En un palacio de Tus, cuna de sabios y poetas, cinco siglos antes de que Hamete Benengeli soñara real el delirio de Alonso Quijano, Abū Ḥāmid Muḥammad al-Ghazālī soñó una estrella extinta que aún brillaba señalándole a él (sólo a él) una gruta oculta a los ojos de los hombres que abrigaba la Verdad omnímoda y eterna.
En su sueño, al-Ghazālī descifró el arcano; fue dios, fue Nada y al despertar, lloró de espanto: tenía memoria del lugar, del regocijo, de su inaudita sensación de omnipotencia, ¡pero no del misterio develado!
Se debatió entre sudores, lágrimas y sombras; quiso en vano rescatar el sueño y un anhelo de saber lo fue invadiendo hasta ser su única urgencia. Al alba, pidió a un sirviente sus dos mejores camellos y puso en un arcón lo necesario para el viaje impostergable. Confió sus bienes a su más acérrimo enemigo en los debates filosóficos y partió en silencio hacia el poniente.
No es mi propósito referir los infortunios del periplo; bastará saber que su estrella lo guiaba, que llegó en harapos a Hamadán y a At-Tur con pericia de mendigo, recitando el Shāhnāma por mendrugos o dinares. Su cuerpo, tres años como décadas más viejo, fue purificado en una poza y esa noche, al pie de Jabal Musa, soñó el ascenso secreto.
Subió al amanecer, palpando a ciegas lo que sus ojos de hombre no veían; entró a la gruta amplia y oscura que creyó vacía hasta que su tea reveló un ánfora de barro milenario. Quiso tomarla, pero se hizo polvo entre sus dedos y el polvo, nada; cayó a sus pies un rollo de piel prístino, aromado de aceites. Regocijado en la fragancia, temió tocarlo y que también se evaporara; estuvo mucho tiempo contemplándolo hasta que la tea se apagó y, sin embargo, en la densa negrura pudo verlo tan nítido y real, que creyó haber sido ciego siempre. Lo desplegó, quiso descifrar los extraños símbolos retintos, pero solo comprendió la firma: Al-Asmā' al-Husnà, seguida de los noventa y nueve nombres.
Al-Ghazālī lloró de impotencia y desencanto hasta agotar sus fuerzas. Se durmió con la piel pegada al pecho y soñó que entendía los símbolos ignotos; supo al fin la omnímoda Verdad y al despertar, ¡la recordaba! Asombrado de comprenderlo todo, gozó su omnipotencia, su ubicuidad; exploró con deleite los secretos del mundo y de las almas y, al internarse en sí mismo, supo el inmenso valor de la ilusión, de las realidades inventadas, de la verdad señera en la que cada hombre creía.
Abrumado, quiso olvidar, pero fue inútil: los caminos de la sabiduría solo avanzan, no pueden desandarse. Para proteger a otros de su desgracia, quemó la piel y sepultó profundo las cenizas.
Regresó a Tus con la aflicción de saber lo que no debía saberse, anhelando en vano la amnesia o la locura. El día de su muerte, Al-Ghazālī, que todo lo sabía, le mintió o confesó a su íntimo enemigo: «La verdad, colega, hermano mío, es solo un sueño», y volvió a dormir con la certeza de que no despertaría, llevándose a la nada su secreto.
Sé que esta historia es real: soñé sus símbolos, como Cervantes soñó a Cide Hamete Benengeli soñando que Quijano soñaba al Quijote soñar los sueños de Orlando y Amadís.
Yo también sueño al Quijote. Lo sueño mal, como se sueñan todos los símbolos distantes, con el rostro que una vez soñó Doré, enderezando entuertos en parajes castellanos que se funden a las geografías soñadas por Ariosto, hablando un idioma antiguo, ya en su época olvidado.
Lo real es solo un sueño, y soñé a al-Ghazālī soñando…, en honor a la verdad.