Vestido con un pantalón deportivo estirado en las rodillas, zapatillas sin cordones ni medias, remera desteñida y un sobretodo de gabardina, otrora de color negro y de buena calidad, ahora gris opaco, enfangado por múltiples manchas, él caminaba con prisa arrastrando la pierna izquierda y empujando con petulancia a los confusos transeúntes. Hablaba sin parar con tono pendenciero con el perro que le seguía a unos metros con el rabo entre las piernas, la cabeza gacha, avergonzado de su acompañante.
"Eres un perro estúpido", reprochaba el rengo, fastidioso. "Un día te voy a matar, te lo juro. O mejor aún, te vendo a uno de estos desolladores que disfrutan despellejando a los cabrones como tú, así aprendes", hizo un brusco movimiento con la mano y siguió. "Todo lo que me costó sacarle esa botella a Gitano. Y tú, con un solo movimiento de cola, la rompiste a pedazos", el perro bostezó expulsando un gruñido. "Cállate. Te voy a cortar esa cola. ¡Una botella de tinto en pedazos! ¡Maldito perro!"
Así llegaron hasta la plaza. Allí eligió un banco que daba al sol y lo ocupó. Sacó de una bolsa un tetra brik de vino, le cortó la punta con los dientes y con desesperación y avidez tomó unos tragos. Su cuerpo se aflojó, los ojos se le humedecieron, su tez volvió un purpuro ardiente; eructó. Luego sacó de la misma bolsa un atadijo de diarios que usó como un mantel, un salamín, una morcilla y una cebolla. Acomodó todo con prolijidad, tomó un par de tragos más y se repanchingó contento sobre el banco. El perro se lamió la nariz, puso su pata sobre la rodilla del hombre y aulló con timidez.
"Ni te escucho, maldito bastardo", el rengo se incorporó y se inclinó hacia el perro, "sé que no te gusta cuando robo. Pero, ¡no fue un robo! Gitano me debía plata".
El perro bajó la cabeza sin dejar de mirar la morcilla, y una gruesa saliva se le coló de la boca. El rengo agarró el salamín y le dio un mordisco.
—Le pido mil disculpas —una voz femenina como una flauta en si bemol sonó a su derecha. Emilio levantó la cabeza y curioseó. La elegancia de unos cuarenta años con un caniche de color durazno en sus manos lo miraba con una inocencia infantil—. Hace ya unos días que lo estoy observando, y no me deja de sorprender. ¡Usted es un genio, un ídolo! ¡Una leyenda renacida!
—¿Yo? —preguntó el rengo tragando con rapidez el fiambre que estaba masticando.
—Sí, usted. La sencillez con cuál se comunica con su perro es impresionante y admirable. Con permiso —la elegancia se sentó al lado apoyando su perrita en su regazo. Ahora su voz sonaba en un solemne fa diez—. ¡Esa comprensión que usted tiene con su perro! ¡Los diálogos que llevan! ¡Esa increíble unión! Tengo tantas preguntas para hacerle. Pero ahora me tengo que ir. ¿Podría, usted, mañana dedicarme un poco de su tiempo?
—¿Yo? —volvió a preguntar el hombre como un desviado.
—Mañana a esta misma hora. ¿Le será cómodo a esta misma hora? —preguntó la mujer levantándose.
—Sí, claro —respondió el hombre, atónito.
—Excelente. Entonces, hasta mañana. ¡Mimi! —la mujer acercó su perrita hacia su cara y le besó el hocico—, dígales, adiós, a nuestros amigos.
El perro y el hombre se miraron un largo rato sin pestañear.
"¿Estás pensando lo mismo que yo? La mina, perdón, la mujer, ¿se fijó en mí?", el rengo agarró la caja para tomar otros sorbos, pero se dio cuenta de que la caja quedó vacía y la arrojó al suelo. Luego se arrepintió, la levantó y la llevó al contenedor de basura. Volvió, se sentó y agarro la morcilla. La partió en dos y una parte se la acercó al pero. "¡Crees que es la oportunidad!", preguntó pensativo.
El perro comía con desesperación y con esperanza de recibir un segundo pedazo.
“No siempre fui así como ahora. Vos que no sabes nada de mí. ¡Fui la novena viola de la orquesta filarmónica! ¿Sabes qué significa ser una novena viola? Eh, eres un tonto y cabrón. Debe ser que se dio cuenta quién soy”, se rascó la nuca, hizo un hipo y siguió. “¿Y si la invito a tomar un trago? Por fin de algo me serviste. Mereces ser bañado. Mañana debemos estar limpios”.
Era la tercera vuelta que daban alrededor de la plaza. Caminaban despacito y ella lo tenía agarrado por debajo del codo. Él le contaba historias, ella reía y su risa era como un trino de ruiseñor.
—Le agradezco tanto —se pararon frente a la entrada de la plaza—, aprendí mucho de usted, de su increíble naturalidad y envidiable capacidad de comunicarse con la naturaleza.
—No es para tanto —respondió el rengo sonrojándose.
—Es tan conmovedora su timidez, pero no hay que avergonzarse de los sentimientos sinceros, mi querido amigo.
—Pues, entonces —tartamudeó él, sintiéndose incómodo y hasta ridículo—, aceptaría tal vez…, digo…, un cóctel…, aquí cerca…
—Claro, claro —la elegancia abrió su cartera, extrajo unos billetes y los tendió en la mano del rengo; su inocencia infantil jugaba en las comisuras de sus labios—; perdón mi torpeza.
— ¿Qué es? —preguntó el tullido, perplejo.
—Para un cóctel, ¿no lo dijo recién? Arancel por la consulta —le apretó amistosamente la mano, le sonrió y se voló como una mariposa diáfana hacia un auto que la estaba esperando.
La cara del rengo se torció al principio con un asombro, luego con una sonrisa sarcástica que turnó un sombrío admonitorio. Los puños se le cerraron resaltando las tortuosas y dilatadas venas. El perro lo miró moviendo la cola sin comprender lo que estaba pasando, pero su leal instinto canino, que hasta hoy nunca lo traicionó, le presagió que se iniciaba una tormenta que olía mal.
Unas horas más tarde, cuando el día despuntaba y la noche lentamente abrazaba la ciudad, el rengo yacía de bruces sobre un viejo y sucio colchón en la improvisada vivienda de su amigo Gitano, escondida entre unos densos matorrales bajo el muro que rodeaba una fábrica de textil. Gemía respirando con dificultad. De repente convulsionó, movió la cabeza, se estiró empujando con las piernas una fila de las botellas vacías y vomitó. Se limpió la boca con la manga de su sobretodo dejando sobre la tela una apestosa mancha más y volvió a tirarse quejumbroso sobre el colchón. El perro, con la oreja ensangrentada y el cuerpo casi doblado por el dolor de las heridas que le dejaron las brutales patadas de su furibundo amo, se le acercó, le lamió la frente y se acostó al lado. Ahora podría dormir tranquilo.