"Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida”.
Silvio Rodríguez
El pánico a la hoja en blanco no existe, es mentira. Lo que yo viví fue más bien el bloqueo de escritor: un estado en el que tenés ideas literarias, pero no te sentís atrapado por el desvelo. No lográs que esas chispitas que se encendieron tibiamente con un eco ocurrente en la poslectura de un cuento inspirador ardan realmente y hagan una fogata sencilla donde sentarte a disfrutar de tus historias contadas a la nada. El bloqueo de escritor te llena de vergüenza y te asoma al borde de la angustia existencial. Es como irte de pesca con la mejor caña al río al que siempre fuiste y no solo no sacar nada, sino sentirte un inútil y verte ridículo. Porque, después de años de pesca, el agua se rebeló y no quiere darte un pedacito de esa vida que burlescamente ondula bajo tus pies. Entonces, pensás de otra manera. Quizás el fuego que animaba tu mundo interno desapareció porque ya no lo merecés. Fantaseás con una alocada explicación en la que esta flama (“vesta” le decían los romanos) podría ser una virtud honorable otorgada por algún dios a quien la necesite. Pero un don que viene con un período de prueba a quienes intentan comprarlo. Y por alguna decisión desconocida de alguna justicia artística, ese espíritu animador sería quitado si el portador no rindiera honor a la belleza como un verdadero escritor.
Me encontraba en esta hipótesis desencajada cuando di con la verdadera razón de la sequía narrativa. Fue el reconocimiento de una voz. Pero no cualquier voz. Era una voz humana pesimista, contrariada y al mismo tiempo tensa que salió disparada entre otras oraciones que dije y en un milisegundo opinó algo así: “en los sueños, ese escritor desesperado por historias, podría hacer un pacto con alguien divino para pedir más tiempo y luego buscaría en la vida diurna a un amor inspirador de textos que le permitiera sellar la compra de ese talento trascendental, que, por supuesto, no conseguiría de la manera antes sugerida”.
La idea fue deslizada en un flash. No era brillante. Pero fue suficiente para reconocer que esa voz había sido el tono que elegí para el último narrador de un cuento fallido. Era como la voz interna de un alter ego que vivía dentro de mí y al que nunca había escuchado así, de esa manera. Antes era una voz que siempre se escondía entre mis pensamientos y se hacía pasar por mí. De esa manera, me hacía creer que lo que yo pensaba sobre un cuento no era otra cosa más que yo mismo jugando a ser otro. Pero ahora lo sé. Esa voz, que se apareció demasiado entera y destapada, era la responsable de por lo menos el último texto fallido. Y se había aparecido así, tan disociada de mí, seguramente debido a un impulso irrefrenable ante una de mis típicas hipótesis incompletas.
Ahora que sabía que esa voz era poderosa y al mismo tiempo impulsiva, abandoné esa idea estúpida del pescador y comencé a creerme un cazador. Pensaba que las condiciones para serlo eran tres: disponer de un señuelo, tener una víctima y conocer sus movimientos para poder atrapar a mi alter ego inesperadamente.
Puse manos a la obra y armé diferentes escenarios de simulación donde sabía que era imposible que ese otro yo narrador —que entre nosotros vamos a llamar Ernesto—no viniera. Empecé probando con bautismos. Asistía con entusiasmo a las iglesias. Me vi en la obligación de dar explicaciones a familiares y amigos que me sabían furiosamente ateo. Les inventé que el tiempo y la reflexión sobre el perdón me habían acercado nuevamente a la fe. Ellos percibían un repentino espíritu cristiano que en realidad no era otra cosa que
avidez por experimentar con todos mis sentidos las parsimoniosas y sabias palabras de los sacerdotes.
Una vez que llegaba a la misa, imaginaba con lujo de detalles cada una de las historias que se exponían. Era tanto mi esfuerzo que al cerrar los ojos podía verme lejos en el tiempo como un pueblerino más de Jerusalén que escuchaba a Jesús dar su palabra en aquellos cerros áridos. El sol iluminaba su piel trigueña y brillaba en su frente transpirada. A diferencia de mis ilusorios conciudadanos, yo estaba ahí porque esperaba otra palabra reveladora que no era la del mesías: el remate de Ernesto. Pero en lugar de encontrar alguna reverencia ficticia que ridiculizara al mesías y lo convirtiera en un guía espiritual hacia alguna tierra prometida del absurdo, siempre encontraba el silencio. Cada vez que escuchaba palabras como señor, oveja, pastor, ciego, vino, alabanza, esperaba la voz susurrante de Ernesto que viniera a dar el revés de todo con una oración. Pero solo escuchaba la nada. Pensé que quizás esto sucedía porque él sabía que lo estaba esperando. Intuía que todo esto era una trampa. Tenía que perfeccionar la técnica, hacerme de una situación donde lo esperara y casi olvidarme de estar esperándolo.
Entonces, probé con otra cosa. La creatividad a veces viene de contestar lo que otro dice sobre algo. Empecé con el WhatsApp. Contestaba irónicamente los mensajes de mis amigos escritores —algo que antes no les hacía y les debe haber parecido extraño— para ver si entre tanta ironía se filtraba una sugerencia inteligente y espontánea de Ernesto. Entonces les enviaba cuentos que yo sabía con errores, lo que despertaba algún comentario de algún colega para que cambiara alguna palabra pretenciosa o un final anticipado. Yo contestaba siempre con un “claro, claro” o “lógico”, sin devolver ningún otro parecer. Hacía el vacío para que Ernesto diera el contragolpe con aires de superioridad. Pero nada, che. Insistía tanto que a veces lograba que apareciera. Pero no decía otra cosa más que un “no les hagas caso”, “tus amigos son resentidos”. Y no aportaba nada. Era un alter ego vago o depresivo. O estaba trabajando para otro. Pero, claro, todas esas hipótesis eran incomprobables.
Finalmente, volví al lugar que todo escritor utiliza como base central para la caza de alguna idea saltarina y escurridiza: el libro. Me puse a leer para encontrar algún eco de Ernesto. Revisitaba los mejores cuentos de Cortázar y afinaba el oído. Me figuraba como lector dentro de una caverna inviolable para el mundo exterior. Un refugio donde solo vivía yo. Y, más adentro, Ernesto. Y la metáfora era acertada pero lamentablemente solo por el hecho de que Ernesto parecía hibernar eternamente. Pensé que quizás era como un animal que comía de mí y ya no necesitaba rugir ni salir a tomar sol y le chupaba un huevo si yo me compraba un mono o un loro. Pensé que, si escribía con otro, podía usar la voz sugerente de un alter ego ajeno. Podría quizás hacerme amigo de un alter ego llamado Sergio que viviera dentro de un Leonardo y así darle celos a mi alter ego. Pero no. Algo me decía que no funcionaría.
Las últimas oraciones que le escuché fueron cuando leí un cuentazo de un tal Jorge y sentí ese cosquilleo, esas ganas de canturrear una canción que se le pareciera, de volver a hacer algo mío. Entonces apareció. Pero solo dijo “no hay nada que hacer”, “es insuperable”.
Poco a poco, fui dejando el hábito de la escritura. Me resigné a crear pequeños mundos. Y me dediqué a pintar. Aprendí a tocar el piano. Pero nunca pude construir algo propio. No existían otros alter ego creativos en esos rubros o, simplemente, a todos nos dan uno y, si se te vuelve vago, jodete.
Cuando tuve mi primer nieto, soñé con Ernesto. Ya hacía muchos años que habíamos dejado de hablar. Lo vi un tipo afable. Era como de mi estatura. Me golpeó la puerta de casa y me presentó a su familia. Me dijo que esa era la razón por la que dejó de compartir conmigo su espíritu creativo. La vida familiar te hace sentar cabeza, dijo. Cuando uno es feliz, abandona las ideas creativas y empieza a vivir eso que llaman felicidad, soltó al final.
Yo no sabía si era realmente él o si lo estaba soñando para justificar tantos años de frustración. Quizás quería regresar, pensé. Ahora que murió mi esposa, no me baño ni me afeito y ni siquiera leo literatura. Estaba echado al abandono. Pero de inmediato y de manera absolutamente disociada a mi intención soltó un dejá de pensar pelotudeces y escribamos algo. Y fue así. Una mañana de domingo fui a la verdulería. El vendedor pesaba cuatro naranjas, y escuché la opinión inconfundible de Ernesto. Con el espíritu creativo intacto, me dijo: cuántas cosas se podrían pesar en una balanza. Uno puede ir a la farmacia y hacer uso de una balanza futurista en la que pesan la angustia de los clientes para que el farmacéutico calcule cuánto rivotril necesita. ¡Sos vos!, grité. Y dos viejas me miraron alarmadas.
Había vuelto. Dijo que ya se sentía un viejo choto y soltero y que necesitaba darle un valor lúdico al tiempo vacío.
—¿Por qué nunca más me hablaste estos años? Yo soñaba con ser escritor.
—No importa. Ya volví. Escribamos.
—Pero me dejaste solo y sin una obra de arte por décadas. Yo quería que la gente se emocionara.
—Tu vida fue una novela emocionante. Preferí ser espectador de eso.
—No seas cursi. Fue una vida como cualquiera.
En fin, decidimos empezar el primer cuento. Y fue una maravilla. Yo reía como cuando iba a la universidad. Era una historia sobre un viejo moribundo que desde su cama recordaba las aventuras de su vida y se reía. Y esa risa retrasaba un día más el final. La muerte debía esperar a que se produjera el vacío del sinsentido para recién ahí arremeter y cortarle la conciencia. Era alguien que desgastaba y manipulaba a la muerte. Una idea hermosa.
Pero un día me levanté de la cama para hacerme un café. Y a los tres pasos sentí el piso. Me golpeé la boca. Me sangró el labio. Dolor en el pecho. Era sin dudas un infarto. Todo empezó a desvanecerse.
Cerré los ojos y lo último que vi antes de desaparecer por completo fue a Ernesto sentado en una butaca en una sala vacía, riéndose a carcajadas. Y entonces supe que todo el cuento que me había dictado no era otra cosa que una ridiculez disfrazada de literatura, un intento fallido para dejarme en ridículo y para reírse de mí como tantas veces lo había hecho, ya que, entendí —tarde, como se comprenden siempre las grandes verdades—, yo nunca fui otra cosa más que un patético personaje de Ernesto.