de mercado cada vez más convencido del enorme potencial del Partido Verde.

Un mes atrás, cuando empezó a redactar los documentos, la intuición le sugirió algunas ideas disparatadas en las que no se detuvo por pudor, ya que implicaban traicionar las directivas del Dr. Herrera del Castillo, pero ese remordimiento se había disipado y, todavía resentido por la estupidez supina de la dirigencia del partido, decidió consultar a su padre.

Don Reynaldo Oropeza leía en el estudio cuando Cándido golpeó la puerta, entró y preguntó si podían hablar. El viejo siempre podía tratándose de su hijo.

Necesito preguntarte algo, papá…: ¿Qué tan fiel le eres al partido? —el viejo rió echando la cabeza hacia atrás y dijo:

¡Ay, Cándido, Cándido! Eres un muchacho brillante, pero a veces… ¡Yo solo le soy fiel a nuestros intereses, m’hijo! Siempre he financiado a ambos partidos. No podemos arriesgarnos a no tener mayoría parlamentaria ni a la posibilidad de dejar al Congreso sin quorum cuando nos haga falta —Cándido juntó las cejas confundido.

Pero, entonces, ¿por qué me hiciste entrar al PNUC, con esa cáfila de imbéciles?

Porque el acuerdo que hice con Marcial fue mejor que la oferta de los neoliberales. Si ganan las próximas elecciones, lo cual es muy probable, podrás elegir entre el Ministerio de Hacienda y la presidencia del Banco Central… El acuerdo sigue en pie, pese a que tu intervención en el pleno del mes pasado hizo dudar a algunos dirigentes.

Cándido no tenía idea de ese acuerdo, y aunque no le desagradaba, las posibilidades que ofrecía el Partido Verde seguían pareciéndole más atractivas. Le comentó a su padre que el objetivo del proyecto no podría cumplirse; los estudios indicaban que los votos de la izquierda eran de militantes fieles, comprometidos con la causa y decepcionados de la política tradicional, de modo que el Partido Verde acapararía más votos de la derecha que de los Rojos; pero…, si se consideraba la posibilidad de traicionar a los ultraconservadores, el panorama era muy distinto y abría un amplio abanico de posibilidades: la nueva moda ecológica les garantizaba propaganda gratuita y militancia aguerrida; la plataforma programática Verde podía ser vaga en cuanto a lo político y económico, ya que se centraría en otros aspectos, y esa vaguedad, bien manejada, permitía captar adeptos de todas las tendencias, incluso hacer alianzas con cualquier partido, ya que nadie se atrevería a estar en contra del medio ambiente. «Eso, en la actualidad», argumentó Cándido, «sería una especie de herejía, algo así como negar a Dios en la Edad Media»… En definitiva, estaban ante la oportunidad de crear una fuerza política cuyas iniciativas, basadas en el cambio de la matriz energética y la explotación racional de los recursos naturales, no solo no admitían oposición por razones morales, sino que requerían de fuertes inversiones, y eso, para la banca era un vergel.

Estoy de acuerdodijo don Reynaldo—, tiene potencial. Confío plenamente en tu capacidad. Si te gusta el proyecto, adelante… Es más, con la excusa de quitarle votos a la izquierda (no divulgues tu pronóstico), puedo hacer que los neoliberales también te financien por debajo de la mesa.

Los ojos de Cándido se abrieron enormes. No era ingenuo, pero la astucia de su padre hacía que se sintiera niño a veces; quizás por eso pudo apreciar mejor la estética de la travesura que se proponía y se despidió en silencio, sonriendo y agitando el índice hacia don Reynaldo: el mismo gesto con el que él se hacía cómplice sus fechorías infantiles a espalda de mamá —en paz descanse.

 

Un cambio de enfoque

La reunión con los representantes de U4Salelos asesores de campaña más exitosos del mundo— fue en inglés y empezó mal.

A los cinco minutos de iniciada la presentación, Cándido Oropeza interrumpió con voz recia al ejecutivo que señalaba los gráficos:

¡A ver, a ver! Esto es una broma, ¿verdad?… Ustedes me están jodiendo.

De ninguna manera, doctor Oropeza. No bromeamos con nuestro trabajo.

¿En serio están sugiriendo que promovamos la pena de muerte?

Sí, por supuesto. Con el Partido Ecologista de México tuvimos resultados excelentes.

¡No me jodan! —exclamó riendo—. ¿Y cuál fue el lema del Partido Ecologista de México?: ¿Salve a las ballenas; mate un marinero?… ¡Señores, seamos serios! —los tres asesores se miraron entre sí y Cándido continuó—. No sé si U4Sale diseña las campañas asumiendo que todos somos idiotas o los idiotas son ustedes, pero a juzgar por los trajes que usan, asumo que no se trata de lo segundo… que para los amos del mundo, la República de Calamuchita es lo mismo que México, Chile, Paraguay o cualquier país bananero (así nos llaman, ¿verdad?); que para ustedes somos solo materia prima, graneros que satisfacen su gula y sostienen el consumismo, insostenible por sí mismo, de las grandes potencias…, pero en estos muladares que tanto desprecian, señores, vive gente: seres humanos con un nivel medio de educación muy superior al de los países dominantes que, sin embargo, no tienen derecho a elegir su propio gobierno porque una oligarquía genuflexa, que hizo de Calamuchita el patio trasero del primer mundo, se lo ha vedado… Nosotros proponemos cultivar nuestro propio jardín, señores. ¡La plataforma del Partido Verde debe basarse en el sentido común, no en propuestas ridículas! Ya les había esbozado la idea claramente: «renegar de la política tradicional y apelar al buen juicio de la gente»Esos son los preceptos para la planificación de nuestra campaña, y si sus intereses o los de sus promotores se ven vulnerados y no quieren asesorarnos, solo díganlo… Tienen dos días para presentar un proyecto acorde a lo que solicité —se puso de pie, les dio la espalda dirigiéndose al perchero, tomó su gabardina y se despidió—: Buenas tardes, señores. Y por favor, no nos hagan perder más tiempo.

Los asesores de U4Sale quedaron atónitos. Se consideraban a sí mismos el hada madrina de los políticos. Ellos, con su varita mágica de propaganda, calumnias e intrigas concedían deseos de poder, ¡y nadie, jamás, le había hecho un desplante a su hada madrina! Pero aunque el desconcierto de los gringos fue mayúsculo, ni se comparaba con el del propio Cándido Oropeza que, mientras bajaba en el ascensor (y acaso esta aparente contradicción describa su sentir mejor que cualquier explicación), empezó a tomar consciencia y a alarmarse de la actitud que acababa de adoptar con tanta convicción… ¡Por Dios! ¡Qué había hecho!

Llegó al estacionamiento, subió a su Aston Martin y se quedó tieso con las manos en el volante, tratando de explicarse por qué había obrado de forma tan inconveniente: no solo acababa de despreciar los servicios de los mejores asesores de campaña, los únicos que le garantizaban un siete por ciento de los votos (casi el doble de lo que pretendía), sino que los había liberado para asesorar a un rival…

Quizás el asunto todavía podía arreglarse, pero en el fondo tenía la certeza —etérea, pero certeza al fin— de que su indignación ante el insulto a su inteligencia de esos gringos impertinentes era legítima; de que tenía derecho a estar enojado, a no aceptar ser otra marioneta de titiriteros anónimos que manipulaban la realidad a su antojo. ¡Claro que sabía que así funcionaba mundo!, pero no tenía vocación de Polichinela.

Acudir al consejo de su padre en ese estado de desconcierto era imposible. ¡Estaba solo! Necesitaba aclarar sus ideas, organizarlas en una estructura coherente que convirtiera su columbrada convicción en un proyecto afín a los intereses de la banca…, de la familia.

Condujo por la costanera, se detuvo en el mirador, frente al río —donde llevaba a las muchachitas cuando volvía de Suiza en las vacaciones du lycée—, puso la sinfonía Concertante en Mi bemol mayor y reclinó el asiento.

Le bastaron dos pitadas al porro que tenía en la guantera para que todo empezara a cobrar sentido y, media hora después, partió raudo a la casona que sería la sede del Partido Verde Ecologista de Calamuchita, ya refrendado por el Instituto Electoral gracias a las más de cien mil firmas obtenidas a cambio de un sándwich de berenjena a la milanesa y un refresco por militantes de las ONGs que lo apoyaron.

 

Reescribiendo el libreto

Oropeza fue directo al salón, donde Escalante estudiaba el primer boceto de la obra que le había preparado:

Hola, Pedro. ¿Cómo estás? ¿Cómo vas con eso?

Buenas tardes, doctor… ¡Uf! Complicado. Estoy tratando de entender al personaje, pero me sigue pareciendo muy artificial. Ya le encontraré la vuelta, no se preocupe. ¿Cómo le fue a usted con los gringos?

¡Un desastre! —se quejó Cándido sonriendo—. A tal grado que decidí no contratarlos. Pero fue un buen desastre, uno de esos derrumbes que sirven para reedificar y, por lo que acabas de decir, creo que te gustará el cambio de rumbo… Dime: ¿qué es lo que te cuesta asimilar del personaje? ¿Por qué te parece artificial, si es el arquetipo de un político?

No sé doctor —dijo Escalante—. Tal vez sea precisamente por eso. Me parece inverosímil tanta hipocresía. Como le dije antes, yo de política no sé nada; nunca me interesó porque no la entiendo. Siempre creí que las cosas debían ser más simples: al pan, pan, y al vino, vino, ¿entiende?… Hace un rato, tratando de encontrar alguna referencia para entender mejor el papel, se me ocurrió que tiene una cierta similitud con los curas y los médicos.

¡A ver, a ver! ¿Cómo es eso? —preguntó Oropeza interesado.

Es que los curas nos meten miedo en latín, ¿vio?, y si uno va al doctor porque le duele una pierna, digamos, él empeza a recitar su lista de términos incomprensibles: fibromialgia, trombosis arterial y esas cosas que, como nadie las entiende, terminan invistiendo al matasanos de un aura de sabiduría… ¡Es una treta, claro! Una artimaña usada también por los políticos, que siempre tratan de complicarlo todo y, para serle franco, ésto —agitó el manojo de papeles que tenía en la mano— hace que Macbeth parezca una obra infantil —Escalante, sin ser consciente de la profundidad de su discurso, se sumó a la carcajada de Oropeza que, apenas recuperó el aliento, sirvió un par de güisquis diciendo:

Sí, tienes razónCuando te dije que la democracia es una cartelera de reestrenos me refería a que cambian los actores, el vestuario y el decorado para representar siempre la misma farsa… ¿Y si propusiéramos algo nuevo? Una comedia distinta, con tintes surrealistas y un protagonista más parecido a ti: un tipo decepcionado de la política tradicional, que la defenestra desde el sentido común, que le llama pan al pan y al vino, vinoAlgo más al estilo de Molière, no tan shakespeariano… ¿Qué te parecería?

Escalante encogió los hombros tratando de adivinar si aquello era una broma, y como Oropeza seguía expectante, no tuvo más remedio que decir algo:

Yo no sé de esto, doctor. No entiendo qué es lo que se propone, pero soy un actor dúctil, puedo interpretar a cualquier personaje, y Molière me encanta.

¡Tira esos papeles a la basura, Pedro!, y ya no me digas doctor, tutéame, dime Cándido… Trae la botella de güisqui y siéntate aquí conmigo. Vamos a reescribir el libreto.

Y para darle contexto, Oropeza le esbozó a Escalante las verdades en las que debería enmarcarse la pantomima, aunque resultaran difíciles de creer: le dijo que al poder lo sostiene una compleja red de mentiras que conforma la trama de nuestra realidad absurda; que los políticos, en especial los del tercer mundo, no tienen poder real, y cualquiera que llegue a la presidencia, sea de derecha o de izquierda, maniatado por compromisos previos tendrá que bailar la música que le toca el Sistema: ese ente tan etéreo como real, manipulado por un grupito anónimo que decide el destino del mundo. «Y el que quiera revelarse, apartarse del Sistema», agregó, «hará de su país otra Corea, Vietnam del Norte, Grecia, Cuba o Venezuela». El poder del presidente —incluso el de los Estados Unidos—, según Cándido era solo una ilusión, un engaño para darle sentido a eso que llamamos democracia y hacerle creer a la gente que podía decidir algo con su voto. Las decisiones importantes se tomaban en el asiento trasero de un Rolls Royce o un Maybach (Pedro ni siquiera conocía esa marca), y alguien que había financiado la campaña del presidente en cuestión —o lo tenía agarrado de los huevos por cualquier otro motivo— se las dictaba en reuniones que, según los registros, nunca sostuvo.

Según él, los políticos del tercer mundo eran solo monigotes cuya función consistía en entregar la riqueza del país a las multinacionales, y cuando esa sangría ya había sumido a la nación en una crisis asfixiante, nos aflojaban un punto el cinturón —«porque un cementerio de muertos de hambre no es lucrativo», acotóy los sinvergüenzas se autoproclamaban salvadores de la Patria con bombos y platillos… Toda la economía de occidente estaba orientada a sustentar el consumismo desmedido de las grandes potencias.

En definitiva —resumió Cándido—, el capitalismo antropofágico funciona muy bien si hay víctimas en el sur que paguen con su miseria el déficit del norte, pero pretender replicarlo en el tercer mundo es ridículo No puede practicarse el canibalismo si no hay a quien comerse, ¿entiendes?

El pobre Pedro lo miraba con los ojos como dos de oro. No podía creer aquella trama macabra, pero sabía que el padre de Cándido tenía un Rolls Royce y preguntó:

Pero, ¿usted no es capitalista, acaso?

Sí, Pedro, pero el capital en sí no es el problema; hasta una modista necesita capital para comprar su máquina de coser. Las economías colapsan porque la gula desmedida de ciertos grupos de poder propician el consumismo, que consiste en venderle a la gente más de lo que puede comprar —el actor no entendía cómo aquello era posible—. Es simple, Pedro: cuando compras en cuotas la ropa de tu hijo recurres al crédito porque no puedes pagarla. Empeñas una parte de tu vida futura (el tiempo que trabajarás para pagar las cuotas) y gastas dinero que todavía no tienes. Otros se endeudan de por vida para comprar una casa. Obviamente, llega el momento en el que no es posible venderles nada más, porque ya gastaron lo que ganarán en los próximos veinte o treinta años, y la economía colapsa… Aturdidos por su ambición desmesurada, los promotores del consumismo tardaron en darse cuenta de que ese capitalismo caníbal era insostenible por sí mismo, que para hacerlo viable necesitan víctimas… La crisis que empezó con la Gran Depresión del 29 duró hasta la Segunda Guerra, y de ahí en adelante buscaron tener siempre a mano a un pobre infeliz que pagara el pato: apenas terminó la guerra, fundaron la Escuela de las Américas, y veinte años después había dictaduras militares en casi toda Sudamérica; veinte años más tarde invadieron Irak; luego repartieron su déficit vendiéndoles deudas incobrables a jubilados y obreros de todo el mundo (¿recuerdas los activos tóxicos?). «En fin. Una guerra por aquí, mineros escupiendo los pulmones para sacar cobre barato por allá, trigo por monedas, espejitos por petróleoEsos son los pilares de la economía mundial».

Pedro empezaba a comprender la mecánica de esa máquina infernal. Se sintió menos hombre, una pluma presa no del viento del azar, sino del soplido deliberado de dioses mezquinos, y tuvo —de nuevo sin ser consciente de ello— otra de sus intervenciones lúcidas:

¡Pero, doctor!… Perdón, Cándido…, así, como me lo acaba de explicar, la política y la economía no son tan incomprensibles. Me parece horrible lo que dijo, ¡monstruoso!, pero lo entiendo; está al alcance de la gente comúnQuizá mi personaje debería hacer lo mismo que usted acaba de hacer conmigo: explicar los vericuetos de la política y la economía con palabras simples, usando ejemplos de la vida cotidiana que un ama de casa pueda entender…

Muy pronto se pusieron de acuerdo: el personaje sería satírico, sin afiliaciones ideológicas de ningún tipo, y arremetería contra la política tradicional ridiculizándola desde el sentido común. Claro que para dotar a la obra de cierta coherencia, para darle algún grado de verosimilitud, la candidatura de Pedro Escalante no podría anunciarse así como así: tendrían que sustentarla, crear opinión a favor de que fuera candidato a la presidencia…

Oropeza propuso empezar con un programa de radio en el que Pedro analizaría la política nacional en tono jocoso, burlándose de su absurdidad… ¿“Calamuchita al desnudo”?, ¿“Las mentiras que nos juran”? (Puede ser). ¿“La justa”? ¿“Sin vueltas”? (Me gusta)… Ya elegirían el nombre. Antes debían escribir los libretos, ensayar, grabar un piloto…

Omitiré detalles. El programa se llamó “Entre nosotros” —el locutor agregaba: “La verdad que no nos dicen, revelada por Pedro Escalante”— y fue un éxito instantáneo.

En dos semanas acaparó la audiencia y poco después empezó a trasmitirse en diferido por televisión en horario central, justo antes del informativo.

Incluso asistieron al programa algunos invitados que creyeron poder salir indemnes del sarcasmo de Pedro.

Ninguno lo consiguió.

 

Consejos de un director curtido

El reloj de la sala ya había dado la medianoche cuando Cándido metió su auto al garaje y entró a la mansión por la cocina. Silvano, el mayordomo, tragó el último bocado de salchichón con queso, se paró derechito y, tras limpiarse la boca con la manga, informó al señorito de que don Reynaldo lo esperaba en el estudio.

Cándido hizo una mueca. Era raro que Silvano estuviera despierto a esa hora. Temió algo grave y fue a reunirse con su padre.

Don Reynaldo se había dormido frente a la pantalla que mostraba cotizaciones de cereales en la bolsa de Boston. Cándido le sacudió el hombro:

¿Qué pasa, papá?

¿Eh? Ah, sí… ¿Qué pasa? ¿Qué pasó? —su hijo lo miró tan confundido como él—. ¿Qué pasó con U4Sale?… Marcial me llamó esta tarde diciendo que los rechazaste; que les diste un discurso comunista y no sé que otros disparates —Cándido no pudo contener la carcajada—. Sí, yo también me reí, pero el pobre hombre estaba tan desesperado que…

¡No le hagas caso, papá! Don Marcial sería incapaz de entender lo que pasóMe enojé, eso lo resume. Insultaron mi inteligencia y tuve un arrebato de dignidad. Ya me conoces… Querían que propusiéramos la pena de muerte a secuestradores. ¿Te imaginas? ¿Un partido ecologista que quiera matar gente? —don Reynaldo rió—. Bueno…, ahora que lo pienso, considerando que somos la mayor amenaza al medio ambiente no es tan descabellado —y rieron los dos.

Pero, ¿qué pasó? ¿Qué les dijiste?… ¿De dónde sacó Marcial eso del “discurso comunista”?

Quisieron manipularme, papá, y tú me criaste para ser titiritero; no me siento cómodo cuando otro me mueve los hilos —le contó cada detalle de la junta y terminó diciendo—: Salí de la reunión casi arrepentido, pero con la sensación de haber hecho lo correcto. Después lo pensé bien, recordé muchas cosas que me has enseñado, y me di cuenta de que fue una buena jugada.

Lo único que entendí es que me estás echando la culpa a mí. ¿Qué tiene que ver en esto lo que te enseñé?

¡Todo, papá! Solo a ti te escucho; tus consejos son los únicos que acato ciegamente; sé que eres más inteligentes que yo… Apenas concebí este juego, me pusiste un as en la manga que hizo imposible que perdiera. Tu acuerdo con don Marcial es una póliza de seguro… A mí no me interesa la política. Los políticos son monigotes, instrumentos desechables al servicio de intereses que ni siquiera entienden. El poder es otra cosa; no está en manos de políticos; incluso el capital lo ostenta solo de forma tangencia, en la medida que te da la posibilidad de manipular la realidad… El verdadero poder está en la facultad de cambiar el modo de vivir de la gente y reestructurar su escala de valores. Obviamente, el pueblo debe creer que la decisión de cambiar fue de ellos, y para eso está ese retablo de Maese Pedro que llaman democracia, donde los políticos hacen sus piruetas y malabares —don Reynaldo escuchaba atento, con los ojos entornados. He analizado todos los escenarios posibles, papá, y no hay forma de perder. Según lo previsto, obtendremos entre cuatro y seis por ciento de los votos. Parece poco, pero el mapa político de Calamuchita ha cambiado; la votación será muy pareja. Los neoliberales no harán alianzas con el PNUC, y ninguno de ellos la hará con los Rojos, de modo que nuestro cuatro o cinco por ciento podría decidir las elecciones, ¿estás de acuerdo? —don Reynaldo asintió sonriendo—. Si nos va mejor de lo esperado, ni hablar; y si nos fuera terriblemente mal, tampoco perdemos, porque mañana mismo le explicaré a don Marcial que acercarme a los Rojos fue una estrategia: la única forma de acaparar votos de la izquierda sin afectar a la derecha y, tras el eventual fracaso, asumiré el ministerio y haré difundir en la prensa que el Partido Verde fue una burla a la clase política urdida por anarquistas, quienes propusieron la candidatura de Ecomán porque el Instituto Electoral se negó a aceptar a Lucifer, el gorila del zoológico, porque no tenía su certificado de bachillerato (¡no te rías!, no es broma)… Mi objetivo, papá, no es la relevancia política. De hecho, mi nombre no figura en ningún lado. Lo que quiero es manipular la realidad desde el anonimato: digitalizar el dinero; que los bancos privados podamos emitir moneda a la par del Banco Central en forma de crédito, y que, mediante la digitalización de las transacciones, todo el dinero real del país recale en las instituciones privadas, ¡en nuestros bancos! Quiero formar parte de la Sociedad Mont Pelerin y el Club Bilderberg; lograr que seamos una opción atractiva para los grandes capitales internacionales, y eso, papá, requiere de estar varios escalones por encima de los políticos… Las marionetas no se sientan a la mesa del titiritero.

¡Qué sinvergüenza de mierda! —exclamó don Reynaldo, y a Cándido se le heló la sangre.

No recordaba haber escuchado nunca una expresión vulgar de su padre, pero las memorias que más hondamente nos han marcado se disfrazan de olvido; por eso se puso lívido, el corazón empezó a golpearle el pecho con furia y solo pudo balbucir:

Pero, ¿por qué, papá?… Si te parece mal, desisto ahora mismo.

¡Qué sinvergüenza de mierda! —repitió don Reynaldo, y Cándido cayó desarmado en el sofá—. ¡Así que soy más inteligente que tú, sinvergüenza!… Ciertamente tengo más experiencia, pero m’hijo, recién empiezo a entender el alcance de tu proyecto ¡Es brillante!

Cándido respiró aliviado y al fin pudo sonreír. El orgullo de su padre le pareció evidente y fue feliz por un instante, pero el rostro de don Reynaldo de pronto se tornó adusto, su voz adquirió un tono distinto, con pausas e inflexiones que ahondaban la gravedad de sus palabras:

Lamentablemente, Cándido, la experiencia no puede enseñarse; se resiste a las transferencias y es una impuntual empedernida. Como se forja de errores consumados, siempre llega tarde. Sin embargo, te voy a advertir un par de cosas. La primera es simple: creer que puedes prever todos los escenarios posibles es un acto de soberbia propio de la juventud. El azar es caprichoso m’hijo, y muchos proyectos han fracasado por hechos fortuitos, imposibles de predecir La segunda es más compleja; no espero que lo entiendas ahora, pero por favor, recuérdalo, porque tal vez sea lo más importante que puedo enseñarte… Yo también fui joven y ambicioso. No tenía tu talento, y acaso eso me haya salvado, pero me da mucho miedo saber que vas a lograr lo que te propones… Miedo por ti —la frente de Cándido se arrugó—. Con los años uno empieza a entender la importancia de apoyar la cabeza en la almohada y dormirse en paz… Tú quieres manipular la realidad, y para alguien con tu formación, inteligencia y respaldo es una ambición legítima. ¡Pero ojo!… Afectar la vida de la gente te hace responsable de sus destinos, y algún día aprenderás la lección más importante de tu vida: la culpa es tan grande como la ambición que la provoca”En algún momento algo saldrá mal y entonces, por favor, recuerda esto: ningún proyecto, ningún logro es más importante que estar en paz contigo mismo. Es preferible fracasar a comprobar de primera mano que cuando uno vende el alma, ya no puede recuperarla¿Prometes recordarlo?… ¡Bien! Es tarde, me voy a dormir. Hasta mañana, hijo.

Don Reynaldo se despidió restregándole el pelo, igual que cuando Cándido era niño.

Él se recostó en el sillón, pensando en las palabras de su padre, y en seguida se quedó dormido.

 

Mise-en-scène

La primera edición de Entre nosotros” empezó así:

¡Buenos días, señora! ¡Buenos días, señor!… Soy Pedro Escalante y aquí, entre nosotros, les contaré verdades que no nos dicen… Algunos me acusarán de cizañero, pero no es mi intención, se lo aseguro. Yo creo que ocultar la verdad es una forma de mentir, y aunque a veces nos mentimos a nosotros mismos por comodidad, o porque la verdad es demasiado horrible, lo cierto es que a nadie le gusta que otros le mientan… Y sin embargo nos mienten todos los días, a cada rato. Vivimos en un país, en un mundo, manipulado por sinvergüenzas que hacen de mentir un arte y lo convierten en su medio de vida. Son, digamos: mentirosos profesionales¡Ay!, señora, ¡qué suspicaz es usted!… ¡Y usted señor!, el que sonríe… ¿por qué piensa que hablo de los políticos? Podría estar hablando de…, no sé, de…, de los… Bueno, ahora no se me ocurre nada, pero al menos, antes de sonreír con tanta picardía pudo esperar a que yo dijera: “Me refiero a los políticos”… ¡Qué profesión horrible! Pobre gente. Me imagino que cuando uno de ellos llega a casa y le dice a su mujer: “te quiero mucho, mi amor”, ella entornará los ojos desconfiada y le revisará los bolsillos apenas el tipo se meta a la ducha… Pero dejemos eso, dejemos eso… Al contrario que esos sinvergüenzas, yo sí cumpliré mi promesa y les voy a decir aquí, entre nosotros, la verdad que nos ocultan… Supongo que usted, como yo, estará trabajando, ¿verdad? Es lógico. Hay que comer, vestirse, pagar las deudas… ¡Ah, las deudas! ¡Qué martirio! Ganamos tan poco que nos vemos obligados a gastar lo que todavía no tenemos… Usted, por ejemplo, ¿cuánto debe?… ¡No me lo diga!, pero calcule. ¿Cuánto?… ¿Está segura?… No señora, ¡es mucho más! A eso le tiene que sumar como dieciséis mil dólares… Y usted señor, el que dijo: «¡Nada! Ayer pagué la última cuota de la licuadora, y aunque tendré que comprar otra, porque se quemó apenas venció la garantía, gracias a Dios, no debo nada»… ¡Lo siento señor! Usted, como yo, debe más de dieciséis mil dólares… No es culpa nuestra, nosotros no pedimos ese dinero, no vimos ni un peso de eso, ¡pero lo debemos!, porque los políticos a los que hemos votado lo pidieron prestado en nombre de todos nosotros. Calamuchita debe más de ochenta mil millones de dólares, así que cada uno de sus cinco millones de habitantes tendremos que pagar, redondeando, unos dieciséis mil… Es lo que llaman Deuda externa pública, y no sirve de nada, señora, que diga: «¡Ah, no! ¡Ni loca voy a pagar eso!»… No sirve de nada porque todos estamos pagando, ¡queramos o no!… ¡El asunto es grave!, pero los políticos no se lo explican por la misma razón que un ladrón no alardea con su víctima… ¡No, no!, perdón, no me haga caso. Es una mala comparación. Los ladrones a veces tienen vergüenza, pero los políticos no. Ellos lo complican todo para que usted crea que es incapaz de comprender la compleja economía… ¡Mienten, señora! ¡Mienten, señor! ¡Nos mienten descaradamente!… Cualquiera que sea capaz de llegar a fin de mes con un salario miserable sabe mucho más de economía que esos sinvergüenzas…, y aquí, entre nosotros, le contaré la verdad de la deuda externa después del corte (música de suspenso).

El dinamismo de Pedro Escalante era hipnotizador; las inflexiones e imitaciones de voces, hilarantes. Tenía un don natural para la comedia y la seriedad del tema se diluía en las risas que provocaba. Oropeza aplaudió con entusiasmo aquel primer segmento, meneando la cabeza, y como las operadoras telefónicas no daban abasto, atendió él mismo a una tal Gumercinda que, alarmada, aseguró que ella no pagaría un centavo de esa deuda. Ni siquiera sabía a qué olían dieciséis mil dólares. ¡Cómo, en nombre de Dios, podían pretender que los pagara!… Cándido tuvo que tranquilizarla y le aseguró que el señor Escalante se lo explicaría después de los anuncios.

Imaginemos que a usted le va muy bien y decide comprarse un auto —comenzó diciendo Escalante en el segundo segmento—. Llega al banco con su recibo de sueldo, partida de nacimiento, vacuna antitetánica, antirrábica y todo lo que le pidieron. El ejecutivo mira los papeles, frunce la boca y le dice que necesita un aval. Usted entonces decide ir a visitar a su tío, el que tiene casa propia, y como el viejo es buena gente, firma… Le dan el préstamo y compra su autito. El trámite es complicado, pero cualquiera lo entiende… Ahora bien, cuando un político va al Fondo Monetario Internacional a pedir un préstamo, la cosa es un poco distinta. Para empezar, en vez del recibo de sueldo, ellos analizarán el P.I.B., que son las siglas de Producto Interno Bruto… ¡No se asuste! Ningún político se lo va a explicar, pero no tiene misterio: digamos que su esposo gana ocho mil pesos al mes y usted, que teje a pedido, gana otros dos mil. Diez mil mensuales en total. En un año, su hogar genera ciento veinte mil pesos; es decir que el P.I.B., o Producto Interno Bruto de su casa es de ciento veinte mil pesos. ¿Sencillo, verdad?… El P.I.B. del país se calcula igual, pero la cuenta es más larga, porque hay que sumar el valor de todo lo que se produce en Calamuchita en un año: tantas toneladas de lana, tantas de trigo, tantos mega watts de energía, etc.. Eso es el famoso P.I.B.… Pero volvamos a la oficina del Fondo Monetario: el político está pidiendo un préstamo para arreglar las carreteras, así usted podrá pasear en su auto nuevo sin romper la suspensión… Pero el F.M.I. no le presta al político, le presta al país, y como Calamuchita no tiene un tío buena gente que firme el aval, ellos obligarán al político a aceptar condiciones que nos perjudican a todos, como por ejemplo: que los sueldos no aumenten más de tanto por ciento; que la inflación sea tal; que se destine la mitad de los impuestos al pago de intereses, y una larga lista de exigencias que determinan cómo se administrará el patrimonio de Estado mientras se les deba dinero… Parece complicado, pero es lo mismo que si el banco, antes de darle la plata para su auto, le hiciera firmar que usted le pagará cada mes la mitad de todo lo que gane; que no podrá comprarle ropa a sus hijos ni vestidos a su esposa y que su familia tendrá que comer arroz con frijoles (¡sin carne!, bajo pena de ejecución de la hipoteca) hasta que termine de pagarles¿Se da cuenta? Hay que ser idiota para aceptar eso… Dígame, señora, si su esposo aceptara esas condiciones para comprar un auto, ¿usted qué haría?… ¡Pero claro!… Lo echa de casa en cuanto el sinvergüenza se aparezca, por muy lindo que sea el autito. ¡Nadie la culparía, señora! ¡Cómo va aceptar esas condiciones su marido! Los niños sin ropa, usted sin vestidos, comiendo arroz con frijoles y teniendo que sobrevivir con medio sueldo… ¡Ni siquiera podrán usar el auto, porque no tendrán para gasolina!… Sin embargo, a los políticos que hicieron eso no solo no los echamos a la calle, ¡sino que volvimos a votar por ellos!… Y si esto que le conté le parece grave, ¡espere!, porque se pone peor¡Esa deuda hay que pagarla! ¡Usted y yo tendremos que pagar esos dieciséis mil dólares queramos o no!… ¿Cómo? Muy sencillo: ¡con nuestra miseria!… Cuando el pollo sube de precio y el sueldo sigue igual, ¡estamos pagando!… Cuando nos cobran I.V.A. por las papas y los huevos, ¡estamos pagando!… Cuando tenemos que comprar el uniforme escolar de nuestros hijos dos tallas más grande, porque no podremos comprar otro hasta el año que viene, ¡estamos pagando!… Pagamos esos dieciséis mil dólares con cada impuesto y cada vez que el costo de la canasta familiar aumenta más que los sueldos… Con cada centavo que los políticos nos quitan del bolsillo usando sus artimañas, ¡estamos pagando la deuda que ellos contrajeron! ¡Yo no sé por qué permitimos esto!… Mi esposa me echó de casa por mucho menos… Y con esta confesión, me despido de ustedes hasta mañana Soy Pedro Escalante, y los espero para contarles aquí, entre nosotros, la verdad que no nos dicen… (música alegre).

Los programas siguientes fueron cada vez mejores. Escalante se amoldó perfectamente a su papel y lo disfrutaba mucho. La sonrisa con que saludaba a la gente y firmaba autógrafos al salir del estudio no era fingida. Incluso Lisa, su ex esposa, se apareció con el niño varias veces y acordaron almorzar juntos un par de días por semana.

Él era consciente de que había dos Pedros: el actor y el personaje, pero se le hacía cada vez más difícil distinguirlos.

Desterró su amargura y estaba tan feliz como lo creía su audiencia.

Naturalmente, su confusión no tenía nada de singular: era la misma confusión que tenemos todos: nos influye mucho la percepción que los demás tienen de nosotros; al fin de cuentas, todos somos actores interpretando un papel escrito por y para el prójimo.

 

Anuncio del estreno

Escalante no tardó en tener fanáticos, y el moderado esfuerzo de algunos políticos por denostarlo solo consiguió hacerlo más popular. Llevaba casi tres meses al aire cuando Máximo Montoya, representante del Partido Verde Ecologista de Calamuchita —a quien Pedro vapuleó en la entrevista aludiendo su pasado ultraconservador— le ofreció, ¡en vivo!, la candidatura a la presidencia.

Pedro fingió haberse ofendido. Tomó en broma aquella invitación ridícula y dijo que preferiría ser cuatrero antes que político, pero en cuanto Máximo Montoya se apegó al libreto de Oropeza, su intervención fue más lúcida y revirtió el ridículo que había hecho en la entrevista:

Mi ofrecimiento no es broma, señor Escalante. Fueron sus principios, su honestidad y su rechazo a la política tradicional lo que nos motivó a ofrecerle la candidatura… Nosotros también estamos decepcionados de los políticos; queremos ofrecerle al pueblo una alternativa, la opción de votar por una propuesta incluyente, no partidista, basada en la sustentabilidad bien entendidaLa palabra ecología”, señor Escalante, significa literalmente “estudio del hogar”. Algunos creen que es un delirio de vegetarianos, pero se trata de una rama de la ciencia que estudia la convivencia armónica de los seres vivos en su entorno, y nosotros ponemos especial énfasis en la gente, en los seres humanos… Para poder garantizarles un futuro a nuestros hijos y nietos, la producción del país debe ser sustentable. No es racional basar la economía de Calamuchita en recursos que tarde o temprano se agotarán, como tampoco lo es sangrar las arcas del Estado importando petróleo, que pagamos con la miseria de los humildes, mientras desaprovechamos los recursos de la tierra, el sol y el viento… Considérelo señor Escalante, por favor. Con alguien como usted al frente de nuestro proyecto, podríamos hacer mucho por el bienestar de nuestra gente…

Pedro siguió haciendo bromas como si no tomara en serio aquella propuesta absurda, jugando con el doble sentido, entre serio y jocoso, de frases como: «Cuando un político dice nuestra gente, habla de la dirigencia del partido», o «Debo reconocer que tenemos los mejores políticos que el dinero puede comprar»…, pero antes de terminar el programa había recibido más de seiscientas llamadas pidiéndole que aceptara la candidatura, y en los días siguientes, don Jaime, el cartero, empezó a considerar la posibilidad de jubilarse: su espalda ya no estaba para arrastrar esas enormes bolsas de lona hasta la recepción de la radio.

El plan iba viento en popa y Oropeza, más que satisfecho, cambió por completo la vida de Pedro: se encargó personalmente de renovar su guardarropa; hizo que dejara la pensión para mudarse a una linda casita en un barrio casi popular, casi elegante, propiedad de uno de sus bancos; le dio un autito usado en buen estado; las ONGs ecologistas llenaron la ciudad de pancartas con el logotipo del Partido Verde que decían: “Calamuchita necesita a ESCALANTE PRESIDENTE y un mes antes del inicio de la campaña, respondiendo al clamor popular, Pedro aceptó —también en vivo— la candidatura.

Al principio, solo algunos periodistas reaccionaron tímidamente al surgimiento del nuevo partido. Los políticos, en cambio, decidieron ignorarlo, como si se tratara de un acontecimiento menor, sin ninguna relevancia, pero el PNUC y los neoliberales, satisfechos por el avance significativo del proyecto de Cándido, dispusieron nuevas partidas destinadas a robarle votos a los Rojos y la poderosa compañía de refrescos que había promocionado Ecomán, además de financiar sus programas de radio y televisión con publicidad, convencida de que la imagen pública de un personaje asociado a la marca los favorecía, hizo considerables aportes al Partido Verde.

¡Tenían más dinero del que habían soñado sin que Oropeza tuviera que aportar un céntimo!

Pedro pasó el mes siguiente estudiando mañana, tarde y noche —de Esquilo a Bertolt Brecht, de Platón a Foucault, de Adam Smith a Milton Friedman…—, conversando y ensayando debates con Cándido, Máximo Montoya y Armando Latorre —el otro ex PNUC—, un chupatintas diminuto y ambicioso que se había pegado como estampilla al altísimo Montoya, y al que Pedro apodó “Mínimo” una tarde que, al verlos entrar juntos, impactado por la diferencia de estatura, dijo: «Llegaron Máximo y Mínimo». Las carcajadas de los militantes refrendaron el mote y se le quedó.

Fue un mes difícil para Escalante. Además de las presiones propias de la campaña, Lisa empezó a usar al niño de excusa para pasar más tiempo en la bonita casa de su ex que en la suya. Él no tenía interés en retomar la relación, pero la imagen de hombre de familia era más conveniente a su candidatura, así que se esforzó por no alterar el inestable equilibrio entre sus certezas y las esperanzas de ella.

Cándido lo ayudó mucho. Se convirtió en su confidente y nació entre ellos una suerte de amistad que, sin superar diferencias de clase, llegó a ser casi estrecha. Era él quien ponía en su lugar a Lisa cuando pretendía más protagonismo en la vida de Pedro y quien le enviaba los cheques de la pensión a su domicilio, no siempre en la misma fecha, para que la incertidumbre la obligara a permanecer en su casa al menos unos días.

Finalmente, tras muchos estudios, discusiones y pruebas de vestuario, llegó el día del estreno.

 

Primer acto

El anuncio de que el acto de apertura de campaña del Partido Verde tendría como escenario el estadio de River Brown —con más de treinta mil butacas— sorprendió a todos, y no faltó quien comentara en voz baja que Oropeza estaba loco. Las ONGs habían confirmado la asistencia de unas tres mil personas, y aunque la cifra no era nada despreciable, el cuchicheo de la militancia pronosticaba un chasco monumental.

Pedro estaba nervioso, temía tener que presentarse ante un estadio vacío y se lo hizo saber a Cándido que, sobreponiéndose a sus propias dudas, respondió sonriendo: «No subestimes el poder de convocatoria de las hamburguesas de berenjena y los refrescos».

El tiempo apuró el paso —siempre se apura cuando queremos detenerlo— y pronto llegó el día tan temido. Salieron de la sede del partido en un autobús repleto de incertidumbre, pero unas cinco o seis cuadras antes de llegar al estadio, todos se sorprendieron: familias enteras marchaban en procesión hacia la esperanza, con banderas y pancartas.

En el estacionamiento, los puestos que regalaban playeras y gorras verdes estaban rodeados por multitudes.

«¡Ay, carajo!», dijo Pedro, «esto no lo esperaba». Lo cierto es nadie lo esperaba, ni siquiera Cándido, que había decidido confiar en las estadísticas aun sabiendo que con ellas podía probar el intolerable nivel de pobreza de los noruegos, la opulencia de los sudaneses…, y lo contrario.

Tuvieron que abrir el acceso a la cancha y reclutar personal adicional de seguridad. Un grupo de militantes emprendió una verdadera odisea para reabastecer los puestos de comida, que habían agotado sus provisiones antes de la hora de inicio, y el Departamento de Bomberos demandó el cierra de las puertas del estadio para que no excediera su capacidad.

Quedó tanta gente afuera, que fue necesario poner altavoces en el estacionamiento.

Cuando Pedro Escalante subió con su hijo para mostrarle la multitud desde un costado del escenario, los aplausos fueron tan atronadores que, por primera vez desde su debut en el teatro, sintió pánico.

El actor tomó al niño en brazos y bajó del escenario corriendo, con los ojos desorbitados.

—Tendrás que acostumbrarte a las multitudes —le dijo Cándido, poniéndole la mano en el hombro—. No tengas miedo. Cada mañana, en tu programa de radio, tienes veinte veces más público del que hay aquí. ¡Tranquilo! Sabes tus líneas y eres un gran actor… Será fácil, no te preocupes, y esta noche lo festejaremos con una buena borrachera.

Pedro sonrió nervioso, temblando, pero cuando llegó la hora y se plantó frente al micrófono, el otro Pedro tomó las riendas:

—¡No soy político! —empezó—. No estoy aquí para mentirles ni prometer cosas que no podré cumplir… Soy un trabajador que tuvo suerte. Un hombre común, como ustedes, que gracias a la invitación del Partido Verde accedió a la posibilidad de representarlos. ¡Representarlos de verdad! Defender los intereses de la gente humilde de este país maravilloso; defender a las personas como nosotros, a quienes los políticos solo recuerdan cada cinco años, en época de campaña, cuando necesitan nuestro voto y vuelven a mentirnos, a hacernos promesas que no cumplirán, disfrazando su codicia de buenas intenciones tan falsas como ellos —el clamor fue ensordecedor; Pedro se quitó la chaqueta y remangó su camisa—. Ustedes me conocen por la radio y la televisión. Saben que cada vez que abogo por los humildes me acusan de Rojo, ¡de comunista!, como si eso fuera un insulto… Es el odio al que piensa diferente lo que les hace creer que me están insultando. ¡Pero que nadie se confunda! ¡No soy comunista! ¡No soy de izquierda ni de derecha! ¡Soy un hombre! Ni más ni menos. Una persona común, como ustedes, que sufre sus mismas penurias y lo único que quiere es vivir decentemente de su trabajo, en armonía con los demás… ¿¡Cómo es posible que en un país con seis hectáreas productivas por habitante, la mitad de su población viva en la pobreza y haya niños con hambre!? ¡No hay que ser Rojo para negarse a aceptar esa infamia! ¡Basta con tener un poco de sentido común, señoras y señores! —los aplausos y vítores estallaban con cada frase y Pedro iba evaluando las reacciones, haciendo énfasis donde convenía—. Dudé mucho antes de aceptar esta candidatura. ¡Yo no quiero ser político! ¡Nunca quise! ¡Desprecio a los profesionales del engaño! Pero ustedes me convencieron de que podía estar entre ellos sin contaminarme… Acepté porque nunca he escuchado de los políticos una sola propuesta racional, comprensible, que nosotros, la gente común, pudiéramos entender a cabalidad, y creí que ya era hora de cambiar eso, de ofrecerle al pueblo una opción distinta…, ¡porque el Partido Verde no es un partido político!, sino una agrupación con propuestas racionales, sin afiliación a ninguna ideología, apegado sólo al sentido común, que operara como partido porque la Constitución se lo impone… No abogamos por la demagogia populista ni por el capitalismo rapaz. Nuestra propuesta se basa en la sustentabilidad, que no refiere solo a energías renovables y a la administración responsable de los recursos naturales, sino, sobre todo, ¡a la estabilidad laboral! (clamor ensordecedor); ¡a la constancia y eficiencia de los servicios públicos! (aplausos); al respeto por nuestros mayores, que tras una vida de sacrificios ven diezmada su jubilación y no tienen la atención médica que la sociedad les debe (¡frenética algarabía!); a una política económica racional que no nos conduzca al endeudamiento ni a esas periódicas crisis y recesiones que ya nos tienen hartos (vítores y hurras) —Escalante alzó las manos y bajó la voz en tono reflexivo—. Yo sé, amigos míos, que todo esto suena igual al discurso de un político. En época de campaña todos se disfrazan de racionales, simulan ser gente de pueblo, tratan de congraciarse con el ciudadano común… Sé que la única diferencia evidente entre los políticos y yo es que ellos ya los han defraudado (del silencio de las tribunas surgió algún “¡Sí!”, “¡Todos!”, “¡Sinvergüenzas!”, “¡Esos malditos!”). Algunos pensarán que yo no los defraudé porque no he tenido la oportunidad (“¡No!”, “¡Escalante presidente!”, “¡Pedro Pueblo!”), pero mi hijo de seis años está aquí señoras y señores, entre ustedes —señaló al niño y un guardia lo subió al escenario; Pedro avanzó para tomarlo en sus brazos y regresó al micrófono para continuar—, y yo no quiero defraudarlo… Me aterra que un día se avergüence de su padre. Quiero que Calamuchita sea un país en el que él y sus hijos y los hijos de sus hijos puedan vivir con dignidad, sin miedo al desempleo —besó al niño y se lo devolvió al guardia entre vítores y aplausos—. No me interesa que sea rico. ¡Lo prefiero decente! ¡Quiero que sea un hombre honesto!… ¡Y para eso tengo que darle el ejemplo!…

El discurso continuó en el mismo tono, denostando a la clase política y apostando por el sentido común. Pedro cerró su participación exactamente a los cuarenta y cinco minutos, cobijado por un clamor sostenido de hurras, vítores y aplausos. Bajó del escenario de un salto, por el frente y, con su hijo en brazos, se paseó por la cancha entre la gente recibiendo muestras de afecto, firmando autógrafos y besando hijos ajenos. Cuando el suyo se cansó, mientras Máximo y Mínimo hablaban del potencial económico del río y de renovar la matriz energética con biodigestores y turbinas eólicas, Escalante recorrió las tribunas seguido por las cuatro militantes más hermosas de las ONGs, en minifalda, que llevaban fotos de él y bolígrafos con el logotipo del Partido Verde para firmarlas.

Finalmente, en una icónica pizzería que Oropeza había hecho cerrar, reservando todas la mesas, los dirigentes del Partido Verde Ecologista de Calamuchita y las ONGs asociadas (cuyos nombres completaron las listas de diputados y senadores) al fin pudieron manifestar su asombro.

Pero los más asombrados no eran ellos. Los periodistas que asistieron al acto con la certeza de que reportarían un completo fracaso ilustrado con fotos del estadio desolado, se agolpaban en las ventanas pidiendo declaraciones o en la puerta, tratando inútilmente de sobornar al personal para que los dejaran entrar.

Cándido le preguntó a Pedro si todavía tenía energía para conceder alguna entrevista, y como estaba lleno de adrenalina, tras breves enmiendas al libreto, mientras Oropeza flirteaba en una mesa del rincón con las cuatro beldades en minifalda, Escalante habló unos diez minutos con cada uno de los dos periodistas de mayor prestigio.

No sé por qué se asombra del apoyo que recibimos —le dijo Pedro a ambos—. La clase política está desprestigiada. En Calamuchita, eso siempre derivó en golpes de Estado, pero por primera vez en nuestra historia, el Partido Verde le ofrece a la gente una alternativa democrática a ese flagelo… Es importante que ustedes, los que forman opinión, entiendan que operamos como partido porque así lo imponen nuestras leyes, pero no somos un partido político en el sentido tradicional del término. No estamos afiliados a doctrinas apegadas a principios rígidos que ignoran coyunturas puntualesNosotros proponemos exactamente lo opuesto, es decir: sin apego a ningún dogma, atender las urgencias de nuestra sociedad de la mejor forma posible, con consenso nacional, y edificar un futuro que nos aleje de las crisis recurrentes¡A eso nos referimos con sustentabilidad!: a la construcción del futuro con crecimiento económico estable, constante y predecible, mediante el aprovechamiento del potencial productivo renovableSi mañana se encuentra oro o petróleo en Calamuchita, ¡qué bueno! Habrá riqueza para incrementar las reservas del Estado, edificar nuevas escuelas y hospitales, pero basar nuestra economía en recursos perecederos sería un gran error, porque tarde o temprano el oro o el petróleo se acabará y volveremos a sumirnos en la pobreza… El que gobierna un país debe asumir la responsabilidad de actuar en nombre de todos; en beneficio de todos. No puede, ¡no debe!, negarse a escuchar al que piensa diferente. Ninguna idea que conduzca al bien común debe ser ignorada a causa del nombre o la filiación ideológica de quien la expresaEse tipo de rivalidad puede tolerarse hasta cierto punto en el fútbol, ¡pero en la política es completamente absurda!

Creo que la genialidad del dramaturgo y su histrión quedó debidamente ilustrada.

Sobre la orgía de esa noche en un lujoso hotel del centro con las cuatro ecologistas prefiero omitir detalles. Solo diré que si Darwin hubiera explorado la naturaleza hasta sus límites más recónditos con la misma pasión de esas muchachas, la biología evolutiva sería menos teórica.

 

El arte de la improvisación

El primer imprevisto presagiado por don Reynaldo Oropeza había ocurrido y, aunque de todos los escenarios posibles el éxito apabullante del acto inaugural no era el peor, presentó algunos inconvenientes.

El Dr. Herrera del Castillo y Verdugo llamó a Cándido muy temprano al día siguiente:

¿¡Qué está pasando, muchacho!? ¡Las cosas no están resultando como esperábamos! Hubo diez veces más gente en acto verdolaga que en el nuestro… Yo no entiendo. No entiendo…

Usted sabe como es esto, don Marcial: las hamburguesas y refrescos convocan a mucha gente, pero no ganan votos…

Pero, Cándido, ese Juan de los Palotes nos ataca rabiosamente, está claro que cuando despotrica contra la clase política se refiere a nosotros…

Obviamente, doctor. Yo se lo había advertido: la estrategia consiste en atacar a los partidos tradicionales y acercarse a los Rojos. Pedro abogó por ellos, dijo que pretendían insultarlo llamándolo comunista. Es así como acapararemos los votos de la izquierda.

Sí, sí. Es verdad que me lo dijiste, pero acá, en la sede del partido, están todos muy nerviosos. Esta mañana, cuando el Gral. Cuadrado vio que los diarios le dedicaron más espacio a Escalante que a él, ya estaba haciendo planes para provocarle un accidente.

¡No diga eso por teléfono, don Marcial! Nos vemos esta tarde. ¿Le parece bien?

Apenas colgó, Cándido llamó a Iván Ivánovich Nayemnik (que había sido el chofer y guardaespaldas de su madre hasta que estalló su aneurisma) y a Pedro para citarlos en la sede del Partido Verde.

Iván había sido un agente legendario de la KGB al que le atribuían un sexto sentido sobrenatural por su habilidad para evitar confrontaciones (el expediente secreto de la CIA sobre cierto agente fantasma llamado Luckyman refiere a él). Cobraba caro, más del doble que otros guardaespaldas, pero no solo jamás habían herido a alguien bajo su protección, sino que ni siquiera habían atentado contra ninguno de sus clientes.

Lo que nadie sabía es que había tres Ivánovich.

Iván y sus dos hermanos mayores eran muy unidos, y mientras él protegía a sus clientes, Jasha y Dmitry —que pese a ser mastodónticos sabían pasar inadvertidos— lo protegían a él. Así había sido desde que la KGB le asignó su primera misión a Iván, que estaba muy nervioso y sus hermanos lo siguieron en secreto para cuidarlo. Aquella tierna muestra de amor filial se convirtió en método y desde fines del ‘91, cuando emigraron y se pasaron al sector privado, no era raro que un potencial atacante de sus clientes apareciera muerto tras ser asaltado en un callejón, se suicidara en el baño de un bar o fuera atropellado por un conductor que se dio a la fuga.

Y si algún crítico juzga prescindibles la anécdota precedente, es porque no conoce la importancia de los Ivanes en el tejido de la realidad: son ellos quienes sobrehílan la tela para que no se deshilache; los que evitan muertes inoportunas o propician cánceres aderezando filetes con isótopos de Cobalto, y Cándido, que como todo buen economista detestaba las variables aleatorias en sus ecuaciones, sabedor de que prever los imprevistos no era una contradicción, ese mismo día contrató a Iván para que fuera el chofer” de Escalante.

La campaña se desarrolló mucho mejor de lo previsto; los índices de aprobación crecían consistentemente y a Pedro le ocurrió algo extraño: estaba tan consubstanciado con el personaje, que llegó a creer que el otro era el actor.

Alguna vez Marlon Brando y Robert De Niro fueron Vito Corleone, pero al salir del set de “El padrino” volvían a ser ellos buena parte del día. Con Pedro Escalante era distinto: él despertaba para ser el candidato, se dormía siéndolo, y no tardó en soñar que lo era. Solo ante Oropeza se recuperaba a sí mismo, quizá porque reconocía en él a su Creador, pero para todos los demás, incluso para sí mismo, él era el hombre lúcido, agudo y preclaro que le daba esperanza a los humildes y nadaba con desparpajo entre tiburones.

Lo notó con asombro pocos días después de iniciada la campaña, y no le desagradó.

Durante una entrevista, el periodista lo acusó de generalizar al decir que todos los políticos mentían y hacían falsas promesas:

Debe reconocer, señor Escalante —agregó el entrevistador— que algunos no mienten.

¡Por supuesto que sí! Lo admito —respondió Pedro, y Cándido juntó las cejas; ¡aquello no estaba en el libreto!—. Todos dicen la verdad cuando acusan a sus rivales de mentirosos… ¡Absolutamente todos!

Las improvisaciones de ese tipo se hicieron frecuentes, cada vez más lúcidas y Oropeza, lleno de confianza en su divo, solía bromear diciendo entre risas que había engendrado un monstruo.

Después del debate televisivo con el Gral. Cuadrado, a quien Pedro vapuleó sin esfuerzo, Cándido dejó de responder a los reclamos del doctor Herrera del Castillo y de los neoliberales.

Las encuestas indicaban que obtendrían alrededor del veinticuatro por ciento de los votos, hasta que al azar se le antojó que un evento fortuito, derivado de un hecho irrelevante, le diera a la trama un giro inesperado.

 

Último acto: Deus ex machina

(fuera de programa)

A dos semanas de las elecciones tendría lugar el acontecimiento que se perfilaba como el más importante de la campaña: el debate entre el candidato neoliberal, Ronaldo Thatcher y Pedro Escalante.

Dado sus índices de aprobación casi idénticos y el alto porcentaje de indecisos, los analistas pronosticaron que ese show televisivo decidiría la segunda fuerza política del país, ya que el Gral. Cuadrado los aventajaba por seis puntos.

Thatcher era también un reputado economista al que Cándido conocía muy bien, y aunque sabía muchos de sus secretos más oscuros, no podía divulgarlos sin comprometer a su padre y a sus instituciones bancarias, así que optó por una confrontación ideológica…, o mejor dicho: por confrontar la ideología de Ronaldo Thatcher con la anti-ideología de Pedro Escalante.

Los días previos fueron tensos y arduos para Pedro. A sus largas jornadas visitando fábricas, hospitales y escuelas le seguían interminables discusiones y ensayos hasta la madrugada.

La noche anterior al debate, Pedro llegó a casa agotado, se sentó en la cama y, apenas se quitó los zapatos, cayó dormido de espaldas con la ropa puesta.

Por la mañana, Iván le sacudió el hombro para despertarlo: «¡Señor Escalante, señor Escalante!… Ya es hora». Él se levantó, tomó una ducha fría, un café cargado y, mientras se ponía la chaqueta, vio al pie de su cama los zapatos que se había quitado la noche anterior. ¡Estaban al revés! El derecho en la izquierda y el izquierdo a la derecha.

Lo invadió una imperiosa necesidad de corregir aquel incordio, pero cuando instigado por aquel impulso irracional se disponía a devolverle el equilibrio al universo, Iván abrió la puerta, asomó la cabeza y dijo: «¿Listo, señor Escalante? Estamos retrasados», de modo que se vio obligado a postergar su urgencia para salir apurado a un mundo mucho más imperfecto que de costumbre.

Al llegar a la sede del Partido Verde, Pedro repasó el libreto con los zapatos invertidos ocupando todos sus pensamientos. ¡No podía deshacerse de aquella imagen!

Por fin, ya en el camerino del teatro, mientras lo maquillaban y repasaba sus líneas, la turbación que le provocaba esa obsesión absurda desapareció.

El debate comenzó bien para Escalante. El respeto hacia él era notorio en la voz y la postura cautelar de Ronaldo Thatcher que, muy nervioso, balbuceó más de la cuenta cuando su rival criticó al neoliberalismo diciendo que aumentar los impuestos al consumo y bajárselos a los grandes capitales significaba aumentar la desigualdad, y que privatizar el patrimonio del estado era un robo descarado al pueblo de Calamuchita.

Todo se estaba desarrollando de acuerdo a lo previsto, hasta que Pedro, ya muy confiado, dijo:

La doctrina neoliberal, señor Thatcher, parece basarse en hacer todo al revésy la imagen de los zapatos invertidos volvió a acecharlo, aunque logró reponerse brevemente—. ¿De qué sirve el libre mercado si la gente no tiene poder adquisitivo? ¿Con qué argumento puede defender usted un sistema en el que Juan Pueblo debe pagar por las papas veinte veces más de lo que cobra por ellas el que las siembra, las cultiva y cosecha?… ¡El modelo neoliberal favorece a los especuladores y asfixia con impuestos al pueblo trabajador, que es el que produce la riqueza! ¡Todo al revés, señor Thatcher! ¡Todo al revés!

Mientras Ronaldo Thatcher balbuceaba, la imagen de los zapatos invertidos abrumó a Pedro hasta hacerlo perder el hilo del libreto, y entonces ocurrió lo impensable: Thatcher, creyendo haber salido de su predicamento más o menos bien parado, ganó un poco de confianza y dijo:

Los impuestos son tan necesarios como los medios de producción que generan empleos. Tenemos que crear condiciones que favorezcan la inversión extranjera. ¡Hay que ser realistas, señor Escalante!… ¡Hay que ser realistas!

La mente de Pedro era una maraña. Había olvidado sus líneas y mientras su contrincante decía aquello, tuvo la impresión de que la realidad se parecía a ese cuadro de Dalí con los relojes derretidos, pero al evocarlo, en “La persistencia de la memoria” no había relojes, sino zapatos al revés… Recordó la pose extravagante y provocativa del pintor catalán, que se burlaba de todos declarándose partidario por igual del anarquismo y la monarquía; pensó que “realista” también significaba “monárquico”, y respondió:

¡Le aseguro que somos realistas, señor Thatcher! Y los neoliberales también lo son, pero en un sentido muy distinto… Nosotros somos realistas porque apostamos a una realidad posible, alcanzable…, mientras que ustedes ¡son realistas por el Rey!

El moderador abrió los ojos enormes (como Oropeza y muchos otros) y cuando logró salir de su estupor, anunció el último corte publicitario.

El resto del debate fue una mera formalidad.

Pedro no tuvo consciencia en ese momento de lo que había hecho, y quizá su respuesta no habría tenido ninguna trascendencia si los analistas políticos no fueran de la misma calaña que los críticos literarios: gentes sin talento para cultivar sus pasiones que, pese a ello, se adjudican el derecho de exaltar o desacreditar el talento ajeno con prosa rimbombante y gongorina.

Al día siguiente, casi todos los periódicos publicaron en sus primeras planas titulares como: «Una nueva luz en el oscuro firmamento político» o «Escalante: filósofo del pueblo», sin olvidar al de mayor circulación, el sensacionalista “El Chillón”, que ocupó toda su portada con letras renegridas:EL REY HA MUERTO. ¡VIVA ESCALANTE!”.

Hubo interpretaciones diversas respecto a qué representaba el Rey en el discurso de Pedro. Para algunos era un símbolo del imperialismo norteamericano, otros afirmaron que hablaba del Dinero, o que fue una muy acertada representación de la oligarquía local. Lo cierto es que dijo aquello solo para salir del paso, sin ninguna intención específica, y cada uno escuchó lo que quiso escuchar.

Hasta los analistas más eruditos y relamidos alabaron su «lúcida alegoría», como la definió el licenciado Bourgeois Pédant, que escribió en Cultura y Sociedad: «La voz armoniosa de Escalante resuena diáfana en el escenario político nacional, cual Farinelli resucitado que enmudece con su Bel canto de la llana elegancia, rico en florituras y gorjeos, a la atónita comparsa de raperos caducos».

¡Y todo por una par de zapatos al revés!

 

Intermezzo

A pesar de ciertas discrepancias, las encuestadoras fueron unánimes en cuento al avance significativo del Partido Verde; incluso algunas lo colocaban ligeramente por encima del PNUC, y la reacción colérica del Gral. Cuadrado no se hizo esperar.

Indignadísimo por la traición de Oropeza, desafió la cadena de mando por primera vez en su vida e, ignorando las directivas del Dr. Herrera del Castillo, gastó el presupuesto de las dos últimas semanas de campaña en despotricar contra la «dudosa moral» de Escalante; «defensor de la familia divorciado y actor de pacotilla» que con el libreto de «quién sabe qué infame dramaturgo» se burlaba de la gente honesta «parodiando su propia candidatura». Lo acusó además de ser un «monigote de la banca» y hasta de «plagiario», con el argumento de que postular actores mediocres a la presidencia era «un truco viejo y gastado».

Los ataques neoliberales fueron más mesurados; referían sobre todo a su falta de pericia política y a una completa ignorancia de los asuntos de Estado. La izquierda, en tanto, aplaud la frescura de su discurso (sin duda, abriendo la puerta a una posible alianza), aunque echaba en falta una definición ideológica más precisa del Partido Verde, afirmando que sin lineamientos teóricos, las buenas intenciones no bastaban.

Pero a la gente le bastaban las buenas intenciones de Pedro, creían que achacarle falta de pericia política era lo mismo que acusarlo de no saber mentir, y los ataques del Gral. Cuadrado, tan furibundos como desatinados, generaron malestar hasta en sus propias filas.

Oropeza creyó oportuno dejar que la prensa especulara y le dio a Pedro unos días de merecido descanso.

Volvieron a reunirse una semana después en la cede del Partido Verde para evaluar las últimas encuestas, y mientras todos se enfocaban en los muy apretados primeros lugares, Cándido, experto en análisis estadísticos, se percató de un fenómeno extraño, garabateó algo su libreta y exclamó asombrado: «¡Ay, carajo! ¡Vamos a ganar!…».

Todos rieron.

Pese a que habían asimilado la sorpresa de haber superado tan ampliamente las expectativas iniciales, nadie se atrevía a imaginar que podrían ganar las elecciones, y creyeron que Cándido bromeaba, pero él insistió:

¡Ganamos!, y por buen margen… Observen el porcentaje de indecisos, ¿qué ven? —«aumentaron», dijo uno; «al dieciséis por ciento», agregó otro—. ¿Y qué les dice eso? —a nadie le decía nada—. ¡No son indecisos, señores!… En este caso, “No sabe/No contesta” significa: “Cambié de opinión y no quiero admitirlo”… Los indecisos disminuyen a medida que se aproximan las elecciones, ¡nunca aumentan!

Pe… Pero. ¡No! ¡¿Y qué vamos a hacer?! —casi gritó Pedro, temblando como una vara.

Ahora, tú y yo hablaremos en privado… Ustedes señores, vayan a las oficinas de sus ONGs y desempolven los proyectos de ley que tengan archivados. Los necesito en el escritorio del señor Escalante mañana a primera hora… Máximo y Mín… Montoya y Latorre, tómense un café, un porrón de ginebra o lo que quieran, y en una hora reúnanse con Pedro y conmigo.

A puertas cerradas, Cándido le contó a Pedro todo lo que ignoraba sobre el origen del proyecto verdolaga y su prematura intención de traicionar a los ultraconservadores. Presa de un terror infinitamente mayor a su asombro, Escalante volvió a ser el actor incrédulo de aquella tarde en que, lleno de dudas, renunció a su puesto de reponedor en el supermercado.

No soy tan tonto como para no haber imaginado que detrás de esto había algo turbio. ¡Pero Cándido!, representar una farsa como candidato es una cosa, y… ¡Por favor, no me hagas esto!

Tranquilo, Pedro. No te pediré que hagas nada que no quieras hacer. Podemos simular una afección cardíaca o algo que justifique tu retiro y le dejes el cargo a Máximo, pero piénsalo bien… Fuiste tú el que arrasó con los políticos más experimentados y ladinos de este país. Los ridiculizaste en los debates y te hiciste querer por la gente. ¿Acaso crees que no puedes con el papel de presidente? Te aseguro que es mucho más fácil… Ya pasaste por lo peor.

¡No, Cándido! No fui yo el que arrasó en los debates, fue el personaje que tú creaste. Yo soy solo un actor de segunda cuyo papel más importante fue parodiar a un superhéroe en un comercial…

¡No te subestimes, Pedro! Yo seguiré respaldándote. Serías El Presidente del mismo modo que fuiste Ecomán y El Candidato: encarnando a un personaje, como lo hacen todos los presidentes desde hace mucho¿O acaso crees que hablan por sí mismos? ¡No, hombre! Son sus asesores y los fantasmas que ejercen el poder en la sombra quienes les escriben el libreto. El presidente decide sobre asuntos menores; lo importante se lo dicta el apuntador, y yo estaré siempre a tu lado, oculto tras bambalinas, apoyándote en todo… Piénsalo tranquilo, sin presiones, pero ten en cuenta que si aceptas ser presidente, con mi ayuda harás una fortuna.

¡Yo no quiero robar! —interrumpió Pedro.

Ni yo recurriría a esa bajeza —acotó Cándido—. La corrupción es para idiotas. Como presidente tendrás acceso a información privilegiada que, con mi asesoramiento, te hará muy rico invirtiendo donde conviene… Tras un período de cinco años podrás hacer lo que quieras: buscar la reelección, dar conferencias a cincuenta mil dólares la hora, asesorar a multinacionales, ser empresario teatral, productor de cine, o no trabajar nunca más en tu vida… Después de las elecciones tendremos casi seis meses para trabajar en el nuevo libreto. Todo se haría exactamente igual que hasta ahora: yo escribo, tú actúas… Piénsalo bien; aceptaré cualquier decisión que tomes, pero recuerda que todavía no bajó el telón; la obra sigue hasta las elecciones, y para que disfrutes el intermezzo, como gratificación por el excelente trabajo que hiciste, depositaré en tu cuenta los ciento ochenta mil dólares que sobraron del presupuesto de campaña… ¡Que nadie sepa de esto ni de tus dudas! ¿De acuerdo?

Pedro rompió en llanto y rodeó el escritorio para abrazar a Oropeza conmovido. Su emoción fue intensa por varias razones: Cándido había cambiado su vida por completo, le ofrecía riqueza, bienestar, un futuro y, sobre todo, ¡lo había felicitado por su actuación!… ¡Se sentía completo!, más de lo que jamás había soñado.

Cuando Máximo y Mínimo llegaron, la cosa se puso seria. Escalante volvió a entrar en personaje para apoyar a Oropeza cuando les leyó la cartilla: Máximo Montoya, como vicepresidente, presidiría el Congreso y Armando Latorre sería jefe de bancada, siempre y cuando renunciaran a todo vínculo con el Herrera del Castillo, el Gral. Cuadrado o cualquier otro miembro del PNUC.

En ese momento, Pedro decidió aceptar el papel en la próxima obra de Oropeza y les advirtió muy serio a sus dos correligionarios que esa condición era inapelable y, si no estaban dispuestos a acatarla, más les valía renunciar al Partido Verde inmediatamente.

¿Verdad, Iván Ivánovich? —preguntó dirigiendo la mirada a espaldas de ellos, y el ruso asintió con una sonrisa ladeada.

 

Telón

El triunfo del Partido Verde fue apabullante. Obtuvieron el cincuenta y ocho por ciento de los votos y, pese a que solo pudo concretar unas pocas de las iniciativas sugeridas por las improvisaciones de su personaje, Pedro Escalante del Pozo fue el presidente con mayor índice de aprobación en la historia de la República de Calamuchita.

Intentó en vano acabar con la corrupción en las instituciones públicas, hasta que los furibundos ataques de la oposición amenazaron con develar el origen secreto del Partido Verde. Finalmente desistió y los maletines siguieron apareciendo en su escritorio como por arte de magia, gracias a un misterioso sistema de entregas.

Usó ese dinero para implementar un servicio de transporte público gratuito, instalar comedores en las escuelas, alojamientos temporales para indigentes… Cosas que no resolvían los problemas de fondo pero lo hicieron popular y permitieron que pudiera cumplir, por primera vez en la historia de la política, todas sus promesas de campaña.

No robó un centavo, pero mientras él actuaba apegado al libreto, con licencia para alguna improvisación de vez en cuando, Oropeza operaba en la sombra aprovechando su mayoría parlamentaria y el acceso a información privilegiada que le permitió, entre otras cosas, forjar la fortuna de Pedro. El método era simple: compraba acciones de empresas unos días antes de que éstas ganaran una gran licitación del Estado y, poco después, las vendía. Lo hizo accionista mayoritario de una pequeña fábrica de paneles solares que se volvió gigante seis meses más tarde, cuando promulgaron la Ley de Reforma Energética y otra que le daba preferencia en las licitaciones públicas a las compañías locales, siempre que su cotización no excediera en más de treinta por ciento a las propuestas extranjeras.

Sin embargo, mientras Escalante de Pozo representaba su nuevo éxito de taquilla y se hacía rico, los verdaderos cambios que implementó Oropeza fueron afectando de a poco la vida de los habitantes de Calamuchita, y no tardaron en afectar al mundo entero.

Gradualmente, la banca dejó de pagar intereses a sus cuentahabientes y empezó a cobrarles por tener su dinero. Con la excusa de controlar los aportes jubilatorios, una ley obligó a que los pagos de nómina se hicieran mediante depósitos bancarios, logrando que el dinero de todos los trabajadores estuviera a disposición de las instituciones financieras que, además, estaban autorizadas a efectuar retenciones para cobrar lo que les debían. Para obstaculizar las actividades terroristas y del narcotráfico, toda transacción comercial mayor a tres mil dólares o su equivalente en moneda nacional debía ser pagada con cheque o transferencia bancaria. La Ley de Protección a la Privacidad incluyó un par de cláusulas que, de hecho, instauraron el secreto bancario en Calamuchita, convirtiéndola en paraíso fiscal

Pero el proyecto de Oropeza no se limitaba al manejo de todo el dinero del país: ¡era mucho más ambicioso! En su afán de manipular la realidad, a medida que la tecnología le fue dando los medios, inspirado en las ficciones de Orwell y los estudios de Foulcault y Deleuze, transformó por completo los valores imperantes.

Mientras Escalante recibía elogios por regalar tabletas y computadoras portátiles a los niños de las escuelas públicas, Cándido implementó una campaña de migración hacia el teletrabajo, concediendo beneficios fiscales a las empresas que permitieran a sus empleados trabajar desde sus casas. Bajo el lema “Educación para todos”, incentivó las aulas virtuales vaciando escuelas y universidades. Con la excusa de reinsertar en la sociedad a los delincuentes menos peligrosos, disminuyó sensiblemente la población carcelaria con reclusiones domiciliarias. En nombre de la seguridad derogó de facto el derecho a la privacidad y, paradójicamente, la ilusión de ser libres cubrió al mundo como un narcótico.

Con su incursión en la dramaturgia, Oropeza se transformó en el arquitecto de nuestros destinos y no tardó en tener un lugar de privilegio entre los titiriteros secretos.

Cándido Oropeza hizo realidad las pesadillas de los pensadores más lúcidos del siglo XX, implementado un Estado panóptico. El mismo Cándido que admiraba a su padre hasta cohibirse en su presencia, ignorando sus consejos, compró una fábrica de barbijos y gel antibacterial un mes antes de la pandemia, poco después de vender sus acciones de Metro-Goldwin-Mayer para adquirir Netflix.

Cándido, obviamente, no se llama Cándido. Su nombre real no lo sabremos nunca, pero aparece a veces en The Econismist, Fortune o Forbes, casi siempre asociado al Club Bilderberg o a la Sociedad Mont Pelerin…, aunque quizás, tras su boda con la tercera o cuarta en la línea de sucesión de una Casa Real europea sea más frecuente en las revistas del corazón.

Así son los creadores de mundos: pueden tener noventa y nueve nombres o ninguno, y obran siempre de formas misteriosas.

Recién ahora, de cara al epílogo, entiendo que fracasé en mi intento de escribir una sátira absurda, acaso entretenida, que pudiera regalarle a sus lectores una sonrisa cada ocho o diez párrafos.

Esta bufonada se parece demasiado a la realidad.

La comedia cotidiana es tan disparatada, tan insensata, que su parodia semeja una denuncia y se convierte en drama.

Sospecho que el fracaso era inevitable. Soy producto de este tiempo y como todos, yo también aprendí desde el primer calostro el orgullo de rasgarme las vestiduras por conceptos artificiales como la Patria, la Democracia, la Igualdad…; valores etéreos que se esconden tras horizontes en fuga; valores que hacemos carne e inculcamos a nuestros hijos a la par de la religión y la afición por nuestro equipo de fútbol favorito.

La realidad es un invento de Oropeza.

Tal vez la única verdad irrefutable sea que en su país, en el mío y en Calamuchita, nadie sabe ni le interesa saber qué es una plataforma programática ni cuestiona que Terminator tenga más chance de ser gobernador que un estadista.

En el mundo de hoy no conocemos a la mayoría de nuestros amigos; nos abrazamos en Facebook y debatimos por Whatsapp; defendemos con pasión el derecho a opinar de los idiotas y el desprecio a los intelectuales se ha convertido en un deporte popular. Saber más de Jean Baudrillard que de Bad Bunny es andar por la vida a contramano, y cada vez resulta más raro encontrar a un lector enterado de que “En busca del tiempo perdido” no es un libro, sino siete.

Vivimos una ilusión. Somos actores de reparto y público alienado de la comedia de Oropeza.

La esfinge de Guiza se operó la nariz y posa para las selfies en el desierto de Nevada. Pagamos entrada para admirar la naturaleza; reforestamos maíz transgénico y preferimos el jamón de pavo, hecho con vísceras de gallinas jubiladas.

Por suerte, el mundo real —tan feo, tan absurdo— cada vez está más lejos y, ¡quién sabe!, quizá también sea un espejismo.



Firulete

3 valoraciones

5 de 5 estrellas
Cuauhtémoc Ponce
Jurado Popular
  • 64
  • 25
hace 1 año
Comentario:

Una novela excelente que ya había tenido el gusto de leer, 100% recomendable

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  • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 1 año
    ¿Verdad, Cuau?... Toda una muestra de literatura "seria". 😂
hace 1 año
Comentario:

Buena esa

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  • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 1 año
    ¡Hola, Salvatore!. Gracias por leerla y comentar. Un abrazo.
hace 1 año
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  • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 1 año
    Hola, Yuliya. Gracias por leerla. Un fuerte abrazo.
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