Jue11May202314:05
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Autor: Sergio Alfonso Amaya Santamaria
Género: Cuento

La rosa evanescente

La rosa evanescente

La rosa evanescente

Prefacio

Un guardia de seguridad del Banco J. C. Morgan estaba en la bóveda principal, guardaba billetes de cien dólares en un saco de lona gris con el nombre del Banco; era parte de la dotación que cada día se llevaba a la sucursal de Brooklyn del J. C. Se encontraba a solas, concentrado en lo que hacía anotaba en una tabla de control los paquetes que contendría cada bolsa. Iban seis paquetes de billetes, lo que representaba la cantidad de sesenta mil dólares; ese saco debería transportar cien mil; una vez completa la cantidad, se cerraba y colocaba un candado, cuya llave portaría el contador encargado del traslado y recepción del dinero.

En cuanto dejó de lado el saco donde colocaba los billetes, se dio cuenta que éste se empezó a difuminar; exclamó entre sorprendido y atemorizado:

─¡Dios bendito!... ¿qué demonios pasa? ¿Dónde está el saco que estaba llenando?

Desesperado llamó a su supervisor, que entró con la pistola en la mano, pensaba que se hubiera colado algún asaltante.

En cuanto se dio cuenta que el vigilante estaba pálido, con la vista fija en un solo sitio y no había nadie más, enfundó su revólver y se acercó a su compañero.

     ─¿Qué te pasa?, gritaste como si te hubieran asaltado.

     ─!Desapareció!, ¡desapareció ante mi vista!

     ─¿De qué demonios hablas? ─casi gritó el supervisor─.

     ─El saco del dinero, ¡desapareció frente a mis ojos!

     ─¿Cuál saco? No digas bobadas, nada desaparece, ¡explícame qué pasa!

El guardia le mostró su tabla de control, donde estaba anotado el número del saco y los números de las fajillas que había colocado en el momento que desapareció el saco.

El supervisor revisó el resto de las bolsas que se iban a llenar, comprobó que faltaba el correspondiente al supuesto saco desaparecido.

─Así que frente a tus narices se han esfumado sesenta mil dólares… ¿Quién piensas que te creerá semejante tontería? Es mejor que digas lo que hiciste en realidad, porque estás metido en un gran problema.

─Te lo juro, compañero ─dijo al punto de las lágrimas el atribulado vigilante─, todo ocurrió tal como te lo he dicho.

Una vez notificada la Dirección del Banco y de buscar en todos los rincones de la bóveda sin obtener resultados; el guardia, en calidad de detenido, fue llevado ante un siquiatra para que testificara su estado. El profesionista sometió al vigilante a una sesión de hipnosis regresiva, grabada en audio y película Súper 8, lo más avanzado en 1963. Su diagnóstico confirmó que el guardia decía la verdad; de forma inexplicable, un saco de lona gris que contenía sesenta mil dólares se había desvanecido frente a él.

Las imágenes registradas en la película mostraban con claridad al guardia de seguridad recostado en el diván del siquiatra; se encontraban solos durante toda la sesión, cuya duración fue de treinta minutos y cincuenta y dos segundos. La película y el informe fue remitido al FBI para su investigación, el robo al banco era un delito federal.

Los agentes designados revisaron con minuciosidad la caja de seguridad; aspiraron el piso y sitios donde habían colocado los sacos; investigaron los movimientos bancarios y verificaron los números de las fajillas que envolvían los billetes.

Después de dos meses de frustrantes averiguaciones, se aceptó que no se tenían pruebas para continuar algo que los llevara a una investigación posterior. Se guardó el expediente a la espera de que aparecieran datos que llevaran a continuar la indagatoria.

Ante este resultado, los abogados del banco no tuvieron elementos legales para hacer cargos en contra del guardia, sólo se le cambió de puesto; volvió a su empleo original: simple custodio.

Hanna Fellini, la agente del FBI que había participado en la investigación, no quedó satisfecha con ese fracaso, por lo que, de forma particular, buscó referencias de cuestiones similares. Lo único encontrado fue el ilusionismo.

El mago Frank

Meses después del atraco, la agente Fellini asistió al teatro en Broadway a presenciar el espectáculo de un mago que recorría el país, hacía desaparecer objetos en el escenario, ante decenas de espectadores, sin que hasta el momento se hubiera conocido el truco.

El mago Frank, hombre alto, delgado, vestido de forma elegante con esmoquin, pelerina y chistera, trabaja solo, sin ayudantes.  Al abrirse el telón se le ve al centro del escenario, parado junto a una mesa donde se encuentra un esbelto florero con una rosa roja. Realiza teatrales movimientos y habla con el público; camina de lado a lado en el escenario. Informa a su auditorio lo que pretende hacer; rodea el florero con su capa negra y con potente voz, amplificada por el micrófono dice ¡SAZZ!… retira la capa; el florero y la flor han desparecido; solo se ve sobre la mesa el mantel negro que la cubre. En cuanto el mago levanta las manos la rosa roja aparece y, galante, la arroja a alguna dama de las primeras filas.

El público aplaude entre exclamaciones de incredulidad ¡Ahhh!, ¿Qué ha pasado? ¿Dónde quedó el florero? ¿Cómo hace para que la flor reaparezca en su mano para arrojarla?

Luego de espectaculares momentos, extrae el florero que había contenido la rosa, se encontraba debajo de la mesa que estaba cubierta por el mantel negro hasta el piso. Los aplausos se multiplican. Coloca el florero sobre la mesa y otra flor dentro del mismo. Todos piensan que repetirá el acto. El mago vuelve a hacer toda la faramalla anterior, pero ante la sorpresa general, ahora desaparece la rosa roja; el florero permanece en la mesa.

De pronto un grito de sorpresa de algún espectador de las primeras filas:

─¡La rosa!... ¡Apareció en mi regazo! ─Se levanta del asiento, alza la flor y la muestra para que todos la vean─.

El mago sonríe satisfecho y en medio del aplauso general, abandona el escenario.

Hanna Fellini ha quedado asombrada, pero no satisfecha; encuentra similitudes entre el acto presenciado y el robo al Banco J. C. Morgan; resuelta se dirige al encargado del teatro, le muestra su credencial del FBI y pide se le permita platicar con el mago Frank.

─Buenas noches ─saluda Hanna al mago cuando lo tiene enfrente─, soy agente del FBI y su asombroso acto me ha traído a la mente un caso que no hemos podido resolver; tal vez si usted accede a darnos su secreto, nosotros podamos dar solución a nuestro delito pendiente. ¿Cuál es su nombre real?

─Mi nombre es José Francisco Herkell; soy nacido en California, de padre alemán y madre mexicana y respecto a mi acto, señorita Fellini, un buen mago nunca revela sus trucos. Espero que usted lo comprenda, si lo revelara, perdería el encanto y fascinación; nadie iría al teatro a verme desaparecer objetos…

─Lo entiendo, Frank, pero tal vez usted nos pudiera ayudar; le invito a cenar y le platico lo que nos tiene detenidos. ¿Acepta usted?

─Encantado de la vida, Hanna ─lo dijo con estudiada familiaridad─, permítame unos minutos y la encuentro en el vestíbulo, si me hace el favor.

Hanna regresó al vestíbulo del teatro y pensaba: «En realidad es un hombre guapo y joven; debe rondar los cuarenta… y yo tan soltera» ─sonrió ante sus pícaros pensamientos─. Cuando Frank salió, se dirigieron a un restaurante italiano, Hanna apetecía una buena pasta, para recordar los guisos de su madre.

En la sobremesa le relató al mago la desaparición del dinero en el Banco, sin mencionar la institución. Señalaba la similitud de su acto con lo relatado por el vigilante que manipulaba el dinero dentro de la bóveda.

─Es asombroso ─dijo el mago─, en realidad es un acto igual en cuanto a su resultado; pero mis actos son sencillos e inocentes: desaparecer un florero, una flor o algún objeto que nos facilita algún espectador, que siempre regresamos a su dueño ─aclaró─, puede revisar mis antecedentes, no tengo ni infracciones de tránsito. Siempre he sido cuidadoso con ello, ya que mi nombre latino puede despertar suspicacias… Usted me entiende.

─Le entiendo, Frank… Si usted pudiera, cuando menos, darme algún indicio de cómo se realiza, tal vez pudiéramos abrir una línea de investigación. Estamos parados frente a un abismo de fondo negro. No tenemos nada, solo el delito cometido.

─Me temo que no le puedo decir nada, el ilusionismo no se da como recetas de cocina; son años de estudio y práctica. Pasamos meses y hasta años de frustraciones ante nuestro fracaso para realizar lo más simple.

Al final de la cena, se despidieron como buenos amigos, prometió Frank que la buscaría la siguiente vez que estuviera en New York. Ella hizo lo mismo, en el remoto caso que fuese enviada a California a resolver algún asunto.

Cuando Frank estuvo a solas, dentro de su auto, dijo:

─Donald… ¿Estás aquí?...

Descubrimiento

Era el año 2010 y esto que relataré me ocurrió en realidad. En mi vida, no muy larga, ya que ahora tengo cuarenta y cinco años, me han ocurrido cosas extraordinarias; yo no sé si les ocurran a todos; supongo que cada uno tendrá sus “cosas extraordinarias”

Mi nombre es Donald Sullivan; recién he adquirido una casa para mi familia, compuesta por dos muchachos, Vincent de quince y John de diecisiete años y Caroline, mi esposa. La compra era una sorpresa que quería darle a mi mujer, luego de vivir en un departamento que día con día lo sentíamos más estrecho; ya los chicos necesitan cada uno su propio espacio. La casa que elegí en Farmer Branch, se encuentra en la zona norte de la ciudad de Dallas y el departamento en el centro oeste; nuestros empleos están ubicados en el centro norte, lo que nos permitirá trasladarnos con mayor comodidad. Mis hijos no tienen problema, el autobús escolar pasa por esa zona en su diario recorrido.

Luego de firmar los documentos correspondientes, me entregaron las llaves de la casa y fui a constatar que los servicios estuviesen conectados; en especial el Internet, necesario en los estudios de mis hijos y algunas cuestiones referentes a los empleos de Caroline y mío. La calle era agradable, con un parque cercano; un apacible porche daba la bienvenida a los visitantes; en la parte trasera un atractivo jardín con un joven roble al centro. Me imaginé a Caroline al cuidado de sus geranios que tanto le gustan y los chicos podando el césped.

Ya dentro de la casa, una bonita estancia con dos ventanas al exterior; un arco daba paso al comedor y al fondo la cocina, amplia, con espacio suficiente para un desayunador. El gas ya está conectado, lo mismo que el aire acondicionado. La estancia tiene un closet en el recibidor para la ropa de ocasión; junto a la escalera un baño completo; la escalinata parte de un espacio entre la estancia y el comedor. En la parte alta, una amplia recámara principal con un buen vestidor y un baño privado con ventana hacia el frente de la casa; un baño a medio pasillo y dos recámaras con su propio closet cada una, con ventanas al jardín trasero. Con una Minolta digital tomé fotografías de toda la casa; exterior e interior y preparé un mapa con la ubicación; localicé las escuelas, la iglesia, los supermercados; en fin, todo lo que les diera una clara idea de donde iríamos a vivir. Todo esto lo mandé imprimir y formar un álbum que le llevaría a mi familia para anunciar la sorpresa.

Después de revisar que todo estuviera correcto, bajé y algo me llevó a dirigirme otra vez a la cocina, entonces me di cuenta de una puerta disimulada, un poco abierta. Con toda confianza la abrí, era un espacio pequeño; no era la alacena, esa se encontraba en la pared de enfrente; pensé que tal vez serviría para guardar escobas y traperos; no tenía luz interior, pero no era complicado poner una lámpara autónoma. Entré a ese espacio para revisarlo en su interior y la puerta se cerró, quedé sumido en una absoluta oscuridad; sentí algo de miedo. Percibí un agradable olor como de violetas o lavanda; levanté la mano hacia el frente, intentaba tocar el muro, que sabía no estaba a más de un metro, pero no palpé nada, di dos pasos para llegar a la pared y de pronto me vi fuera de la casa.

Me di cuenta de que no era la calle por donde había llegado; era muy diferente, de tierra rojiza y en el lado contario se levantaban algunas casas y tiendas construidas de madera; la banqueta también era de ese material. Inclusive yo estaba parado en un porche de madera. Reparé en mi indumentaria; un pantalón de mezclilla con pechera y tirantes y camisa de franela y calzaba unas botas de puntas recortadas.

Crucé la calle en busca de respuestas a lo que ocurría; vi venir a una dama con un sombrero blanco de ala ancha, vestido claro, largo hasta los tobillos y una sombrilla del mismo color para cubrirse del sol. Caminé hacia la derecha, en busca del origen de una música de piano, así llegué a la entrada de una cantina; con toda confianza crucé las puertas de resorte, el local estaba casi lleno: hombres con sombreros de fieltro, algunos con pantalones de mezclilla, otros con ropa de casimir, charlaban y bebían cerveza o aguardiente de algún tipo; mujeres ataviadas con vestidos coloridos servían las mesas y reían con algunos de los parroquianos.

Me acerqué a la barra e hice señas al cantinero para que me atendiera, pero pareció no verme ni oírme, tal vez por la algarabía que se formaba por las voces de los concurrentes y las notas del piano, que no dejaba de sonar; me acerqué al dependiente, pero no me vio ni me escuchó; entonces me di cuenta que no me miraban porque era invisible; levanté la vista al espejo de la contrabarra y no vi mi imagen reflejada, eso sí me alarmó; me llevé las manos a la cara y sentí una barba de por lo menos tres días y yo me afeitaba diario; lo había hecho esa mañana; me sentí el cabello, demasiado largo para mi costumbre. ¿Qué estaba ocurriendo?

Vi unos billetes dejados en la barra por algún parroquiano, levanté uno de ellos y me di cuenta de la fecha, 1825; era de dos dólares, en el anverso la fotografía de Jefferson y en el reverso una imagen de la firma de independencia de 1776.

Confundido, sin saber en qué tiempo me encontraba, caminé de regreso al porche de donde había partido; di unos pasos hacia la puerta y de nuevo caí en esa pesada oscuridad y el olor dulzón de algún perfume. A tientas avancé hacia la puerta, empujé y la puerta se abrió. Estaba en la cocina de mi nueva casa; sentí un gran alivio. Cerré muy bien la puerta y decidí que en ese muro colocaríamos una vitrina antigua que Caroline heredó de su abuela. Me aterraba al pensar que alguno de mis hijos entrara a ese sitio y se perdiera en el tiempo.

Salí a la calle, esa hermosa calle donde viviría mi familia. Los llevaría a conocer la casa en cuanto volviéramos de las vacaciones; se encontraban en casa de los abuelos en Michigan y yo volaría días después para encontrarlos.

Segunda visita.

Días después, me encontraba solo en la casa, yo viajaría unos días después, compromisos de trabajo me impidieron viajar juntos. Nunca había dejado de pensar en el extraño lugar que había visitado en eso que yo suponía una ventana del tiempo. Cada vez que tenía oportunidad navegaba en Internet en busca de referencias a ese respecto.

Había un sinfín de narraciones, unas más descabelladas que otras; sin embargo, la vivida por mí, no desmerecía en inverosímil, por decir lo menos. Alguno decía haberse sentado en cierto sitio, una piedra, un mueble viejo o nadado en algún estanque y en ese momento haber cambiado de tiempo. Desde luego que no faltaban referencias que hacían mención del llamado Triángulo de las Bermudas. Una cosa tenía en común: La primera vez había sido sorpresiva; la siguiente con cierta curiosidad, pero ya analizada la situación, casi todos convenían en que el sitio visitado correspondía a lugares que en su imaginación eran como un sitio anhelado, o cuando menos, recurrente en lecturas o películas vistas.

Pensé en ello, recordé que algunas semanas antes había seguido con interés unas presentaciones del History Chanell que se habían realizado para conmemorar un aniversario de la filmación de “El llanero solitario”, película que de chamaco me gustó bastante y la vi en repetidas ocasiones cuando la hicieron serie televisiva. Lo que yo había presenciado guardaba similitud con las escenas de aquella vieja película.

Luego entonces ─pensé─, si llenaba mi mente de otras situaciones o paisajes, tal vez los pudiera vivir o revivir en ese pasaje temporal. Con ese pensamiento por experimentar, busqué en la biblioteca las viejas novelas de Ian Fleming del “Agente 007”, que de joven me habían fascinado; aparte de haberlas leído, creo que no me faltó por ver ninguna de las películas; con la seguridad de tener la mente llena del personaje de la obra James Bond; de las bellas mujeres que compartían crédito con él y de los escenarios en que se desarrollaban las historias, retiré el mueble que mantenía oculta la extraña puerta y sin ninguna necesidad, levanté la vista y miré el reloj de pared de la cocina: las 19:45, marcaba el tablero digital. Sin pensarlo, penetré al lugar, se cerró la puerta y la oscuridad y el perfume me envolvieron. Ya sin temor, avancé dos pasos y me vi parado frente a un callejón inmundo, sucio y maloliente; no se miraba a nadie y yo estaba parado frente una descuidada y grafiteada puerta; la “decoración” había sido realizada con pintura en spray era unas enormes y deformadas letras TG. «Time gate» ─pensé─.

Empecé a caminar hacia la izquierda, la esquina más próxima de donde me encontraba. Era una calle secundaria con algunos negocios y pocos peatones que pasaban junto a mí sin darse cuenta de mi presencia; no faltó alguno que “caminó” a través mío, con mi consecuente sobresalto traté de evitar el encontronazo. Entonces me di cuenta de que yo era intangible e invisible. Me acerqué a la pared y la palpé, me recargué en ella; por tanto, era invisible, pero no insensible. Con esa confianza entré en la primera puerta que vi abierta; era una casa de empeño. Un hombre de fea catadura esperaba ser atendido, tenía un tocadiscos portátil, lo que me situaba en los años 60’s o 70’s. El negocio lo atendía un hombre sin afeitar, vestido con una camiseta sin mangas; con un cigarrillo colgado de los labios. Un calendario colgado en el muro me confirmó la fecha: marzo de 1965. La fecha correspondía a lo que había leído, pero no los escenarios; volví a ver el calendario, era la publicidad de una licorería en Maine Street, San Francisco. «Bastante lejos de mi casa en Dallas» ─pensé─.

Esto no correspondía con lo que había leído en Internet. Me di cuenta de que lo que el hombre de la camiseta le ofrecía por el tocadiscos, era en realidad un asalto; crucé el mostrador que nos separaba y casi en susurros, le dije

─«No seas sinvergüenza, lo que le ofreces a ese pobre, es un robo»─, el mercachifle, volteó hacia donde había escuchado la voz, estaba desconcertado,

«¿Quién me había hablado?» «¿Será mi conciencia?» ─pensó─.

 ─Bueno ─rectificó─, le daré cinco dólares más.

El hombre recibió el dinero y salió apresurado del establecimiento.

Contuve la risa y le dije, ahora con mi voz natural

─«Has hecho tu buena obra del día»

─He de estar loco, dijo para sí mismo─, este vejestorio no vale más de veinte dólares y yo le he dado quince. Pero ¿quién habla?, no veo a nadie.

─«No te espantes; desde luego no soy tu conciencia, pero si te digo quien soy, no lo creerías. Tú no me puedes ver, pero soy un hombre como tú mismo, pero venido de más de cincuenta años en el futuro. En mis tiempos, este tocadiscos que has recibido, sólo se puede ver en los museos»

«En realidad debo estar enloqueciendo» ─pensó.

En ese momento salió de detrás de su mostrador, bajó la cortina metálica y salió del establecimiento. Yo salí junto a él y seguí mi camino; entré en un bar; un vagabundo, homeless por su apariencia, estaba sentado, como a la espera de que alguno de los clientes le diera una moneda. Dentro, el bar se encontraba concurrido, el barman servía tragos de distintos colores y los meseros iban y venían de las mesas a la barra. El cajero estaba relajado, ya que pocos clientes pagaban sus cuentas y salían, en tanto nuevos sedientos entraban.

Un hombre, mayor de cincuenta años, dejó sobre el mostrador un billete de cinco dólares y abandonó el local. Pensaba en el hombre que afuera esperaba alguna ayuda, tomé el billete de cinco dólares; el cantinero estaba viendo lo dejado por el cliente y observó que el billete pareció difuminarse en la formica de la barra, pero yo lo veía muy natural; salí a la puerta y lo puse en el sombrero del hombre, que se encontraba frente a él, se veía el raído interior de su chaqueta; de inmediato el billete se materializó.

Sonriente me alejé del hombre que, incrédulo miraba ese fascinante billete. Algo empezaba a descubrir en ese extraño tiempo en que me encontraba. «de manera que, si algo tomo, desaparece de su tiempo y aparece en el mío… «interesante» ─pensé─.

Pero ya era tiempo de volver a mi tiempo, no sabía en qué forma pudiera afectar una demora. Regresé al callejón; el viento corría entre los edificios, llevándose los papeles y un poco de la hediondez del lugar. Me paré frente a la puerta grafiteada, di un par de pasos y volví a la impenetrable y perfumada oscuridad. Estiré mi brazo, avancé un paso y listo, estaba de nuevo en la cocina de mi casa. Miré el reloj de pared: 19:46… ¡Un minuto transcurrido!, yo estaba seguro de haber permanecido por más de una hora en aquel desconocido pueblo. Había mucho por descubrir… ya lo haría…

Tercer viaje

Cuando terminé los compromisos que me habían impedido viajar con mi familia, tomé el primer vuelo disponible a Michigan. Mis suegros, Caroline y mis hijos, me esperaban en el aeropuerto.

El motivo de este viaje fue para celebrar nuestros veinte años de matrimonio, para lo que la madre de Caroline había preparado una espléndida cena. Después de cenar y ya con un café y una copa de coñac, di la sorpresa a mi familia. Golpeé en la copa con la cucharilla, atraje la atención de todos:

─Caroline, hijos y suegros; hemos pasado estos años en nuestro amado hogar, un pequeño departamento que cuando nos casamos, nos pareció enorme; éramos dos personas vagando en ese espacio. Al nacer John y preparar su habitación con su cuna y sus juguetes y ropa, el departamento se nos hizo un poco más pequeño, pero suficiente para tres personas. El bebé creció y correteaba por todo el departamento. Meses después hizo su aparición Vincent y lo que se encogió fue el cuarto de John. Una cama más, con juguetes y ropita; pero todavía era tolerable, aunque con el paso del tiempo los niños crecieron, ya no había espacio ni para los rayos solares de la mañana ─todos sonrieron por la ocurrencia─, en fin, han sido años maravillosos, pero todo tiene un principio y un fin… Quedaron expectantes; Caroline tenía en la mirada un velo de temor ante lo que yo pudiera expresar…

─Ya, ¡por favor, Donald! ─me dijo Caroline─, me pones nerviosa.

─Ahora se los digo… ¡Vamos a estrenar casa! Está lista, en espera de que hagamos la mudanza. Esa fue una de las razones por las que no viajé con ustedes; todo debería estar preparado para nuestro regreso.

De mi maletín que había colocado en el ropero de la entrada, saqué un gran sobre marrón con los mapas y las fotografías. Todos se reunieron a mi alrededor y me acababan a preguntas. Esta ha sido la celebración de aniversario más feliz que hemos tenido. Fue una semana de paseos, descanso y comilonas memorables. Los padres de Caroline viajaron con nosotros a Dallas para el estreno de la casa.

Tuvimos un mes de mucho ajetreo, no obstante que la empresa contratada para el empaque y traslado era muy eficiente, Caroline lo supervisó todo. Cuando yo llegaba por la tarde, con la mudanza realizada, nos daban las horas de la noche en acomodar muebles y cachivaches. Los muchachos se encargaron de sus propias habitaciones y ayudaron un poco con el resto de la casa. Vimos que nos quedaban espacios sin muebles y era natural, el departamento era bastante reducido, en comparación con la casa nueva.

Yo no dejaba de pensar en la puerta temporal que existía en la cocina y que me había cuidado de mantener oculta a la vista de mi familia. Una noche, estaba la casa en calma y Caroline dormía, me levanté de la cama; entre el sueño mi esposa sintió que me levantaba y preguntó si pasaba algo. La tranquilicé y le dije que bajaría a tomar un poco de leche para poder dormir; ella lo aceptó con un leve gruñido y volvió a roncar con placidez.

Bajé las escaleras en silencio para no ir a despertar a los muchachos, algo improbable; no despertaban ni con el paso del ferrocarril.

Del closet del recibidor saqué un abrigo y me lo puse sobre el pijama, un pantalón negro; dejé las pantuflas y me calcé unos zapatos deportivos. Moví el mueble que ocultaba la puerta y entré al minúsculo cuarto. Al percibir el perfume de flores, estiré mi brazo para tocar la pared frontal y estuve en el exterior; me encontraba parado en la puerta del departamento del sótano de una casa de tres pisos. La puerta quedaba debajo de las escaleras de acceso a la vivienda. Por lo demás, una calle bastante anodina. Contra lo usual en el resto de los departamentos, la puerta no era negra, sino marrón, con una breve ventanita superior que se veía iluminada.

Subí los pocos escalones y estuve en la banqueta; dos o tres personas caminaban en las cercanías y una pandilla de chamacos platicaban en las escaleras de una de las casas vecinas; desde luego, nadie podía verme, la temperatura era fresca y el ambiente seco, no sabía en qué ciudad me encontraba ni en qué fecha.

Caminé algunas calles intentaba identificar la ciudad; vi que varios autos tenían placas de New York. Hacia mí caminaba un hombre joven con una peculiar indumentaria: Esmoquin, una capa corta y un sombrero de copa media, portaba un maletín. Caminé a su lado, me movía una gran curiosidad por su atuendo; supuse que haría algún espectáculo teatral. No me equivocaba, era un mago o ilusionista, me di cuenta cuando al llegar a su departamento, se despojó de su pelerina; colocó la chistera en una caja y del maletín sacó una caja con dos palomas, una larga pañoleta multicolor y algunos otros utensilios de su especialidad; sin pensarlo me acerqué a él y le murmuré:

─«¿Te gustaría ser un mago extraordinario?»

El hombre giró la cabeza hacia donde yo estaba; no dijo nada, tal vez pensaba que lo escuchado eran sus propios deseos inconscientes.

Se dirigió a la cocineta y de la nevera extrajo un paquete de comida congelada, la colocó dentro de una cacerola con agua y la puso a calentar. Al ver ese rudimentario sistema para descongelar su cena, le dije:

─«Una forma muy lenta de descongelar tu cena. ¿No conoces los hornos de microondas?»

Esta vez sí se sobresaltó y pálido de miedo pronunció con tartamudeos.

─Qu… que… ¿quién habla? ¿Quién está aquí?

─«No te espantes ─le contesté para tranquilizarlo─, no soy un fantasma, estoy vivo y vengo del futuro… de tu futuro. Te voy a mostrar un truco y me dices si le ves posibilidades. Mira el plato que está sobre la mesa»

El mago volteó a ver lo que le indicaba; lo así y desapareció de su vista. Hizo una cara de sorpresa y sonriente expresó:

─!Esto es fantástico!... en caso de que no esté perdiendo la razón…

─«Desde luego que no ─repuse─, ¿Cómo te llamas?»

─José Francisco ─contestó─, ¿cómo haces esto? Desaparecer cosas…

─«En realidad no lo sé, lo descubrí por accidente. ¿Le ves posibilidades?»

─Desde luego que sí… eso me haría famoso… o ¿nos haría a los dos?

─«Sólo a ti, Frank, yo no soy de tu tiempo»

─Disculpa que no te invite, pero muero de hambre. En realidad, no sé si te alimentas…

Sin decir palabra tomé su cuchara, que desapareció de su vista, un instante después sucedió lo mismo con un bocado de su cena.

─!Bravo! ─expresó con alegría─, esto es maravilloso, nos haremos ricos. No me has dicho tu nombre.

─«Cierto, mi nombre es Donald… Don, para mis amigos. Por cierto, está sabrosa tu cena, pero yo debería estar dormido… Dime algo, ¿En qué fecha estamos y en qué ciudad?»

─Estamos en Brooklyn, New York y hoy es 23 de junio de 1960.

─«¿Cuánto tiempo estarás en esta ciudad?»

Esto lo pregunté porque no sabía si podría volver a este tiempo y ciudad y le veía posibilidades para actuar con Frank. Consideré que era tiempo de regresar a mi casa.

─Tengo contrato por dos semanas más y veo la posibilidad de ser contratado en otro teatro. Si le presento un espectáculo diferente, con seguridad lo logro. Mientras platicamos se me ocurre algo, a reserva de mejorarlo. Imagina esta escena, Don: Todo el escenario pintado de negro; al centro una mesa con un mantel, también negro; colocamos sobre la mesa un objeto que desaparecerá a la vista del público y mediante unas palabras “mágicas” vuelve a aparecer. Se volverán locos…

─«Me gusta la idea, Frank, pero tengo un problema. La forma en que llego al pasado no la he podido controlar; me lleva a cualquier parte y sin saber en qué tiempo será. Voy a hacer una prueba y si resulta, te veré mañana aquí, a esta hora. ¿Te parece?»

Eran las tres de la mañana cuando salí de la casa de Frank; quince minutos después llegué a la casa del sótano, frente a la puerta color marrón, estiré el brazo y me envolvió la oscuridad perfumada, empujé la puerta; la luz de la cocina de mi casa me iluminó. Habían transcurrido dos minutos en mi tiempo. Apagué las luces y volví a mi cama.

Cuarto viaje

Hanna Fellini no había quedado satisfecha, su sexto sentido, como mujer inteligente y como investigadora bien entrenada, le decía que no soltara esa punta del hilo, que bien podría llevarla al centro de la madeja. Cada noche había asistido como espectadora a ver el extraordinario número del mago Frank; elegía asientos de segunda y tercera filas para que el ilusionista no la fuese a identificar.

Esa noche, al terminar la función salió del teatro confundida entre los espectadores; cruzó la calle y ocupó una mesa cerca de la ventana en una cafetería; en tanto degustaba un café capuchino. Estuvo pendiente de la salida de empleados, esperaba que Frank abandonara el teatro para seguirle; necesitaba saber el domicilio del mago. Del entreabierto saco de su traje sastre, se miraba la cacha de su PPK y un radio de comunicación colocados en la cintura; el arma era adecuada para ella, de manos finas y delicadas; era el modelo de menor tamaño, sin perder poder y eficiencia en caso de tener que usarla.  Experta en artes marciales, se sentía segura de caminar a solas por esas calles neoyorkinas, siempre acechadas por algunos delincuentes.

Cuando vio salir a Frank, dejó el café, que ya había pagado y salió para seguir a su hombre. No iba muy alejada del ilusionista, pero siempre caminaba por la acera opuesta; pendiente de su objetivo, pero alerta de su entorno, lleno de sombras nocturnas donde era posible que se ocultara algún asaltante.

No fue una caminata larga, tal vez quince a dieciocho minutos; el mago se detuvo frente a un edificio de tres pisos, igual a todos los de la calle; la escalinata frontal que daba acceso al inmueble y todas las ventanas se veían oscuras, el mago extrajo su llave entró a su casa. Desde la acera de enfrente, oculta por la sombra de un árbol, la detective vio que se encendió la luz de una habitación, era la casa de Frank. Lo vio caminar y empezar a despojarse de su indumentaria, Hanna se dio cuenta de que hizo un movimiento como si alguien le hubiera hablado de un costado, pero no se miraba a nadie a su lado; se quitó el saco, pero volvió a hacer ese movimiento; su expresión corporal fue de sorpresa y ponerse alerta, alguien estaba en su casa, tal vez esperaba que volviera, la detective estaba pendiente por si tenía que entrar a ayudar al mago. Vio que se empezó a relajar y que hablaba con alguien que ella no alcanzaba a ver; el mago caminó hacia el otro extremo de la habitación y salió de su campo visual.

En ese momento empezó a lloviznar, se sentía frío y el aire olía a polvo mojado; de su bolso extrajo un impermeable de plástico delgado con capucha y se lo puso, era parte de su equipo profesional además de proteger de la lluvia le daba algo de calor a su cuerpo, lo sintió agradable, se ató la cinta ajustable para no perder la visión periférica, lo que era importante en sus actividades. Pasó más de una hora y la luz de la habitación seguía encendida; entonces se abrió la puerta y vio a Frank, parado en el quicio, como para dar el paso a alguien, pero estaba solo. No lo comprendía, cerró la puerta y apagó la luz del vestíbulo y enseguida la de la habitación.

Fellini cruzó la acera y se detuvo al pie de la escalinata; algo sintió y miró al piso. Casi cae sentada cuando en la húmeda acera vio aparecer las huellas de zapatos que aparecían frente a ella y de a poco se perdían por la lluvia menuda que caía. La curiosidad fue mayor que su sorpresa y siguió tras las huellas que aparecían y desaparecían delante de ella. Por más que se esforzaba no comprendía lo que ocurría; no había duda, eran las huellas de zapatos deportivos, pero ¿qué o quién las marcaba? De improviso las huellas se perdieron frente a la escalera de una casa, volteó en diferentes direcciones, pero no las hallaba. ¡Había perdido el rastro!

Miró la esfera de su reloj: 3:17 de la mañana. Regresó sobre sus pasos en busca de su auto. Pensaba en lo que acababa de presenciar y no le encontraba sentido. ¿Sería “eso” el secreto del ilusionismo del mago Frank?

De pronto escuchó unos pasos fuertes detrás de ella, se volvió al momento que un hombre alto y fornido trataba de sujetarla de un brazo; con un rápido movimiento lateral se puso fuera de su alcance y estiró la pierna para hacerle una zancadilla; el hombre tropezó y cayó de bruces. Con felina rapidez, Hanna le presionó la espalda con la rodilla para mantenerlo en el piso.

De la parte trasera de su cintura extrajo unas esposas de resistente plástico y tomó la muñeca derecha de su atacante le colocó una de las esposas, le atrajo el brazo hacia la espalda y sujetó la mano izquierda, terminó la operación, el hombre estaba indefenso tirado boca abajo sobre la acera; con su radio comunicador llamó a la comisaría y en pocos minutos llegó una patrulla para hacerse cargo del asaltante; los policías lo revisaron, pero no portaba arma alguna, se valía de su fuerza para someter a sus víctimas, a quienes a golpes hacía perder el sentido.

El hombre, a quien apodaban “el velador” porque siempre actuaba por las noches, tenía un largo historial de visitas a la comisaría; como no portaba armas, las sentencias no eran prolongadas, unos meses a la sombra; salía de la cárcel y a poco estaba de nuevo en las calles, a la espera de su siguiente víctima.  Cosas que ocurren en esa gran ciudad.

A la siguiente noche repetí el pretexto del vaso de leche, al llegar al vestíbulo vi una gorra de beisbol dejada por alguno de mis hijos. Era de color rojo y una idea repentina me había venido a la cabeza; me la puse y me encaminé a la puerta del tiempo. Ya dentro de ese oscuro espacio dije en voz baja: ─24 de junio de 1960─ estiré el brazo y volví a estar frente a la puerta de color marrón; al parecer había funcionado, en tanto el sitio de llegada, faltaba ver si todavía se encontraba el mago en ese tiempo. Caminé hasta el teatro y vi la marquesina: Anunciaba el espectáculo de Frank. Entré a la sala y me senté en una butaca de la última fila; no me interesaba el espectáculo, sólo esperaba la salida de Frank para abordarlo cuando caminara hacia su casa.

Al terminar la función, el mago abandonó el teatro y caminó rumbo a su casa; cuando ya se encontraba retirado del teatro y en tanto yo caminaba a su lado, me quité la gorra roja de beisbol y se la acerqué al pecho; de inmediato la vio y se sobresaltó un poco, pero reaccionó de inmediato y sonriente la tomó y dijo en voz baja:

─!Vaya que eres ocurrente!, Don, me has dado un buen susto, pero me parece excelente el truco el que has hecho y puede ser la base para mi espectáculo; la gente está muy curiosa y no faltará algún listillo que llegue a descubrir mi secreto.

─«No lo vas a creer ─contesté también a media voz─,  esta idea me surgió de forma repentina, en cuanto vi la gorra de mi hijo. Es tan sencillo que hasta podemos enriquecerlo, lo comentaremos en tanto podamos»

Llegamos a su casa, se quitó la negra indumentaria y se puso un suéter, puso a descongelar una charola de pollo de “Sancho Pancho Corp.” Y seguimos la plática, para idear cómo crecer el número de las prendas evanescentes. Ambos comimos en silencio, pensábamos en qué forma podríamos utilizar esta ventaja que se presentaba. Yo comía con un cubierto que aparecía y desaparecía.

«Digamos que desaparezco el florero con la rosa roja; todo el mundo se queda expectante, ¿qué ha pasado?... ¿En dónde está el florero con esa hermosa rosa? Así los sigues entreteniendo Frank, con tu cháchara interminable, en tanto yo desciendo del escenario y frente a la atenta audiencia. Nadie me ve, de pronto arrojo la flor al regazo de alguna dama; en cuanto yo deje de tocar la planta, ésta se hace visible para todos; mientras tanto el mago hará algunas maniobras frente a todos y culminan con alguna expresión ¡Zass!... ¡Catapláss!... o cualquier otra disparatada expresión. Eso hará enloquecer al más escéptico de los presentes»

─Dejé el tenedor sobre el plato, que en ese momento se hizo visible para Frank─ esto que acabas de ver, Frank, aparecer frente de ti el tenedor, imagina que lo haga yo ante al público mientras hablas y maniobras frente a ellos; cuando digas las palabras mágicas, en ese momento soltaré la flor, que se verá de pronto en el aire y caerá sobre las rodillas de alguna persona.

Frank se levantó de su asiento con un movimiento brusco ─la silla cayó estrepitosa─ y aplaudió como un chiquillo al que le han obsequiado un caramelo.

─Esto que acabas de hacer, Don, es genial. Una idea maravillosa que hoy mismo estrenaremos, si estás de acuerdo…

─«De acuerdo, lo estoy, pero yo ¿qué ganaré con ello?»

─Lo que pasa, Don, es que ya tengo un contrato firmado y estipula una determinada cantidad por concepto de honorarios y no creo que el empresario quiera hacer alguna adición.

─«Se me ocurre algo para convencerlo, mira… ─y le dije en voz baja lo que se me había ocurrido…─, le pareció maravilloso»

La rosa evanescente

Esa tarde, Frank se presentó en la oficina del empresario; desde luego que yo lo acompañaba para convencerlo.

─Dime Frank, ¿qué se te ofrece, que te presentas antes de la hora de tu actuación?

─Vengo a presentarle un acto de aparición y desaparición de objetos, Mr. Weber.

─Mira Frank ─dijo en tono molesto el empresario─, tus artimañas hazlas en el escenario, a mí déjame en paz que tengo mucho trabajo.

Al ver la reticencia de Weber, toqué el brazo de Frank ─ya convenido por si fuese necesario─, hizo algunos movimientos con sus manos y yo tomé la pluma con que escribía el hombre y la pluma desapareció frente a sus ojos.

─¡Mi pluma!, ¿dónde está Frank?

─Esto es lo que deseo presentarle, señor empresario, pero ya que usted lo desdeña, lo puedo ofrecer al teatro Olympia, que andan tras de mis pasos.

En ese instante Frank volvió a mover las manos y yo dejé caer la pluma sobre el escritorio; el empresario la miró un instante en el aire y escuchó el “plas” producido por el objeto al caer sobre la madera…

─!Mi pluma!, ¡apareció!, ¿cómo lo haces, Frank?, eres un mago maravilloso. Este acto llenará el teatro durante toda la temporada.

─De eso estoy seguro, Mr. Weber y lo vamos a negociar.

─Te equivocas, querido mago, tienes firmado un contrato que te obliga a hacerlo.

─Que tengo un contrato, lo sé y lo voy a cumplir, pero no me obliga a hacer este acto en especial, sólo dice “actos de magia”, de manera que, si no le interesa, en este momento me voy al Olympia y luego de las fechas que me faltan, presentaré mi nuevo truco en aquel lugar. Sé que al final de la temporada, ellos mismos me buscarán un contrato ventajoso en Las Vegas, lo que desde luego no me desagrada.

El hombre de negocios pareció palidecer.

─Bueno, bueno, Frank, nosotros somos amigos y podremos llegar a un acuerdo.

─Tu contrato tiene fijado unos honorarios de quinientos dólares por noche; cantidad que algunas noches no podemos reunir… pero dime, ¿te parecen bien seiscientos dólares?

─Claro que no me parecen mal, ─dijo Frank ante la mirada de alegría del empresario─ siempre y cuando sean además de los quinientos firmados.

En ese instante el hombre de negocios se puso pálido, pero no perdió el control; encendió uno de sus enormes habanos y luego de tres fuertes caladas, contestó:

─Desde luego que esa cantidad está fuera de toda negociación ─dijo rotundo─, lo más que te puedo ofrecer, sobre tus quinientos, son doscientos más.

─Lo lamento en verdad, Mr. Weber. Sé bien lo que vale mi acto, que para mí tiene un costo; esto me lo ha enseñado un mago oriental y tengo que pagarle cierta cantidad cada vez que lo haga. Y le aseguro que se da cuenta de que lo hago…

El productor se levantó de su asiento, sostenía el habano con los dientes; abrió un mueble y extrajo un libro de gran tamaño, empezó a revisarlo, gruñía como un animal acorralado. Ya visto lo buscado, guardó el libro y volvió al escritorio.

─De acuerdo Frank, te pagaré mil dólares por noche; lo haremos esta noche; si mañana mejora la asistencia, fuera de lo acostumbrado, firmaremos el contrato antes de que te retires del teatro; en caso contrario, no hay acuerdo y terminas tu compromiso de la manera acostumbrada.

─Lo entiendo, a partir de esta noche, al salir cobraré los primeros mil dólares. Ahora me voy al camerino a preparar mi número.

Abandonamos el despacho del jefe que mostraba una sonrisa de satisfacción; se debía dar cuenta que ese número podía costar bastante más.

A partir de esa noche empecé a “presentarme” con Frank para hacer el acto que llamó “La rosa evanescente”, no obstante que en algún momento se realizaba con algún objeto presentado, por algún espectador como un reto al mago. El contrato del ilusionista era por veinte fechas, lo que para mí representaría diez mil dólares. En realidad, nueve mil, ya que había convenido que el diez por ciento sería para Frank, lo que se me hizo justo.

Cada noche, a partir de ese día, empecé a guardar quinientos dólares en el armario del recibidor, ya que no podía ingresarlos a una cuenta bancaria; era una cantidad que alertaría a la gente de los impuestos, en cuanto el Banco informara de ese crecimiento en mis ingresos. Fueron los minutos más productivos de mi vida. Por desgracia, todo lo que empieza tiene un final.

La puerta del tiempo

Una noche de sábado, faltaban solo dos fechas para terminar el contrato, repetí el, ya rutinario, vaso de leche nocturno; para entonces había tomado la costumbre de calzarme zapatos comunes y la ropa adecuada para la fría temporada en New York que era un otoño más frío de lo usual, por lo que iba bien abrigado. Como hombre de costumbres rutinarias, siempre utilizaba la misma ruta para llegar y para regresar del teatro, pero nunca me percaté de que una guapa joven, vestida con un traje sastre que algo le abultaba en la cintura, conocía, de forma literal “mis pasos” Cuando esa noche salí frente a la puerta marrón, al acceder a la acera para emprender mi diario camino, esa joven se puso a mi lado. Caía la diaria llovizna otoñal y al ver mis huellas, supo en dónde colocarse para que no me le escapara.

No me podía ver, ni tocar, pero estaba segura de mi presencia. Tuvo la cortesía de presentarse.

─Invisible caballero, aunque no lo veo, me doy cuenta de que su estatura debe rondar los seis pies y su peso las ciento cincuenta libras, por lo que no tiene sobrepeso y no crea que lo adivino; sus huellas me lo han confirmado en varias oportunidades. Mi nombre es Hanna Fellini y soy agente del FBI; no soy una novata, pero ni con mi experiencia he logrado descubrirlo; sé de su relación con el mago Frank y me encanta su número  llamado “La rosa evanescente” Le aseguro que nunca lo adivinarán, pero le advierto que estoy en contacto con especialistas en fenómenos sobrenaturales y se encuentran interesados en estudiar lo referente a usted; si alguno de ellos lo hace, le aseguro que aparecerá en todos los periódicos del mundo, no sé si a usted o al mago Frank eso les perjudicaría.

Entonces me animé a hablar con la joven detective, me había dado cuenta de su persistencia en descubrirme y no dudaba de que alguien lo pudiera hacer.

─«Bien, detective Fellini, lo que le relataré le sonará increíble y lo es, incluso para mí es muy difícil de creer; yo radico en una ciudad del centro-sur del país, no le diré en qué ciudad para proteger a mis hijos y mi esposa. Entonces le hice un relato pormenorizado de la forma en que había yo descubierto una puerta del tiempo y cómo, sin yo planearlo, había llegado a New York; en un principio sin saber el nombre del lugar ni la fecha en que lo hice. De la forma en que conocí a Frank y que había hecho alguna amistad con él, que desconocía mi origen; sólo le di mi nombre de pila; Donald».

     ─No sé si la detective lo creyó, pero me hizo una pregunta que me sobresaltó:

 ─¿El famoso Banco?─ Desde luego que no, soy un empleado que no gano mal, pero no tengo capital para pretender abrir cuenta en tal lugar. Soy cuentahabiente de una empresa local, casi pueblerina junto al J.C.

─De hecho, esta noche será la última en que ayude a Frank, será un duro golpe para él, pero tengo miedo de que la puerta que me trae pueda cerrarse y me quede perdido en este tiempo, sin cuerpo y sin familia. Eso me aterra de sólo pensarlo.

─Tenga por seguro que yo estaré en la función ─repuso la detective─, tengo boleto para segunda fila. Tal vez no vuelva a “verlo” ─dijo con una sonrisa─, pero estaré siempre pendiente, no creo que esto que le ha ocurrido a usted, no pueda sucederle a otro personaje y sea al que he buscado durante muchos meses.

La función se desarrollaba de acuerdo con el programa ideado por Frank, cosas comunes de todos los magos; los espectadores esperaban ansiosos el gran momento de La Rosa Evanescente.

Me encontraba parado junto a Frank y con la media luz que llegaba a las primeras filas, ubiqué a la detective Fellini. Llegado el momento, empezó el número. Se abrió el telón y Frank se encontraba parado junto a la mesa de mantel negro; al centro de la mesa un hermoso y llamativo jarrón de porcelana de Sevres de dos asas y filetes de oro, decorado con una escena campesina a todo color. Un reflector apuntaba directo al jarrón y dentro de éste, una hermosa rosa roja. En el momento en que Frank envolvió el jarrón con su capa, lo tomé junto con la flor; el jarrón lo puse debajo de la mesa y me apuré a bajar del escenario, me detuve frente a Hanna Fellini, que estaba sentada en la segunda fila. En tanto Frank hacía ademanes y gestos y parecía decir oraciones. En el momento que dijo ¡abracadabra! dejé caer la flor sobre las piernas de Hanna, que sobresaltada dijo:

─¡Oh! ¡La flor ha aparecido sobre mis piernas! ─esto lo dijo puesta de pie, levantó la rosa para que todos la vieran, sus vecinos de asiento se miraban unos a otros, tan sorprendidos como la detective.

Los espectadores se pusieron de pie y en poco tiempo toda la audiencia aplaudía frenética. Había sido el cierre maravilloso que todo artista teatral espera tener en su carrera profesional. Tres veces, aplaudieron, se abrió el telón para que Frank recibiera las felicitaciones del público.

Cuando se terminaron los aplausos, Frank y yo nos dirigimos al camerino; le comenté de mi encuentro con la detective del FBI, que ya sabía de mi presencia y colaboración en el acto de ilusionismo. Le comenté también de la ayuda que había solicitado a estudiosos de hechos paranormales y su deseo de venir a investigar el mío y la gran posibilidad de que lo lograran. Eso podría representar el descrédito del mago y el final de su carrera.

─Esto que me comentas, Don, en verdad es preocupante para mí. Me doy cuenta de la gran posibilidad de que te descubran; ya Hanna lo ha hecho.

─Así es Frank, ante eso he tomado la decisión de suspender mi participación en tu espectáculo. Tu contrato está por terminar y yo temo que la puerta del tiempo que se abrió en mi casa se cierre y yo quede perdido aquí, o que ya no pueda utilizarla y dejar inconcluso algún compromiso que adquieras.

En ese momento llamaron a la puerta y Frank pidió que pasaran. Era Hanna que saludó con familiaridad a mi amigo ilusionista, que no me había comentado que estaba saliendo con la detective. Además de su interés por descubrirme, ahora entendía su diaria asistencia al teatro, en realidad tenía interés en el hombre, no sólo en el truco del mago. Sonreí para mis adentros; hacían una bonita pareja.

Al saber que ya ambos estaban enterados de mi existencia, hablé para los dos, en tanto tomaba la cartera de Hanna que había depositado sobre el tocador, la que desapareció a la vista de ellos.

─!Mi cartera… ha desaparecido!

─!Donald! ─dijo con fingida autoridad─, devuelve de inmediato mi cartera.

Los tres reímos divertidos, en tanto regresaba la cartera al tocador.

─Hanna ─dije en ese momento─, Frank ya está enterado de tu persistencia y éxito parcial al descubrir mi presencia. Por la seguridad profesional de mi amigo y por la mía propia, he decidido que hoy será mi última visita a su tiempo y sus vidas. Cuando yo regrese a mi tiempo, seguiré con esta edad, pero ustedes serán unos ancianos. Les prometo que buscaré en las publicaciones de espectáculos para saber lo que haya sido la vida de Frank y espero que en algún momento se ligue con la tuya, Hanna. Me hubiera gustado haberlos conocidos de forma natural, pero así se dieron las cosas.

─Les deseo una larga vida, ahora me retiro ─Se dieron cuenta de mi partida al ver que se abría la puerta, volviéndose a cerrar sin ayuda aparente─.

Salí del camerino y abandoné el teatro, iba un tanto triste, ya me había acostumbrado a mi trato diario con Frank. A paso lento volví sobre mis pasos, di una última mirada a esas calles, desiertas a esta hora, limpias por la lluvia que había dejado de caer. Olía a tierra húmeda y a hierba fresca que venía de los árboles de las cercanías. Llegué a la puerta marrón, di una última mirada a ese viejo New York y entré al sitio oscuro y perfumado; cuando se abrió la puerta hacia la cocina y entró la luz, vi en el rincón el saco cuyo letrero lo hacía inconfundible J.C. Morgan; real motivo de mi retiro de los viajes en el tiempo… No descarto que me pudieran ubicar y echarme a la cárcel por el robo. Esa fue mi primera llegada a un tiempo distinto al mío: La bóveda del J.C. Morgan.

Semanas después de mi última salida por la puerta del tiempo, me encontraba en la sala de mi casa; mi mujer trajinaba al hacer la cena en la cocina y mis hijos, terminaban sus deberes escolares en sus habitaciones. Abrí le diario en la sección de espectáculos y un obituario llamó mi atención:

«Con cerca de cien años, el mago ilusionista Frank, falleció en la ciudad de Brooklyn, New York. Frank fue famoso en los años 60’s por su espectáculo desapareciendo y apareciendo objetos en el escenario y que en ocasiones reaparecían en los regazos de los espectadores; en aquellos años contrajo matrimonio con Hanna Fellini con quien procreó dos hijos, Donald y Fernando, su matrimonio duró más de treinta años, hasta el fallecimiento de su esposa»

     Cerré el diario y sentí tristeza por el fallecimiento de mis amigos. Una amistad que de otra forma no se hubiera logrado. Me levanté y me dirigí a la cocina, Caroline me sirvió una taza de café y yo quedé sentado frente a la puerta del tiempo… Cerrada por un mueble para mantenerla oculta… Tal vez algún día me viera obligado a utilizar algo de aquel dinero que permanecía en la oscuridad perfumada… tal vez…

FIN

Sergio A. Amaya Santamaría

Octubre de 2019

Abril 10 de 2022

Playas de Rosarito, B. C.

1 valoración

5 de 5 estrellas
hace 1 año
Comentario:

Qué trama tan compleja, Sergio Alfonso. Me encantó. Leí en dos partes. Solo que no me quedó claro, ¿quién robó dinero en el banco? Muy buen trabajo. Saludos

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  • Sergio Alfonso Amaya Santamaria hace 1 año
    Gracias, Yuiliya. Casi al final de la historia, cuando Donald sale del cubículo ve en un rincón el saco del dinero y piensa que tal vez algún día lo pudiera ocupar. De hecho, en el último párrafo. Un abrazo.
    • Yuliya Turavinina hace 1 año
      "vi en el rincón el saco cuyo letrero lo hacía inconfundible J.C. Morgan; real motivo de mi retiro de los viajes en el tiempo…", que cabeza de zapallo que tengo xD. Pero ahora pienso que me sentí mejor cuando esa oración se escapó de mis ojos. Ahora me apena que Donald Sullivan se convirtió en un ladrón banal ehh. Aunque claro, que el robo era el hilo conductor de encuentro entre el Mago y la agente FBI.
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