Mar25Abr202301:16
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Autor: Álvaro Díaz
Género: Cuento

El rabdomante

El rabdomante

A mí me enseñó escribir el tío Félix, que era analfabeto. Lo recuerdo sonriendo, con el rostro ajado, nervudo y flaco, muy alto, como todos los adultos en aquellos días, taconeando el piso de tierra al compás de un violín que no sabía de partituras. Tocaba bien, creo; ya no confío en mi memoria, aunque es lo único valioso que me queda.

Félix pasó por mi vida fugaz como un cometa, bañándome con su estela luminosa. Lástima que murió muy pronto y yo tardé tanto en evocarlo.

A veces pienso que lo conocí de casualidad, y no porque las circunstancias hayan sido fortuitas: era familia, el hermano mayor de la abuela Coca, pero, como me dijo una vez, él debió nacer en otro tiempo, antes de que la ciencia tomara por asalto hasta lo más agreste para satanizar las tradiciones, esos valores y métodos ancestrales que la parieron y cuya paternidad desconoció… No lo dijo así, estoy seguro; solo recuerdo lo esencial de sus palabras, y sospecho que hasta las esencias cambian con el tiempo. Yo también, como él, tiendo a tergiversar los hechos y los discursos, a decir lo que quiero aunque no venga al caso, tratando de darle a cada historia un alma que perdure. No tengo su don, así que me conformo con dejarle algo al lector aunque él no se dé cuenta; algo que lo cambie un poco, que surja después de mucho tiempo confundido con ideas propias, como el recuerdo adulterado del tío Félix, que se me quedó latiendo muy adentro, obrando en mi metamorfosis sin que yo supiera.

Felix nació peón en campo ajeno y ya había dejado más de media vida en esos surcos cuando encontró su vocación. Según él, fue un día mágico de la peor sequía imaginable; el sol quemaba los pastos y su espalda, doblada sobre la tierra ardiente, se abrasaba bajo los jirones de la camisa mientras regaba de sudor terrones duros como piedras. Escuchó un relincho, alzó apenas la cabeza y vio que el patrón traía a un turco en el charré; un turco raro, distinto a los que conocía. En esos tiempos, allá en el sur, todos los que pronunciaban la p como b eran turcos; andaban de casa en casa, con traje y maletas llenas de chucherías, pero este usaba túnica, turbante y cargaba una bolsa de lona. El tío Felix nunca supo si le debía a la suerte o al destino que el patrón, al verlo ahí, doblado todavía, mirándolo atento, le ordenara que los siguiera para acomodar al señor Zahir el-Zahorí en el mejor cuarto de la estancia. Me dijo que cuando el turco bajó muy lento la cabeza, se llevó la mano al corazón, a la frente, y la hizo aletear como paloma, él creyó ver una luz suave, casi azul que lo rodeaba. Eso lo recuerdo bien. Sé que lo dijo así porque me impresionó mucho que describiera la misma luz que yo veía en el tío Félix cuando me miraba con sus ojos buenos, ya no recuerdo de qué color. Para mí también fue mágico ese día.

Lo que pasó después de aquel encuentro es más confuso. Cada vez que me contaba esa parte de la historia, era distinta. Sé que se cayeron bien, que hicieron buenas migas y que el turco pronto le confió su verdadero nombre: Mustafá, acusado por el Santo Oficio de hechicero, relapso en el pecado de encontrar agua donde no la había; le dijo que zahir significaba mago en su idioma y zahorí, era aquel que tenía el don de hallar lo oculto a los ojos de los hombres. Sé que el turco le pidió al patrón que lo pusiera a su servicio, y que se negó a aceptar el pago cuando un copioso torrente se hizo laguna en el bajío, a cambio de llevarse con él a Félix para enseñarle sus artes. Lo demás no es menos cierto: estoy seguro de que también lo inventó.

El tío Félix me decía cosas que ponía en boca del turco como si él no fuera digno de decirlas. Lo llamaba el-Zahir, nunca Mustafá, y a veces se refería a él como El Mago, quizás porque sabía que eso me impresionaba y el asombro graba a fuego la memoria. Me contó que el-Zahir dijo que todos tenemos un manantial dentro, unos más torrenciales que otros, y que si no brotaba, vivir era una desgracia; que es más fácil encontrar una veta dulce en el desierto que a un hombre bueno en la multitud; que perdemos mucha vida tratando de saltar fuera de nuestra sombra, y que el oro que no se gasta, no vale nada; que la paciencia es una planta de raíz amarga y frutos dulces; que no hay mejor ejercicio para fortalecer el corazón que agacharse para levantar al caído, y que el verdadero valor de las cosas se conoce por la huella que nos dejan… Cosas así ponía el tío Félix en boca del turco; cosas que no eran para que un niño de seis años entendiera, sino para que las recordara; para que un día, tras haber perdido media vida entre surcos de campos ajenos, después de atravesar el vacío infinito, oculto a los ojos de los hombres, el cometa regresara con su estela de luz a quedarse para siempre.

Tenía una varita mi tío Félix; una vara lustrosa de caricias que tardó mucho en encontrar. Usó al principio una horqueta de avellano. Linda horqueta, me dijo; se amoldaba bien a sus manos y sabía vibrar cuando debía, pero una tardecita, cruzando campo en su zaino oscuro, escuchó llorar a un sauce de Babilonia. Tenía marcas de machete y debajo, una rama caída con un nido y tres huevitos de viuvá. El tío trepó con el nido en la alforja para ponerlo alto, resguardado del viento y los caranchos. Pasó la noche ahí, bajo ese sauce y al despertar —juró—, la rama caída lo abrazaba. Imaginé mil veces su asombro cuando abrió los ojos al mundo como viéndolo por primera vez, sin atinar a moverse ni a apartar aquella rama, con dos viuvás revoloteándole encima, trinando su alegría. Lo imagino todavía sentado bajo el sauce, quitándole despacio la corteza a aquella rama mientras la savia dulce se le iba metiendo en las venas. El tío Félix, que siempre le fue fiel a los afectos, guardó con mimo y para siempre su primera horqueta de avellano cuando la varita de sauce embebió su alma y se le hizo carne; había encontrado el órgano vital que le faltaba, ese que al vibrar resuena en nuestra esencia, estremeciendo los huesos, el corazón y las entrañas. «No supe que la andaba buscando», me dijo, «hasta que ella me abrazó».

Aprendí mal, es cierto. No tengo su don. Nunca encontré siquiera mi horqueta de avellano y sin embargo, aún espero el milagro del sauce que me llore. Es menester seguir buscándolo, una necesidad impuesta en pos de la cordura. No importa que sea tarde; perdí más de media vida tratando de saltar fuera de mi sombra y hoy sé que es imposible. Quizás un día brote al fin el manantial que llevo dentro. Tengo esperanza, porque sin importar qué tan esquiva sea mi veta, a mí me enseñó a escribir tío Félix, el rabdomante.

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samir karimo
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