Lun17Abr202307:36
Información
Autor: Diego Cisneros
Género: Novela corta

Belle Époque

Belle Époque

Belle Époque 

Elizabeth caminaba con elegancia por las calles adoquinadas de París, su vestido de seda y encaje se movía suavemente al ritmo de sus pasos, y su sombrilla a juego era sostenida delicadamente en su mano izquierda, mientras los carruajes pasaban a su lado dejando atrás un fino rastro de polvo y un fuerte olor a caballo.

Mientras avanzaba por la calle, Elizabeth pasaba por delante de casas antiguas y majestuosas, con jardines cuidados y fachadas imponentes. Se imaginaba viviendo en una de esas casas, rodeada de belleza y serenidad. Pero sabía que la belleza exterior no siempre se traducía en felicidad interior.

El sol estaba por ocultarse. No obstante continuaba brillando intenso, reflejándose en la piedra blanca de los edificios y dando un resplandor especial a las flores que adornaban los balcones. Los edificios, de estilo barroco, parecían levantarse imponentes ante ella como testigos mudos de la grandeza de la ciudad.

A medida que avanzaba, Elizabeth se dejaba llevar por la belleza y la elegancia de las tiendas de moda pero también por los olores de las floristerías cercanas y los sonidos carecteristicos de una ciudad ajetreada. El viento soplaba suavemente entre las hojas de los árboles, trayendo consigo el dulce aroma de las flores y un presentimiento lleno de optimismo y esperanza.

Cuando llegó al teatro, su corazón latía con emoción. Los escalones de mármol blanco la llevaron al interior del teatro, donde las luces centelleantes la envolvieron y la música del piano en el vestíbulo llenó sus oídos. Se adentró en la sala de teatro, donde los asientos de terciopelo rojo y dorado la recibieron con calidez. Al tomar asiento, el olor a madera recién pulida mesclada con el perfume de las damas elegantes y la colonia de los caballeros galantes se hizo más intenso.

Él la notó desde el momento en que entró al teatro, su belleza era impactante. Los ojos de ella eran como dos pozos oscuros de los que no podía apartar la vista. Se acercó sigilosamente, sintiendo el cosquilleo en su estómago mientras se sentaba a su lado. Ella pareció no notarlo al principio, pero luego se volvió hacia él con una sonrisa cortes. Para él, esa sonrisa fue como el sol en un día nublado, un sol que rompe un día gris e ilumina todo a su alrededor. 

Cuando la función empezó, él no pudo evitar prestarle más atención a ella que a la obra. Sus manos temblaron ligeramente cuando la vio reír con el chiste del actor principal. Él también rió, aunque no por el chiste, sino por la melodía de su risa. De repente, ella dejó caer su abanico y él se inclinó para recogerlo. Sus dedos se rozaron mientras se lo devolvía y una corriente eléctrica pareció pasar por su cuerpo. Él se quedó con la sensación de que ella también lo había sentido.

En el transcurso de la función a André se le ocurrió una brillante idea; se inclinó hacia ella, y suavemente le susurró al oído una broma sobre uno de los protagonistas, Elizabeth se sonrojó y rió con suavidad, y el sonido de su risa pareció llenar todo el teatro. Poco después notó que Elizabeth se movía ligeramente en su asiento, como si quisiera decidirse a acercarse a él. 

Durante la siguiente media hora, se intercambiaron discretas miradas y sonrisas disfrazadas de inocencia. Ella no podía concentrarse en los actores, la presencia del caballero a su lado le había pinchado algo más que la curiosidad.

Cuando el intermedio llegó, ella se levantó y caminó hacia el vestíbulo. Él decidió seguirla discretamente. La encontró parada junto a una mesa, leyendo el programa de la obra. Él se acercó a ella y le preguntó si le había gustado el primer acto. Ella se giró hacia él y lo miró a los ojos. Él se quedó sin palabras ante la belleza de su mirada. Elizabeth, por su parte, sonrió dulcemente y regreso a su asiento sin decir nada.

André se sintió desconcertado e intrigado al mismo tiempo. No obstante, no se detuvo mucho tiempo a pensar más profundamente el significado de aquella acción, y se devolvió.

Al reanudarse la obra, se sentaron tan cerca el uno del otro que ella podía sentir el calor de su piel y el aroma de su colonia. No obstante, no se atrevía a dar un paso más, era, como si el espacio entre ellos fuera una frontera que no se debia cruzar. Sin embargo, cada vez que sus manos se tocaban "accidentalmente", una corriente eléctrica recorría sus cuerpos, como un rayo en una noche tormentosa.

Más tarde, intercambiaron algunas palabras, la mayoría cortas y vanales pero sus miradas se encontraban a menudo. Él no podía dejar de pensar en ella, en su risa, en su mirada, en su cabello suave y sedoso y en su blanco y largo cuello. Pero él sabía que era imposible seguir adelante, el anillo en su dedo corazón se lo gritaba a la cara, aún así no podía evitar sentir una atracción irresistible hacia ella.

Finalmente, el clímax de la obra se acercó, y ella se encontró sin aliento cuando él se inclinó para susurrarle al oído un atrevido pero cortes cumplido. ¿Madame? Usted es el tipo de mujer que me hace querer ser un mejor hombre, solo para merecerte. Elizabeth pudo sentir su aliento cálido en su cuello, su corazón latir con fuerza y su piel arder.

En su mente, André empezó a imaginar cómo sería sentir sus labios, tocar su piel y respirar su aliento. Elizabeth parecía estar sintiendo algo parecido, pues inconcientemente se mordía el labio inferior. Un instante después André volvió a aventurarse y sopló suavemente en su oído, haciendo que su piel se erizara. "Me encantaría llevarte a cenar después de la función, si me lo permite".

"Estaría encantada", respondió ella, sin dejar de mirarlo fijamente a los ojos.

Cuando la obra terminó, salieron del teatro juntos, y el aire fresco de la noche parisina los envolvió. André le ofreció su brazo a Elizabeth, y ella se aferró a él, sintiendo su fuerza y protección. La noche se tornó fría y húmeda, como si la ciudad entera hubiera sido envuelta en una manta de niebla. André insinuó tomar un carruaje para llegar pronto a su destino pero, Elizabeth lo convenció de continuar caminar juntos por las calles de París, iluminadas por la luna, las estrellas y la tenue luz de las farolas. 

Finalmente, llegaron al restaurante. Era un lugar elegante, con mesas cubiertas por manteles blancos y un pianista que tocaba música de fondo. El delicioso aroma del pan recién horneado y el sonido de las copas tintineantes creaban un ambiente cautivador. 

Durante la cena, comenzaron a hablar de arte, de música, de poesía. Compartieron historias y risas. Sus miradas se encontraban cada vez más seguido, y cuando lo hacían, la electricidad parecía cargar el aire. En cierto momento, André tomó valor y cogió su mano con delicadeza, acarició la piel suave con sus dedos y le dijó lo hermosa que se veía esa noche. Ella desvío la mirada, ruborizada, mientras se dejaba llevar por sus palabras y la dulce sensación de su tacto.

No pasó mucho tiempo antes de que la conversación fuese perdiendo importancia y quedase relegada a un segundo plano. El silencio que había crecido alrededor de ellos terminó por envolverlos en una burbuja de mágica espectativa. Se miraron a los ojos por largo tiempo, buscando respuestas que las palabras no pueden contestar,

En un arrebato de duda André extendió su mano hacia ella y acarició su mejilla suavemente, como si quisiera confirmar que todo lo que había experimentado ese día fue real. Elizabeth, comprendió de inmediato la intención de André, y en respuesta colocó la suya sobre la de él, quedandose así por un momento, que sintieron eterno.

El pianista comenzó a tocar una melodía romántica, y André se levantó de su silla, invitando a Elizabeth a bailar. Ella aceptó con una sonrisa, y se dejó guiar por los pasos de André. Bailaron abrazados, con sus cuerpos moviéndose al delicado ritmo de la música. Era como si el tiempo se hubiera detenido y todo lo que importaba en ese momento era el otro.

Cuando la velada al fin parecía llegar a su fin, André y Elizabeth se hallaban en medio de un puente sobre el Sena, donde se detuvieron a contemplar el río y las luces de la ciudad reflejadas en el agua. André no podía sacarse de la cabeza una idea que había estado madurando durante toda la noche. Sin dudarlo, giró suavemente el rostro de Elizabeth hacia el suyo, y tomó su rostro entre sus manos, en un momento que pareció detener el tiempo. Se miraron a los ojos, y el mundo pareció desaparecer por un instante. Fue entonces cuando André se acercó lentamente a ella y selló en sus labios un beso apasionado.

La noche se despidió con el dulce sabor del amor, y la promesa de que su historia no había hecho más que empezar.

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