Siempre quise llegar a este momento, durante muchos años sólo recibí la imposibilidad y el no se puede como única respuesta a mis deseos. Durante una vida entera busqué ser yo el hombre que estuviera bajo su techo, en su cama, sentado a su mesa, pero la vida me dejó ser nada más que el perro que ladra lejos en sus noches y, desde la distancia, veía con frustración su vida alegre y feliz con el chacarero, cosechador de hortalizas de pelo largo al viento como chalas de un choclo. De adolescentes ella me rechazó una y otra vez y nunca supe cómo ser un individuo atractivo que ella deseara y amara. Ante lo difícil de la realidad, consulté a brujas, adivinos, y todo tipo de personajes que desde la magia lograran dar vuelta ese destino que me era rebelde, pero ninguno me daba una solución de verdad y perdí dinero en eso. Sin embargo, mi venganza contra esta vida llegaría de la manera más inesperada, sin llegar a viejo caí muy enfermo de gravedad y entendí, en el último minuto antes de morir, de qué manera habría de vengarme. A mis deudos les ordené, con la mayor claridad que el hilo de mi voz moribunda podía emitir que, una vez fallecido, hicieran de mi cuerpo cenizas, pero, al contrario de la mayoría de la gente que pide se los tire al río, al mar, o los entierren al pie de un árbol o en una cancha de fútbol, yo solicité algo diferente. Pedí que, en la seguridad de la noche, en alguna oscuridad de puras estrellas sin luna, me concedieran sin que se entere el chacarero ser parte de la tierra de su huerta, ser el nutriente de sus calabazas, zanahorias, pepinos y todo tipo de hortalizas, con el único fin de que mi espíritu entero se incorpore a sus verduras.
Mis deudos, extrañados, consintieron sin poner objeción. Cremado y guardado en una caja de madera, recibí las bendiciones y las lágrimas de una despedida y, con los días, el más silencioso de ellos, el más discreto y ágil, tomo a su cargo la tarea nocturna de hacerme parte de esa tierra.
Me vi así brillante de estrellas sobre la tierra, luego plateado de luna, hundiéndome, fundiéndome en esa huerta, sentí la cercanía de las raíces, el agua que me disolvía y cómo, paulatinamente, me fui volviendo el huerto entero.
Y aquí estoy, plato de hortalizas, servido en la mesa de la mujer que pretendí y del hombre que odié, de los que me rechazaron e hicieron infeliz, con el doble propósito de, por fin sentir la boca de quien amé en vida, que me muerda, me mastique, que su lengua me saboree y, a la vez, incorporarme al hombre que ella ama, ser su sangre, sus músculos, la proteína que alimenta la sinapsis de sus pensamientos, y así, a través de él, poder amarla con todo mi espíritu, en cuerpo tomado, disfrutando de llenarla a ella de mi más sabrosa venganza.