Mi vida dedicada a la sastrería se vio plagada de trajes de todas las texturas y colores.
Casi podría decir que he confeccionado un atuendo para cada sensación, sentimiento o estado de ánimo.
De esta manera, quien ha llegado a mi universo de un modo eufórico, se ha marchado con un traje de colores intensos y de diseño extravagante.
En cierta ocasión un hombre apenado tocó a mi puerta. Necesitaba un atuendo adecuado para concurrir a una entrega de premios con la que había soñado, aunque no resultó ser el ganador. Recuerdo que le confeccioné un traje con una textura liviana para atemperar el peso de su frustración y con grandes bolsillos para guardar sus futuros sueños e impedir así que se estrellaran en el suelo.
En cuanto a mí, he logrado el vestuario oportuno para acompañar todos los momentos especiales de mi vida.
Muchas veces he prendido con alfileres la idea de que nadie está demasiado preparado para la ocasión. Particularmente, en mi cajón de sastre he guardado todos los elementos necesarios para enfrentar cualquier desafío, aun el más extremo.
Y en ese pequeño baúl donde abundaban dedales, botones e hilos, y que a veces parecía un desastre, desordenado y caótico, he logrado encontrar todo aquello necesario para salir airoso de cualquier situación que exigiera una adecuada respuesta, supe ver el envés de las cosas… ¡En cuántas ocasiones he reforzado el hilo para que no se descosiera mi estrategia!
Cuando conocí a una mujer que me deslumbró con su belleza y distinción, sentí por primera vez una puntada en mi corazón. Comencé a acercarme más y mis sueños empezaron a tomar otra textura. Se hicieron gruesos y armaron una filigrana que jamás había visto en mi vida.
Una noche con una luna inmensa, que parecía un botón prendido al traje oscuro del cielo, mis pensamientos ligados a la posibilidad de pedirle matrimonio se cosieron a mi cabeza y ya no pudieron salir de ahí.
Decidí confeccionar el traje más espectacular que jamás haya logrado, para transmitirle mi deseo en una velada que, intuía, sería única e irrepetible.
Mientras hilvanaba el ruedo para ajustar el pantalón al largo de mis piernas, recordé que en Grecia los dioses se vestían igual que los mortales y en un arrebato despojado de humildad, pensé que iba a parecer un dios con semejante maniquí y semejante atuendo.
Cuando llegó el ansiado día, elegí una flor blanca y delicada para poner en mi ojal, quería que todo resultara perfecto. Y a partir de un momento la intriga de cómo Gabrielle iría vestida, cobró dimensiones extraordinarias.
Llegué a su casa y cuando ella bajó las escaleras, su vestido de corte imperial con bordado de piedras abrumó el recinto. Los espejos extenuados por absorber tanta belleza, devolvieron, cómplices, imágenes nunca reflejadas. Parecía la reina de un cuento, una Cenicienta que imprimía su figura en un palacio real, antes de que el reloj marcara el comienzo de un nuevo día.
Durante la cena, traté de hilvanar las palabras para expresar de la mejor forma mi propuesta. Pero no las encontraba, avanzaba y retrocedía, realizando pespuntes en mis pensamientos.
En eso estaba, cuando una honda comprensión atravesó de un lado a otro mi alma. Ya no había palabras, no podía coser una sola frase, porque lo que se me reveló fue un sentimiento que nunca antes había tenido.
En mi ser divisé un agujero que no se podía zurcir, ni cubrir con un parche. Y allí estaba… simplemente estaba.
Por primera vez me di cuenta de que mi insistencia en confeccionar trajes tenía que ver, en el fondo, con un intento de vestir lo que me incomoda y es, cuando no dispongo de la tela suficiente para afrontar un desafío, cuando el traje de la vida me queda reducido.
Mudo, miré a Gabrielle que se esfumaba como una silueta lánguida en medio de la bruma.
Mientras avanzaba la noche, mi traje comenzó a deshilacharse, su tela no resistió tamaña revelación, y fue cuando comprendí, que yo mismo, era el traje confeccionado por otro sastre.