Hay algo de siniestro en los amaneceres de Flores. En los caserones grises devorados por sus propios jardines de árboles retorcidos y enredaderas con llanto de espinas. En los pálidos rayos dibujando las cúpulas desmigajadas que dormitan eternamente.
Llegué a este barrio una tarde roída de agosto a principios de los 90. Habíamos visto otros tres departamentos ese día y el tamaño de mi vientre inmerso en unas calzas gruesas pedía a gritos un descanso. Faltaban tres meses todavía, pero… "el niño viene grande" era lo que había sentenciado Gemelli en la última consulta. Necesitábamos sitio y el PH sobre la calle Aranguren se veía, al menos, potable. Antiguo, con arreglos pendientes, indudablemente algo frío por lo alto de aquellos techos y la orientación, pero acorde al presupuesto que podíamos manejar. Las dos habitaciones, de puertas doble hoja y banderolas tonalizadas, eran enormes. Los pisos oscuros de pinotea rechinaban con el ir y venir de las pisadas, pero no importaba frente al ventajoso tamaño.
El empleado de la inmobiliaria se agitaba al enseñarnos en detalle cada rincón. Tiraba la cadena sobre el inodoro elogiando la fuerza de la descarga y abría las puertas de las alacenas que, ni con el contact símil madera, podía maquillar la humedad. Sin dudas el departamento era lo que ya intuíamos.
- Por aquí, por favor -Y el cincuentón, de calva salpicada, apuraba una barriga reprimida a presión dentro de la camisa, mientras nos enseñaba una escalera curva donde moría el lavadero. - La terraza es muy espaciosa, también.
Subimos. Ambos con esfuerzo. Hacía frío pero el sol se derramaba pleno para destellar sobre las membranas plateadas que cubrían el techo entre juntas de alquitrán. Fabián se había quedado terminando de chequear los artefactos de cocina y el calefón.
La terraza no se veía segura pensando en un niño pequeño correteando por aquí y allá. Tendríamos que poner alguna protección. Pero se respiraba y era tranquila. La vista escalaba límpida. Flores y sus vecinos son barrios poco edificados, afortunadamente. No se siente esa opresión del encajonamiento, tan habitual en la Capital.
El hombre comenzaba a bajar de regreso los primeros peldaños. Unos maullidos atrajeron mi atención haciéndome avanzar hasta un rincón en el que dormía un modesto tanque de agua. Al sonido de mis pasos, la blanca silueta de un gato trepó la medianera para desaparecer. Otro, de pelaje gris, había quedado inmóvil con su rostro fijo a la pared. Noté enseguida que era un callejero, las matas de pelo en su lomo se veían sucias y pegoteadas. No pude evitar Recordar a Mitón, nuestro minino, que había muerto un año atrás preso de una de esas enfermedades renales tan comunes en los gatos. Fue un calvario todo lo vivido en aquel tiempo. Inyecciones, suero, infinidad de pastillas que difícilmente tragaba… Era triste verle la carita y como se consumía día a día. Su partida me había destrozado por completo. Por ahora no quería mascotas y menos con un bebé tan pronto a nacer. ¡Sería imposible!, no quería un gato, pero…
Me acerqué despacio haciendo un suave chistido, con la mano baja en señal de amistad. Él me escuchó y al instante volteó a verme… ¡Quedé estática! ¡Paralizada! Se me heló el aire en la boca y comencé a sentirme mal. Mi bebé de repente pateaba con fuerza. Fue un instante. Un instante eterno. Me sujeté el vientre al sentir la horrorosa mirada de aquel animal ¡Su ojo! ¡No tenía su ojo! En lugar, se posaba un rejunte de piel o costra algo rojiza y mal cerrada. ¡No lo sé, no puedo explicarlo! No debió ser algo tan extraño. Seguro alguna lucha callejera en un gato mal trecho, no debía ser algo tan anormal, pero… ¡la imagen fue macabra! No era sólo el que le faltase el ojo, su mirada, ¡era su mirada…! Tal vez me sentía alterada por demás. El cansancio, el embarazo… ¡Realmente no sé! ¡Quería gritar… llorar! Sentí aquella criatura como un ser demoníaco que clavó en mí un rostro que jamás olvidaría. ¿Por qué? No lo sé, pero fue horroroso y sólo quería irme de allí. El gato saltó y desapareció.
Bajé alterada. No podía hablar. No iba a contar nada. ¡Era ridículo! ¡Yo era ridícula! un gato callejero y nada más. Me costaba entender lo mucho que me afectó, pero no podía negarlo.
Fabián estrechaba la mano al empleado inmobiliario quedando en llamarlo por una respuesta. Salimos y subimos al coche. El monólogo de mi marido acerca del departamento y todos sus beneficios me sonaba más que lejano. No lograba hilar las palabras que escuchaba. Necesitaba decirle que no quería vivir ahí, pero ¿Con qué pretexto? No había motivos. Un maldito gato que solo me asustó ¡nada más!
Las horas pasaron y comprendía que mi aversión era una estupidez. Fabián terminó de convencerme y el arreglo se concretó.
La mudanza debió haber sido más animada. Estaba preparando la habitación de mi bebé. Mi primer niño o niña, todavía no sabíamos, sin embargo no podía evitar la imagen de aquella tarde asaltando mi mente en cualquier instante. Cada vez que visitaba la cocina veía con temor la puerta abierta del lavadero. La imagen cenicienta de la escalera parecía finalizar en un coro de maullidos. No quería subir. No podía. Por las noches solía sentir aquellos soniditos de patas rasgando los techos por sobre la habitación. Sabía que estaban ahí. En la terraza. Lo único que Fabián decía ante mi nerviosismo era que se iba a encargar de poner algún producto para ahuyentarlos. Claro que nunca terminaba por hacerlo.
A diario salía a trabajar cuando todavía estaba oscuro. Sentía aquellas casas silenciosas punzando sus ojos en mí. Todavía permanecía cierta ventisca de principios de septiembre El sonido de la brisa entre las malezas de los jardines me hacían apretar el paso. Podía imaginar al gato caminando entre las altas hierbas o saltando desde alguna cornisa. Siempre alcanzaba la estación del tren con el corazón palpitando fuerte.
Al volver a casa todo parecía más calmo y estable. Me asaltaba esa alegría y la ansiedad que canalizaba decorando la habitación de Teodoro o Valentina. Un día enfrenté mi miedo y decidí subir a la terrada. El aire fresco me reconfortó. Nada había allí. NI gatos, ni maullidos. Nada..
Para el momento de la licencia ya había hecho de la terraza mi refugio. Subía a media mañana con el sol de fines de octubre. y disfrutaba la vista del cielo.
Llegaba noviembre y la frecuencia e intensidad de las contracciones aumentaba con el correr de los días. La noche del once de noviembre me sorprendió rendida. La tormenta se había desatado cerca de las siete de la tarde luego de todo un día pesado y caluroso. Diluviaba e incluso había caído algo de granizo. Entre el viento y el aguacero parecían querer arrancar la casa de cuajo.
El malestar comenzó. El dolor en el bajo vientre era ya casi insoportable para la medianoche.
- Vamos al hospital - Le dije agitada a Fabián.
Llegamos al auto empapados. Un detalle extraño tintineaba en mi mente. Pese al diluvio, había escuchado un maullido insistente provenir de la terraza.
Las contracciones estaban por desmayarme cuando entré en la sala de partos. Me esforzaba y me esforzaba, ¡Ese dolor indescriptible! Pero no. Por más pujos, por más fuerza, no había modo, mi niño no llegaba. Podía escuchar a los médicos debatir.
- Vamos a tener que hacer una cesárea, mami - Me dijeron. -No sabemos con certeza, es probable que el cordón sea demasiado corto. - No quería, pero afirmé con la cabeza, el tiempo era crucial. Fabián me sostenía la mano y acariciaba mi cabeza para darme ánimo.
Comenzó la cirugía en el instante preciso que las inyecciones cumplieron su objetivo. Me narraban los pasos. Solo quería que saquen a mi bebe sano y salvo. Pude sentir cuando lo agarraron
-Está dado vuelta - Dijeron -Tranquila, va a estar todo bien.
Llamaron a Fabián al otro lado de la manta. Escuché que decían "-¡Es un varón! -?Y al instante callaron todos. El silencio fue una daga atravesando mi pecho. El silencio fue total.
- ¿Qué pasa? Pregunté. No hubo respuesta. -¡¿Qué pasa?! ? Repetí impaciente. Lo había oído llorar, estaba segura. No respondieron, se lo llevaron envuelto, Fabián iba detrás.
-Tranquila, ya te lo vamos a traer, hay que hacerle controles de rutina. - Dijo Gemelli. Pero lo conocía. Estaba pálido, serio. No era el de siempre, sabía que algo pasaba.
- ¡Lo quiero ver! - Le rogué.
-Sí, tranquila, tranquila que estamos cociendo. Ya te lo traemos.
Por una puertecilla al costado del quirófano apareció Fabián. Su mirada era difícil de catalogar. Sus ojos enrojecidos no decían nada bueno. Caminó delante de la doctora que traía en brazos al niño, cubierto por una mantilla. Fabián llegó primero y me tomó la mano.
-Tiene algo, pero no te asustes. -dijo
-Pero… ¿Está bien? Yo lo escuché llorar, dije sollozando, no entendía nada de lo que pasaba.
-Sí, está bien, y seguramente tenga solución.
- ¡Quiero verlo!
La enfermera me acercó el pequeño bulto y le descubrió el rostro por completo.
¡Fue una pesadilla! Me ahogaba…Temblaba… no podía contener las lágrimas ¡Mi niño! No lo podía creer, mi niño, su rostro, tenía aquella extraña deformidad. No tenía su ojo y en su lugar un rejunte malformado de carne y piel rojiza ocupaban el espacio y parte de la mejilla.
Esa noche en la habitación el silencio reinaba entre nosotros. Un tierno cartel con un osito, escrito el nombre de "Teodoro" colgaba de la puerta de la habitación. Tan tierno como cruel.
El niño durmió sin descanso. También diluvió sin descanso.
Palabras de los médicos, los dichos de Fabián, opiniones… todo daba vueltas en mi cabeza con la indeleble imagen de su deformidad "cuando sea más grande se le podrá operar", "es algo que tiene solución" … pero no era eso, había algo más.
Miraba a Teo dormir. Nada me impulsaba querer alzarlo, abrazarlo. Su imagen me hundía en la peor pesadilla. Lo veía en su canasto. Su único ojo tenía un temblor muy sutil al dormir. Me convencía que todo iba a estar bien, que era una depresión post parto, que se me iba a pasar, que me tenía que acostumbrar a la idea…
Mientras Fabián trabajaba estábamos solos los dos. Me esforzaba por encontrar excusas para que no nos visiten. Iba y venía por la casa rogando que no se despierte, que no requiera de mis cuidados, no quería levantarlo, me esforzaba para cambiarle el pañal o ponerlo al pecho. Me aterraba. Buscaba dentro mío, buscaba un sentimiento que me haga querer sostenerlo en brazos y acariciarlo. Algo me lo impedía y a veces lo dejaba llorar de más en la cuna. Me tapaba los oídos. No quería que llore. No podía. Cada vez me costaba más.
Una tarde decidí levantarlo de la cuna y llevarlo a la terraza. Probablemente el encierro y la oscuridad empeoraban las cosas. Era fines de noviembre y el clima era delicioso. Sentí de pronto que, tal vez, podían aflorar esos sentimientos que tanto necesitaba. Tenía en brazos a mi bebé y tenía que volver a amarlo como cuando estaba en la panza. Miraba su rostro pensando que las cosas pasarían. Respiré profundo y, entonces, lo escuché… un maullido. Ese maldito maullido. Lo escuché mientras veía la cara de mi niño que parecía dormir, pero delineó una sonrisa escalofriante.
La noche trajo pisadas y maullidos en la azotea. Dormir fue imposible, hablar fue imposible, reaccionar a las quejas de Fabián por no levantar al niño cuando lloraba también fue imposible.
Esa mañana cuando escuché a mi marido cerrar la puerta de calle fui hasta la habitación. Teo dormía. Su ojito sano temblaba y su respiración era pesada. Recordé que en dos días vendrían a poner las redes de protección. Miré a Teo una vez más. No sentía nada. Subí la escalera que besó cada paso de mis pies cansados. Ya no me oprimirían más los siniestros amaneceres de Flores, ni sus terrazas grises, ni los caserones tristes. Respiré profundo guardando en mis pulmones los nubarrones con su resolana encriptada. Un paso y otro más. Subí la viga. El instante en que mis huesos colapsaron contra las baldosas de la vereda sentí al oído un maullido… un maullido como si riera.