Toda noche tiene sus monstruos, animales míticos, que son parte de contiendas y hazañas épicas. Estas suceden más allá de las paredes, sobre techos, entre gritos y choques de una refriega.
Una batalla se libra en ese mundo intangible tras ventanas y puertas. El vidrio, la madera, no detienen sus ruidos, en lo oscuro nunca es posible descifrar qué pasa, solo indicios, golpes y desgarros a partir de sonidos que llegan: se alejan, se acercan, hasta casi sentirlos arriba nuestro.
Trabamos las puertas, miramos inseguros las ventanas, atamos los postigos, desconfiamos del afuera y prestamos atención al silencio como al ruido.
Hemos escuchado chillidos, ballenas gritando, hemos sentido mamuts en estampida, retumbando el piso, y el ruido ensordecedor de dientes de sable corriendo en manada, emitiendo sonidos de guerra. Una pampa está llena, en la madrugada descargan su furia entrando a la ciudad. La noche tiembla bajo sus pasos y nada les enfrenta.
Bajo la luna espesa descansan y pastan sus heridas, pero sobre nuestros techos, las huestes más pequeñas desgarran la carne. Se les siente rodar, chocar, embestir, bufar, proferir todo tipo de maldiciones y el ruido de las armas ilumina el cielo nocturno. El forcejeo estremece, tiemblan los techos, miramos las lámparas hamacarse en este sismo de una masa ígnea que erupciona.
Ningún cielo parece poder sostenerse más.
Nuestras casas simulan seguridad, pero nada garantiza que un día no rompan este dique que separa nuestra luz de su noche, y no quede más alternativa que defendernos, luchar esa guerra que no es nuestra, salvar estas vidas que sí lo son.
Y ahí sí, con lo que tengamos a mano, con cuchara, cuchillo o tenedor, nosotros seremos la piedra que afila, la chispa, el mango enarbolado, el grito dominante, las nuevas bestias sedientas de sangre.
A la noche perteneceremos.