Jue11May202316:56
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Autor: Yuliya Turavinina
Género: Cuento

ESCUELA DE MISERICORDIA

ESCUELA DE MISERICORDIA

La lluvia pegaba fuerte contra los cristales, anunciando la primavera en ciernes. La casa permanecía en su habitual estado de somnolencia la que no interrumpía ni el rítmico tintineo de las agujas de tejer de la anciana que, sentada junto a la ventana, levantaba, de vez en cuando, sus ojos acuosos para observar el opíparo flujo del agua. Otra mujer, joven y guapa, picaba la carne. El gato, con una pata levantada, se lamía, a menudo interrumpiendo su acicalado para mirar la mosca que obsesivamente daba vueltas.

De repente, en ese reino de un imperioso mutismo, irrumpió un incesante sonido del teléfono, dejadamente tirado sobre la mesa. “Hola”, contestó la joven sosteniendo el móvil con el hombro y secándose las manos con la punta de su falda, “¿No entendí? ¿De dónde? Sí, es el nombre de mi marido”, contestaba mientras su cara palidecía.   La anciana dejó de tejer y, curiosa,  se puso a escudriñar los movimientos de labios de la joven —era sorda. “¿Cómo es posible? Sí, sí. ¡Aguántenme, por favor, un minuto!”, dijo y, dejando el teléfono sobre la mesa, corrió al cuarto a toda prisa buscar un papel y una lapicera. “Ya estoy. Sí, estoy anotando”. El renovado silencio duró un instante  hasta que la mujer se dejó caer sobre la silla, como si no aguantara el peso de su cuerpo y pronunció: “Rogelio estuvo en un accidente. Está en coma”.

          Tendido inmóvil sobre una camilla alta, Rogelio sumergía en las sábanas hospitalarias, gastadas y amarillentas; su congelado y pálido  semblante se volvió color mostaza. Los distintos aparatos, conectados a su cuerpo yerto, atestiguaban que estaba aún vivo. Jacqueline se le acercó;  temerosa e insegura le tocó los dedos. Estaban tiesos y fríos. “Rogelio”, pensó compungida, “mi pobre Rogelio. No te voy a dejar aquí solito. Estoy con vos, mi alma”. Pero allá donde el hombre propone y Dios dispone,  los médicos recomiendan.

El primer día el doctor le dijo que Rogelio escuchaba todo y que precisaba de su presencia, pero ya  en el tercero, que no hacía falta que Jacqueline viniese todos los días, que Rogelio estaba bajo control y que si había cambios le avisarían inmediatamente. El fin de semana le llamaron para decir que su marido salió del coma, que su estado era estable, que todos los órganos funcionaban como un reloj, pero, lamentablemente, quedaría en estado vegetal. El mismo médico pronunció términos que desvanecieron en Jacqueline las posibles dudas, pero a su vez la hicieron entrar en un desaliento, intuyendo que está en vísperas de un gran infortunio.   

          Con los ahorros y ayuda de sus parientes, Jacqueline compró una silla de ruedas y una camilla baja, que a partir de ahora le serviría a Rogelio de cama. La instaló al lado de la cama matrimonial y la cubrió con una sábana nueva previamente perfumada. Limpió minuciosamente el cuarto y hasta colgó algunos globos. El dormitorio estaba listo para recibir a su convaleciente amo. 

Los primeros días transcurrieron con su ritmo habitual, aunque ahora, Jacqueline no tenía que despertarse y ponerse de pie al amanecer, salir en camisón echando la frazada a los hombros para guardar el táper con la merienda a la mochila de Rogelio, prepararle un café, darle un beso en la puerta y volver a la cama para dormir un par de horas más. Dormía hasta las siete de la mañana, luego despedía a la hija al colegio y, sin apuro, pero con su habitual prolijidad, se dedicaba a las cosas de la casa, a los cuales se sumó la limpieza y la alimentación de su marido. 

Los vecinos que, con la curiosidad mal disimulada, al principio frecuentaban sus visitas manifestando condolencias, ahora no tocaban más el timbre, sumergidos en sus vidas propias. La gente teoriza la empatía con la desgracia del otro por poco tiempo. Las vecinas que detenían a Jacqueline en la calle para hacerle un sin fin de preguntas, ahora se limitaban a saludarla ligeramente, mirarla al soslayo o, peor aún, cruzaban de calle para evitar el encuentro cuando la veían de lejos. 

—Rehúyen de mí como si fuera una leprosa —se quejaba Jacqueline mientras que  introducía una cuchara de sopa de verdura a la  boca fofa de Rogelio y limpiándola con la punta de un pañuelo—. Aunque los entiendo. Nadie quiere cargarse con los problemas del otro. La gente quiere sentirse feliz. ¿Y yo? —una cuchara más, otro retoque con el pañuelo y un cambio de tema—. No sé qué hacer, Ro.  Si vender la camioneta o aprender a manejar. La plata no me alcanza, pero también estoy harta de andar con el carro. No entra nada, tus pañales lo ocupan entero. Entonces debo dar dos o tres vueltas al súper. Mírame, mira mis manos, de las uñas ya ni hablo. ¿Recuerdas que uñas tenía antes?, una vez por semana sin falta iba a la manicura. ¿Y ahora? 

Jacqueline miró sus uñas cortas y despintadas y luego pasó su mirada por el espejo del placar. Se observó entera. Observándose tocó sus cabellos, luego sus senos. Tocó su cara y descargó un triste suspiro. Todavía no ha cumplido cuarenta años. Se sentía como una fruta bien madura, pero no pasada como para caerse al suelo. Su espalda estaba recta, la piel suave, los músculos duros y caderas atractivas. Se miraba y se veía sensual. Cerró sus ojos e imaginó como las fuertes manos de un hombre la agarran y la aprietan contra un fuerte cuerpo masculino. Abrió los ojos y miró a Rogelio. La saliva se le deslizaba de la punta de los labios. 

—Tu hermano me dice que yo debería buscar un trabajo —siguió con un tono enervado—, ¿por qué no la manda a la conchuda de mi cuñada a trabajar? ¿Y qué puedo hacer yo si no tengo siquiera el secundario completo? Quise vender tu bicicleta, pero está hecha mierda —dijo y se empachó, miró a Rogelio, pero no le notó moverse ni un músculo. 

Los días pasaban consumiendo las alegrías, las esperanzas y el efectivo guardado. Los globos se deshincharon, las sábanas blancas se volvieron amarillas porque se ahorraba en pañales y la camilla junto con Rogelio se trasladó al cuarto de la abuela por razones “¡obvias!”, como lo argumentó Jacqueline. 

          La primavera se voló y el verano estaba en su pleno floreciente. Las calles laterales se veían despobladas; las persianas bajas de las casas vecinas, cuál grandes ojos cuadrados, miraban a Jacqueline con socarronería: los vecinos descansaban en sus vacaciones mientras que sus casas descansaban de ellos y Jacqueline los despedía con una leve sonrisa de envidia y los recibía con la otra, ponzoñosa por la angustia. Los mejores días del verano se estaban yendo, pero ¿quién llora por el verano cuando se está yendo la vida misma?

—Ma, ¿podés sacar a papá al patio que hay mucho olor a pis?  —clamó la hija empujando la silla de ruedas con su padre.

—¿Pero no ves que estoy limpiando? Déjalo allá donde estaba —respondió Jacqueline tirando de un balde el agua con detergente y cepillando las baldosas del patio. 

—No, mamá. El olor está repugnante y me produce náuseas. Me estoy envenenando. Sácalo y yo voy a ventilar la casa.

Jacqueline se secó las manos, agarró las manijas de la silla y la bajó por el escalón. Dio un par de giros con la silla, no encontró el lugar donde la podría parar y, de repente, iluminada por una buena idea, la sacó afuera y la dejó en la vereda de la calle, al lado de la entrada. 

La opresión de anochecer ocupo la ciudad. Un amasijo de platos y vasos esperaban pacientemente en el lavadero. “Y aún me falta dar a comer a Rogelio”, pensó  Jacqueline enjabonando el primer plato que se le deslizó entre los dedos cayéndose y partiéndose en dos. Pero Jacqueline no le prestó atención corriendo a toda prisa al patio. La silla de ruedas estaba en el mismo lugar donde ella la había dejado al mediodía. Rogelio, ensimismado, se deslizó y su cabeza descansaba sobre su hombro derecho; la boca abierta y la saliva escabullendo entre los pelos de su barba tártara larga y rala. Jacqueline se apresuró a entrar la silla al patio. El brusco giro de la silla balanceó el cuerpo de su marido y de su regazo cayeron al suelo unos billetes. 

Entre billetes y monedas, Jacqueline calculó quinientos pesos. “Y es que estuvo solo unas pocas horas”, dijo para sí y enseguida se avergonzó, aunque la sonrisa, que se congeló en las comisuras de sus labios, reflejó el verdadero pensamiento.  Esa noche Rogelio tuvo un baño adicional y su barba estaba lavada con champú, suavizada con acondicionador, secada y peinada. 

El día siguiente, a la mañana, Rogelio, acicalado,  fue depositado en la vereda en su silla de ruedas con el gorro en su regazo, extendido como si se le hubiera caído accidentalmente. A la noche la familia comía un guiso, helado de postre y en la bujeta, que Jacqueline guardaba en el placar debajo del cúmulo de las sábanas, por primera vez, desde hace más de medio año fue depositado un billete para los ahorros.

         El verano llegó a su fin. Terminó la temporada de vacaciones y ahora la ciudad, que hace poco parecía ser un desierto, se convirtió en un hormiguero. El fin de vacaciones era afín de las dificultades para Jacqueline: la condena y el chisme vecindarios. Estaba claro que había que buscar una salida. Y ella la encontró. Gracias a Dios hay aún  buena gente, deseosa de ayudar a cambio de pequeñas, y a veces no tan pequeñas, recompensas. ¡Al fin!, arregló con dos custodios —Enrique y Osvaldo—de un supermercado cuya entrada estaba bien observada desde las cuatro callejas que desembocaban ahí. Lo traía, a Rogelio, concienzudamente todos los días,  bien temprano en su silla de ruedas, y los custodios, conformados con el veinte por ciento para cada uno de la recaudación diaria, lo tenían al costado de la puerta, custodiando que nadie le afanara las limosnas, aunque Jacqueline sospechaba que ellos mismos metían mano. 

Enrique era un viejo mugriento que tenía la costumbre de inclinar su rostro para hablar a oídos, espantando con su mal aliento. En cambio, Osvaldo, era joven, aunque padecía de sobre peso y por eso parecía transpirar constantemente. Ahora también, por la culpa de la humedad de la lluvia anunciada, se veía agotado, respiraba con la boca abierta y se metía un pañuelo detrás del cuello de su uniforme negro con botones dorados. 

—Hoy volviste temprano, Jacqueline —dijo Osvaldo observando como Jacqueline contaba la plata—. Rogelio podría quedarse un par de horas más.

—Mañana empiezan las clases en el colegio de los chicos. Todavía tengo montón de cosas para hacer —Jacqueline separó en billetes una parte y la entregó a Osvaldo—.  Mañana lo dejo hasta el cierre.

—Una mujer tan linda no debe llevar sola tanta carga —dijo Osvaldo guardando los billetes en el bolsillo interior de su uniforme. Le ayudó a Jacqueline poner la silla de ruedas en marcha y, como si fuera casualmente, apoyó su mano sobre la de ella. Ella no la rechazó y miró a Osvaldo con una sonrisa sicalíptica inherente a una mujer casta.

Jacqueline caminaba empujando la silla de ruedas; la sonrisa y el suave rubor adornaban su rostro. Osvaldo, antes de volverse a su puesto, la despidió con su mirada lasciva, observando el suave y ondulante movimiento de las nalgas echadas en carne con abundancia, debajo de las coloridas calzas.

  Una  llovizna  fría pegaba contra los cristales anunciando el otoño en ciernes. La abuela tejía, Rogelio dormitaba en su silla de ruedas, Jacqueline picaba la carne, el gato se lamía. Por fin todo, poco a poco, volvía a su habitual tranquilidad y armonía.

4 valoraciones

4.8 de 5 estrellas
Iván Silvero Salgueiro
Jurado Popular
  • 46
  • 24
hace 1 año
Comentario:

Me gustó mucho este humor negro. Hasta podría tomarse como una enseñanza para todos los Rogelios que no aportan en la casa. 

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  • Yuliya Turavinina hace 1 año
    Muchas gracias, Iván. Ja, que interesante la interpretación tuya. Aunque, ¿por qué no?. Saludos
hace 1 año
Comentario:

Yuliya, este cuento es en verdad extraordinario!! Dotado de una suerte de humor negro y ácido que engancha plenamente al lector. Muy interesante todo el desarrollo y demás está decir que tu narrativa es en verdad excelsa!!! Felicitaciones!!

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  • Yuliya Turavinina hace 1 año
    Muchísimas gracias, bella, por tu visita. Siempre muy atenta conmigo. Un gran abrazo y cariños.
samir karimo
Jurado Popular
  • 201
  • 27
hace 1 año
Comentario:

interesante, gracias por compartir sus letras  

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  • Yuliya Turavinina hace 1 año
    Muchísimas gracias, Samir. Abrazo
hace 1 año
Comentario:

Yuliya, con el título nos llevas a pensar en una casa de castidad y caridad, línea a línea nos llevas por el camino de la desgracia y la resignación, pero, agazapado, el demonio de la necesidad sonríe y su mirada apocalíptica nos encamina a su mundo y ¡baja la cortina!, oscura, impenetrable.

Tienes una excelente narrativa. Te mando un gran abrazo. 

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  • Yuliya Turavinina hace 1 año
    Muchísimas gracias, Sergio Alfonso, por su lectura detenida y la devolución detallada. Usted es muy buen lector. Le agradezco de corazón. Un gran abrazo.
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