Sáb29Abr202302:06
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Autor: Álvaro Díaz
Género: Cuento

Tubul

Tubul

A Edith Vulijscher

En maya yucateco, Tubul (que se traduce
olvido”) es un verbo transitivo que significa
literalmente: «
desaparecer de la memoria».

Ya deben ser las diez. Hace rato que apagaron las luces y escribo, para no dormirme, en la penumbra de una vela clandestina a la que me parezco mucho: ambos, sumidos en nuestros propios restos, proyectamos sombras trémulas en la memoria y las paredes de esta celda a la que me condenaron por ser viejo. Tener hijos no me habría librado de acabar en el asilo. Corren malos tiempos para los ancianos. Los jóvenes ya no nos respetan ni honran deudas morales. Creen que el futuro es más importante que el pasado y confían en que un día alguien les dará la tecnología para reparar el daño de sus infamias cotidianas. Pobrecitos, prefieren sobrellevar los problemas a resolverlos, seguros de que el acervo y la identidad cultural son una carga inútil.

Si escucharan, si yo no fuera para ellos solo una molestia y entendieran que viví, que también fui joven y cometí sus mismos errores, tal vez podría hacerles entender que la naturaleza es sabia, que todo ser vivo, hasta la célula más simple, le confía su porvenir a la herencia genética, a la sabiduría de sus ancestros; que la tradición no es aferrarse al pasado, sino el cimiento del futuro… Pero son sordos a la verdad incómoda. Incluso Lídice —la enfermera más amorosa del asilo— no escuchó cuando le conté esta tarde que me sentía extraño, demasiado lúcido; que pasé todo el día recordando cosas olvidadas hace mucho y estaba asustado. Me miró con esa carita tierna que pone a veces y dijo que era un consentido, que me quejaba de estar bien en vez de disfrutar mis recuerdos. Su sonrisa parecía sincera, pero no logró engañarme. Lleva aquí lo suficiente para saber tan bien como yo que esa súbita lucidez es un mal presagio y suele darse en la antesala de la muerte.

Por eso no quiero dormirme. Presiento que moriré esta noche. Y no es que le tema a la muerte; fui médico casi sesenta años y sé que a mi edad es un alivio, pero le tengo terror a desvanecerme para siempre en el olvido.

Podría creerse que es una tontería, achacárselo acaso a la demencia, pero es un miedo antiguo. He visto desaparecer cosas y gente: un pueblo entero se esfumó ante mis ojos.

Nací en Tubul, un caserío perdido en la selva yucateca cuyo único nexo con el mundo, hasta que Tiburcio puso radio en su cantina, era una senda polvorienta de algunos kilómetros que moría en la carretera Mérida-Tizimín.

Allí la vida era distinta, teníamos costumbres arraigadas. Recuerdo que a los dieciséis, cuando vine a estudiar a la capital, los muchachos de la pensión se asustaron al ver el machete que asomaba de mi bolso, pero era mandato de doña Esperanza, la matriarca del pueblo, que quien transitara aquella senda debía ir macheteando para evitar que la selva se la comiera.

No supe hasta mucho después que ese machete no era solo una hoja afilada, sino el símbolo de la tradición, de los valores que nos habían inculcado.

Muchos emigramos por culpa de la radio de Tiburcio. Todas las tardes nos reuníamos en la cantina a soñar, fascinados por las radionovelas, ofertas de trabajo y noticias de un mundo desconocido que imaginábamos maravilloso, sembrado de futuro, un futuro que en el pueblo no teníamos y que hasta entonces jamás nos había interesado.

Ese aparato llevó a Tubul voces nuevas y nosotros, cautivados por sus promesas, empezamos a prestarles más atención que a los sabios consejos de la matriarca.

Doña Esperanza era una viejita hermosa cuya edad nadie sabía. Supongo que tendría al menos ciento diez, porque Tiburcio, que murió a los ochenta y tres, un año antes que ella, dijo que de niño jugaba canicas con Elías, el menor de sus once hijos. Quién sabe, lo cierto es que pese a arrastrar con dificultad su cuerpecito frágil, era muy lúcida y tenía una sabiduría infinita. A todos nos aconsejaba bien, pero éramos jóvenes, fáciles de seducir, la radio nos había inoculado esa nefasta pasión por el futuro y, sordos a la voz de la experiencia, pronto empezó el desbande.

Poco antes de irme, doña Esperanza me llamó a su casucha y tras mirarme un rato con sus ojitos hundidos y opacos, me habló de la importancia de preservar los valores, la identidad y los afectos, del tráfico artero de ilusiones y los engañosos disfraces de la esclavitud. Lo recuerdo apenas, y no porque lo haya olvidado, es que no presté atención. Estaba tan ilusionado con ser médico, tan seducido por las promesas del futuro posible, que no la escuché. Me tomó décadas recuperar a retazos sus palabras y ahora no distingo si le pertenecen a la memoria o a los sueños.

Yo llevaba unos diez años en Mérida cuando supe que doña Esperanza estaba enferma. Iba poco a Tubul —una vez al año acaso—, pero cada mes le mandaba a mi madre unos pesos, provisiones y muestras de medicamentos. Sin querer, su casa se convirtió en farmacia y yo —de lejos, dando consulta por cartas que llevaba y traía el chofer del autobús que hacía ruta entre la capital y Tizimín— en médico del pueblo. Por entonces trabajaba en urgencias del hospital y empezaba a sospechar que me habían estafado, que el futuro prometido era una gran mentira y todo esfuerzo conducía a la decepción. Mientras estudiaba trabajé de lo que fuera para cubrir mis gastos; cuando me recibí, el sueldo de interno no alcanzaba ni para la pensión y luego, aunque ganaba bien, apenas tenía tiempo para dormir. Me había convertido en esclavo de un amo etéreo, cruel, omnipresente…, en otro engranaje de la despótica maquinaria. Pero era joven, tenía ese ímpetu taurino que imponen las hormonas y, sin mirar atrás, seguí persiguiendo a ciegas el futuro en fuga que creí haber elegido.

Un día, el chofer no esperó a que yo pasara por la terminal y me llevó al hospital un manojo inusual. Jamás hubo más de una carta en el buzón que puse en la carretera, junto a la senda, y esa vez eran cinco. El pueblo entero me había escrito. Querían mucho a doña Esperanza. Más que una vecina era la abuela de todos, la voz sabia y conciliadora que hizo innecesarios policías, juzgados e iglesias en Tubul. Ella administraba el agua del cenote en las sequías, ayudaba a las mujeres a parir y criar, nos enseñó la virtud de la decencia y juntaba con un gesto cuanto se desunía. ¡Vivir sin ella era impensable! Las cartas me rogaban que la salvara, pero con esa tristeza honda y resignada del que pide lo imposible.

Esa misma tarde cambié el aceite del Ford A y partí hacia el pueblo. Me impresionó mucho ver Tubul casi desierto, pero no tanto como doña Esperanza hundida en su camastro, más pequeñita de lo que recordaba, respirando apenas… Hice salir a todos del cuarto y cuando nos quedamos solos, tuve que acercarme mucho para escucharla:

No olvides, Iktán… No nos olvides… No dejes que Tubul muera conmigo —fue lo último que dijo; le puse un suero con analgésicos, se quedó dormida y ya no despertó.

Al día siguiente llegó mucha gente de todos lados con atuendos, accesorios y costumbres que ahí, en Tubul, parecían de otro mundo. Reconocí los rostros, pero todos habíamos cambiado. Supongo que mi auto, el traje y el maletín causaron esa misma impresión en los demás, porque nadie me llamó Iktán, ni siquiera los amigos de la infancia. Me decían doctor.

No faltó nadie al entierro. Tubul se repobló, como si aquella muerte lo hubiera resucitado, pero duró poco. Se fueron por la senda al día siguiente y el pueblo volvió a quedar desierto.

Nadie recordó usar el machete.

Mi madre, angustiada, se puso mala y me quedé con ella hasta que murió una semana después. Yo mismo tuve que cavar su tumba desolada.

Tubul también había muerto.

La noche antes de mi partida fui por un trago a la cantina, y ya no estaba. No digo que la encontré cerrada ni que se derrumbó: ¡No estaba! No había nada, solo un terreno baldío devorado por la selva. Esa noche no pude dormir. Me levanté temprano para saludar a los vecinos antes de irme, y no encontré a nadie. El pueblo, invadido por el monte como si lo hubieran abandonado hacía mucho, parecía más chico. La casucha de doña Esperanza estaba cubierta de enredaderas, la calle plagada de hierba añeja, faltaban casas… Creí que alucinaba y me subí al auto para huir, pero fue difícil transitar la senda de salida. La selva había empezado a engullirla con una voracidad insólita. Yo también había olvidado el machete y avancé despacio, apartando y rompiendo con mis propias manos las ramas que me impedían el paso.

Cuando por fin llegué a la carretera, el buzón no estaba.

Admito con vergüenza que me alegró regresar a Mérida. Tenía la sensación de haber perdido algo importante, pero se lo achaqué a la muerte de mi madre y seguí adelante, casi feliz en la esclavitud que había elegido.

Unos meses después, platicando con un enfermero de Tizimín, me sorprendió que no hubiera oído nunca de Tubul. Busqué en el mapa de Yucatán que tenía colgado en la oficina y no pude encontrarlo. Le prometí entonces llevarle otro en el que había marcado con un círculo rojo la palabra Tubul impresa en letras negras. Cuando llegué a casa lo encontré en un cajón y al desplegarlo, vi con asombro que el círculo seguía ahí, donde recordaba haberlo puesto, pero las letras sobre el verde de la selva ya no estaban. ¡Habían desaparecido!

Quise regresar al pueblo varias veces y no pude encontrar la senda. Seguí buscándola toda mi vida. Siempre que iba a Tizimín en el auto o la ambulancia buscaba con cuidado aquella entrada, cada vez con más ansias de volver, pero fue inútil.

Muchas veces intenté en vano explicarme qué pasó, cómo pudo la muerte de una anciana hacer que un pueblo entero desaparezca, borrarlo hasta de los mapas y la memoria de la gente.

Sospecho que muchas cosas tienen ese destino. Tal vez todas. Puedo imaginar con certeza que hace mil o dos mil años, algunos mayas, beduinos o vikingos vieron un atardecer sublime que tiñó el cielo de colores exquisitos, y aunque los poetas hayan pretendido perpetuar su regocijo, cuando murió el último testigo del portento, su belleza y las emociones que produjo se perdieron para siempre. Al extinguirse la memoria del hecho, también se extinguió el hecho…, y entonces el mundo fue más pobre.

Me pregunto cuánto muere de las cosas tras cada agonía, qué será de esos ocasos, de los amores indecibles, de las obras maestras olvidadas en cajones, servilletas y susurros…

¿Cuánta belleza morirá conmigo?

Estoy cansado. Yo que siempre aspiré a morir sin culpas, hoy sé que para un hombre cabal es imposible. Todos somos culpables del olvido, y cuando arrepentidos intentamos redimirnos, apenas podemos recobrar un tesoro de monedas falsas: recuerdos desgastados que enmendamos para evitar que mueran.

Soy el último testigo de Tubul, el único vivo que conoció a doña Esperanza. Por eso escribo. Para que no mueran del todo cuando me venza el sueño, para dejar de ellos al menos este fantasma indigno hasta que a mí también me olviden… y al fin… desaparezca.

3 valoraciones

5 de 5 estrellas
hace 1 año
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  • Patricia Licciardi hace 1 año
    Excelente cuento Álvaro, ya un clásico. No me canso de leerlo. Abrazo grande.
    • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 1 año
      Hola, Patricia... Un abrazo.
hace 1 año
Comentario:

Vivimos en la era de la información, donde se tiene todo a la mano, donde irónicamente estamos más desinformados, donde irónicamente olvidamos más fácil, las cosas importantes se diluyen en un mar de cosas banales. Saludos, Álvaro.

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  • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 1 año
    Hola, Pablo. Coincido con tu observación. Gracias por leer y comentar. Un abrazo.
samir karimo
Jurado Popular
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  • 27
hace 1 año
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