Sólo Francesca podía entrar al estudio del Maestro. Era la única que conocía el orden de los cinceles, el lugar preciso de cada martillo y escofina; sabía quitar hasta la última mota de polvo de los bloques de Carrara con el mimo que merecían las maravillas que tenían dentro y, sobre todo, su discreción le impedía hablar de las obras en proceso. Para ella, las formas humanas y divinas que parecían querer escapar del mármol eran solo barro inanimado, arcilla previa al hálito de vida de su amo.
Había servido al Maestro casi cincuenta años; primero como su aya y luego, cuando a los veintitrés él esculpió aquel Bacco memorable que le dio fama y pudo al fin emanciparse de su padre, lo siguió sin dudar convertida en su criada.
Ya vieja, a Francesca le fue más fácil ver en el Maestro al hijo que no tuvo y una vez deseó de él, porque no siempre su amor fue filial. Cuando tenía aún la carne firme soñó muchas noches que ese joven talentoso le embellecía el rostro de caricias, le moldeaba facciones de princesa haciéndola deseable, irresistible, hasta que en un arrebato, la poseía. Pero las criadas ven morir sus ilusiones con el tiempo, y amarlo como a un hijo parecía acaso razonable. El Maestro mismo dijo una vez que ella fue para él como una madre.
Una mañana de 1542, año en que el papa Paulo III instauró la Congregación del Santo Oficio, el Maestro entró en el estudio para darle los toques finales a un Adán y Eva y al verlos, lo abrumó su belleza; se notaba el amor en ellos, ese amor profundo, abisal de los predestinados…, pero les faltaba algo: un amor así requería un fruto; ¡lo exigía!… Oteó el estudio buscando inspiración y bajo el andamio, justo a los pies de Eva, vio un pequeño bloque de mármol preñado de un niño hermoso. No era Caín ni Abel, sino la humanidad entera: el hijo del hombre con todo su candor original, pletórico de amor y ansias de sabiduría. Sin siquiera abocetar, tomó el cincel basto y comenzó a tallar en un arrebato febril. No estaba improvisando; una certeza mística guiaba su desbaste como si ese niño atrapado en el mármol lo llamara y él solo estuviera librándolo de su crisálida. Trabajó frenético siete días sin salir del estudio ni dejar que Francesca entrara, y cuando el raspín curvo bruñó por fin el último rizo de cabello, blanco de polvo, como si él también fuera una estatua, se sentó a admirarlo. Lloró de gozo. ¡Era lo más bello que había visto!: un niño dormido que sonreía echado de lado ante Adán y Eva, con una palma en la tierra fértil y la otra en su mejilla.
Sumido en el ensueño del agotamiento, el Maestro creyó verlo respirar, alucinó espasmos sutiles de las piernitas recogidas… Restregó sus ojos intentando en vano aferrarse a la vigilia, y al apoyar la espalda en el sillón, se quedó dormido.
Esa noche, Francesca oyó ronquidos y se atrevió a entrar al estudio. Confundida por el caos, sólo los resuellos evitaron que confundiera al Maestro con un ebrio esculpido. Sacudió la marmolina en torno a él, lo desvistió con mimo para lavarlo y lo llevó a la cama antes de irse a dormir.
Volvió al estudio al alba. Sacudió los lugares altos y antes de que la polvareda se asentara, escuchó toser a alguien.
—Amo, ¿qué hace levantado? Debería descansar… —nadie respondió—. ¡¿Quién anda ahí?! ¡Muéstrese ahora mismo! —gritó, y tosieron de nuevo.
Con el corazón desaforado, Francesca ganó la puerta no para huir, sino para evitar que el intruso se escabullera y de pronto, de la niebla que el sol hacía brillar y encandilaba, avanzó hacia ella un niño completamente blanco. Lo tomó por los hombros y él la abrazó sonriendo.
—Povero angioletto di Dio! —exclamó Francesca enternecida, imaginando que il bambino se había metido la noche anterior para no dormir al raso, tal vez mientras llevaba al amo a la cama.
«Pobre angelito de Dios», repitió sacudiéndole el pelo y limpiando el polvo de su rostro. ¡Qué hermoso niño era! Temió que su amo se enojara al verlo, que lo echara a la calle…, ¡y ya venía! Alarmado por los gritos, el Maestro bajó la escalera, dio dos pasos hacia ella y, al ver los rizos del niño asomando sobre un hombro, cayó de rodillas:
—Il mio bambino! Il mio bellissimo bambino!… Sei vivo! —gritó, llorando de emoción.
La criatura besó a Francesca y corrió riendo al abrazo de su padre.
Ella no se asombró cuando más tarde —mientras el niño recién bañado, con un improvisado taparrabos descubría las delicias de la leche tibia y el pan con mermelada— el Maestro confesó haberlo creado en un arrebato de inspiración divina, «con mucho más amor que mármol». ¿Por qué iba a asombrarse?, si había visto palpitar las venas en tantas esculturas suyas; si mientras limpiaba el estudio ella les hablaba, segura de que la estaban escuchando y no respondían por no desdibujar la belleza de sus rostros.
Pactaron guardar el secreto. Dirían que Angelito —así lo bautizó Francesca a fuerza de repetir «angioletto di Dio»— era nieto de la difunta hermana del Maestro, que no tenía hermanas, pero en Roma nadie lo sabía.
Angelito era muy inteligente. Aprendía rápido. En una semana habló perfectamente. Detestaba vestirse, andaba siempre en taparrabos, excepto cuando recibían visitas o salían de paseo, cosa que fue cada vez menos frecuente, porque era tan hermoso, la bondad en su rostro conmovía tanto, que todos se quedaban viéndolo, hablando de él, y eso no convenía al secreto.
El niño pasaba buena parte del día en el estudio, observando a su padre y tallando hermosas figuras de madera. Tenía mucho talento, pero sus obras desaparecían misteriosamente y un día, el Maestro le pidió a Francesca que lo espiara para saber dónde las escondía.
Desde la cocina, ella lo vio escabullirse por una ventana con el morral al hombro. Lo siguió sigilosa hasta el mercado, donde se reunió con unos niños harapientos que lo rodearon en algarabía mientras él les regalaba caballitos, bueyes, personitas de madera… Francesca regresó a casa conmovida para contarle a su amo, entre hipos y pucheros, el destino de las obras de Angelito. El Maestro también lagrimeó al decir orgulloso: «¡Claro! Está hecho de amor… Debí saberlo», y esa noche, en la cena, lo aconsejó:
—Tienes un gran talento, Angelito. ¿Por qué regalas tus obras? Deberías venderlas…
—Pero, ¿y si el que las necesita no pudiera pagarlas? —preguntó el niño.
—Cuando la obra es buena, siempre hay quien la pague —acotó el anciano.
Angelito quedó pensativo y, mientras Francesca servía la tisana, quiso saber:
—¿Acaso soy egoísta, padre? —el Maestro respingó:
—¡No, mi niño! Al contrario, creo que eres demasiado generoso.
—¿Está seguro, padre? —preguntó Angelito confundido—. Recibo mucho por lo que doy; me llena de gozo la alegría de esos niños… Además, si la generosidad es una virtud, ¿cómo podría darse en demasía? ¿Acaso se puede ser demasiado generoso, demasiado bueno, demasiado bello, tener demasiado talento…?
El Maestro no respondió; las palabras se le trabaron en la garganta. Enjugó sus ojos en la servilleta, besó la cabecita del pequeño y se fue a dormir.
Pasaron dos, tres, cinco años, y los ancianos empezaron a preocuparse: ¡Angelito no crecía! Tarde o temprano alguien se daría cuenta, y si el rumor llegaba al Santo Oficio, de poco le valdría al Maestro el favor del Papa. Consideró irse de Roma, volver a su heredad en Arezzo o radicarse en Florencia, donde el mecenazgo de los Médici le garantizaba un buen estipendio, pero se sentía viejo, y con la excusa de que Francesca no resistiría el trajín, desechó la idea.
El cuerpo de Angelito no cambiaba, pero por dentro había crecido mucho. Como no dormía —lo había hecho por siglos en el mármol—, dedicaba sus noches a leer y, para entonces, no quedaba un libro en la extensa biblioteca del Maestro que no supiera de memoria. Se había vuelto sabio, tenía una agudísima percepción de las emociones ajenas y las tribulaciones de sus mayores no pasaron desapercibidas, así que una noche, durante la cena, propuso hacerse cargo de las tareas de la casa; mudaría su camastro al cuartito del estudio, donde nadie entraba, y ya no saldría a la calle. Francesca solo tendría que hacer las compras y él mantendría todo tan limpio y ordenado como siempre.
Los ancianos suelen resistirse a los cambios de rutina, pero aquellos traían tanta paz, disipaban tantas angustias, que el Maestro y la criada aceptaron gustosos.
Como ya no tenía nada que leer y estaba todo el día encerrado, Angelito se aficionó a pasar las noches en el patio, observando el firmamento bajo un manzano solitario al que llegó a amar profundamente. De él aprendió el verdadero propósito de la vida. Ese árbol solo, confinado en su prisión, se entregaba jubiloso; florecía para las abejas; daba sus frutos al que los necesitara, fuera gorrión, gusano o niño; ofrecía sus ramas a los pájaros… Ese árbol nutrido apenas de luz, abrazado a tan poca tierra, le enseñó lo que los hombres no lograban entender: que vivir es ser parte de Todo y el egoísmo, una claudicación del alma que convierte la vida en una larga y triste espera de la muerte. Supo entonces que sólo de la generosidad se obtienen recompensas valiosas; todo lo demás es efímero y vano.
Francesca murió en el invierno del ‘51. Era feliz. Hacía mucho que el Maestro la llamaba madre, quizás influido por el niño, que no quiso apartarse de ella durante el velorio y se dejó ver por los curas, obispos y cardenales que fueron a condolerse con el creador de las obras más bellas del Vaticano. El funeral fue en el hermoso mausoleo que Angelito erigió para sus padres en el patio, atrás del manzano, en cuyos flancos emplazó las efigies de Adán y Eva del Maestro.
La vida sin Francesca fue más triste. El Maestro dejó de trabajar y el niño no hallaba la forma de animarlo, hasta que un mes más tarde, una partida armada fue a arrestar al anciano. Lo acusaban de taumaturgia. Angelito, desde su escondite bajo el piso del taller, escuchó impotente cómo lo maltrataban, resistiendo el impulso de salir a defenderlo, consciente de que si se dejaba ver, lo condenaría. ¡Él era la prueba irrefutable del pecado! Lloró en silencio, sin poder entender por qué consideraban un delito el acto de amor sublime de darle vida. ¡Pobrecito!, no conocía el mundo ni se había dado cuenta hasta entonces de que los viejos no lo tenían encerrado para protegerse a sí mismos, sino para protegerlo a él de la mezquindad humana, de una sociedad miserable que no lo merecía.
Doblegado por la tortura, el anciano confesó todo, excepto el paradero de Angelito. Ningún tormento le hizo cambiar la historia de que tras el entierro de Francesca, el niño desapareció.
Murió en el potro y condenaron su cadáver a la hoguera Damnatio memoriae, la peor pena concebible para un artista.
Angelito recurrió a los niños harapientos del mercado, ya crecidos, convertidos en contumaces delincuentes, que robaron el cuerpo amortajado del Maestro enviando otro a la pira y esa noche, en el mausoleo, asistieron a su amigo en las exequias.
De madrugada, Angelito sacó un cajón de marmolina del estudio y nudo, cubrió su cuerpo de polvo hasta quedar completamente blanco. Se echó de lado junto al manzano, a los pies de Adán y Eva, con una palma en la tierra fértil y la otra en su mejilla, y regresó sonriendo a su sueño milenario.
Nadie recuerda el nombre del Maestro, borrado de todos los registros. Sus obras, demasiado bellas para destruirlas, se le adjudicaron a otros cuyos nombres fulguran en los anales del arte, usurpando el lugar del olvidado.
Pero hay voces anónimas que aún susurran en los tugurios de Roma, voces del pueblo que custodian tenaces la mítica verdad y cuentan que bajo los cimientos de un edificio en la Via della Vita duerme un Dios niño, hijo del hombre, soñando un mundo que no fue y acaso creará un día, cuando decida despertar.