Mar15Ago202312:34
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Autor: Orlando Rodolfo González
Género: Otros géneros

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Estaba tratando de contar una historia de amor, fantasía, y terror. Por todos aquellos que me impulsan a no abandonar mis hábitos y porque la había dejado inconclusa. Con mucha dificultad conseguí que mi cerebro se detuviera. Luego de los eventos de los últimos meses, fue como un momento de descanso, o quizás la calma antes de la tormenta final.
Como todo ritual, necesitaba música que sirviera para invocar a los espíritus de los dedos que galopan sobre el teclado.
Pero esa canción aleatoria que llegó me trajo a una persona a la memoria. Alguien que tuvo mucha influencia sobre mí.
Quizás su vanidad fue la responsable de llamarme igual que él, no sé si quiso hacerme un favor o cargarme de cosas que no debí arrastrar nunca.
En mi infancia era mi héroe. Siempre trataba de que yo aprendiera sin que el me enseñara. Me enseñó a ser autodidacta, pero era exigente con mi educación, siempre superé sus expectativas, pero nunca mencionaba que sintiera orgullo de mi desempeño. Quizás era frustrante no escuchar una felicitación, pero me acostumbró a que no esperara nada nunca de nadie.
Por las noches, disfrutaba de beber licor y pintar, su arte era abstracto, pero para mí era estimulante. Mientras pintaba sus cuadros escuchaba música clásica que ambos disfrutábamos.
Luego me dejó en un pueblo rural en donde no tenía nada más por hacer que vivir aventuras como las que estaba acostumbrado a leer: cazar animales que ni sabía como se llamaban, pedalear kilómetros sin descansar, y encerrarme en la biblioteca a buscar fantasías que me sacaran de ese lugar tan abstracto y comencé a escribir historias fantásticas de niños que eran felices.
El tren llegaba a las once de la noche. Cuando escuchaba la locomotora acercándose, comenzaba a excitarme, esperando su llegada, pero las estrellas me acompañaban en mi frustración y decepción.
Un día llegó de sorpresa. Fue una noche feliz, no traía buenas noticias, no venía a buscarme, no me iba a devolver a mi ciudad, pero estuvo a mi lado, y eso fue suficiente.
Al otro día hablamos de la escuela y de mis buenas calificaciones. Me dijo que de grande iba a poder elegir mi profesión sin problemas. Le pregunté cuál sería la mejor, y él me respondió: “Abogado, Doctor, o lo que sea, pero lo mejor de todo sería que fueras un buen hombre”.
Luego de un par de años me pareció algo absurdo esa sugerencia. Crecí y de casualidad volví a la ciudad. Casi todo permanecía en su sitio, pero la distancia que se había forjado entre él y yo, no nos permitía volver a ser amigos.
Me negó la guitarra, me negó los deportes profesionales, me negó mis oportunidades para que no dejara de estudiar, mis calificaciones seguían siendo las mejores. Pero no bastaban como para recibir una felicitación. Lo único que conseguía era más exigencias.
Un día me tuve que revelar y escapar al mundo. Elegí la noche. Sentía que la oscuridad me protegía, o quizás mi vida y mi corazón ya no tenían nada de luz.
Para un menor de edad, era difícil conseguir bebidas alcohólicas, pero para un menor inteligente no.
Los juegos, las apuestas, y todas las oportunidades que se conseguían en las noches porteñas fueron suficientes para que él se diera cuenta de que me encontraba recorriendo un camino peligroso.
Empezamos a jugar al ajedrez y a hablar un poco más. Era imposible ganarle, con los caballos era un asesino, con los peones era un dolor de cabeza, y además le gustaba ganar a lo grande, humillando a su oponente.
Pero yo estaba acostumbrado a no rendirme nunca, y al final llegó el día en que le gané al mejor jugador de ajedrez que conocí en la historia. De más está decir que esto tampoco fue suficiente para para que me felicitara.
ya estaba grande y cada vez me importaba menos la opinión del resto del mundo. Me volví algo ermitaño, y cada vez que alguien se acercaba me resultaba aburrido. No podía compartir mis ideas, mis alegrías o mis tristezas. Ya estaba acostumbrado a la soledad. Algunas mujeres fueron suficientes para darme cuenta de que el amor es un mito. Esto también fue muy divertido. Para él, ninguna mujer que se metiera en mi lecho era digna de mí, o eran muy rubias, o muy morochas, o muy viejas, flacas, o encontraba cualquier defecto.
No me quedó más alternativa que dejar de escucharlo, y de esperar una relación normal de padre e hijo.
intenté vivir mi vida.
Me puse a pensar en el ejemplo que tenía de hombre: era exigente, desinteresado, censuraba, no apoyaba, no usaba su inteligencia, era como el caballo de espadas invertido, tenía complejo de Edipo y encima era mujeriego, infiel y sus vicios eran el sexo, el café, y el cigarrillo, y el que pintaba cuadros, ya no existía más, mi héroe había dejado de existir.
Llegué a la conclusión de que la mejor opción era ser lo más opuesto a él que pudiera conseguir.
Intenté ser buena persona, tener una familia, un trabajo y un perro. Me hice adulto. Me olvidé de la vida del rock, de las noches, de los tragos y de mí.
Y entonces él se fue a seguir sus aventuras al infierno. Nunca más iba a poder esperarlo, o sentir el abrazo que me hacía falta, o escucharlo decir que estaba conforme con la mujer que me dio una familia. No iba a decir nunca más que sentía orgullo de su hijo.
No me dio tristeza, me sentí enojado y con mucho rencor, pero al menos tenía a mi familia para sentirme orgulloso yo mismo de mí y de la vida que creí haber elegido.
En las exequias, uno de sus amigos se acercó y me dijo que él siempre hablaba de lo orgulloso que se sentía de mí, y que siempre decía que yo era el mejor hombre que había conocido en su vida.
En mi enojo decidí que yo no me iba a morir sin disfrutar de mis placeres y empecé a hacer lo que más me gustaba: volví a escribir aventuras divertidas, al principio me costó mucho, había perdido la práctica, después mejoré un poco, me dieron algunos premios y tengo un libro mediocre circulando en el mercado literario.
Ahora ya no sé si soy un buen hombre como él me dijo cuando yo era un niño, no sé si soy un buen padre, no sé si hago feliz a mi mujer, y no sé si yo soy feliz. Pero sé que lo que sea que soy, se lo debo a él.
En el cementerio no hay ni una placa que lo identifique, pero en la ciudad hay muchos lugares que llevan su marca.
Nunca se enteró de que, a pesar de todos mis traumas, me convertí en un fanático de mi familia, que tengo un gato y un perro peleando en mi interior, y me convertí en un aprendiz de escritor.
Desde que se fue, nunca más jugué al ajedrez.

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