La luz del mediodía entraba a chorros por los ventanales. Los pasillos marmolados, las balaustradas talladas en ricas maderas, los altos vitrales y las columnas a contraluz despertaron la imaginación de Ema. Con los rescoldos de su infancia, abrió los brazos y danzó en medio de un fastuoso baile que, a mediados del siglo XIX habría brillado en el inmenso y vacío salón. Sus ojos de artista, compusieron capturas y escenarios fotográficos. En la planta superior, Marcela y Berta se ocupaban en elegir las habitaciones. Guiadas por el instinto, decidieron compartir uno de los dormitorios, porque intuían que, a medianoche, el eco en las altas e interminables galerías sería de todo, menos reconfortante.
Aquí hay fantasmas – aseguró Berta, con esa morbosidad que irritaba tanto a Ema.
No me da miedo – respondió Marcela, encogiendo los hombros. Su rubia y estilizada figura evidenciaba su pertenencia a la rancia élite que ordenara la construcción del edificio, en pleno auge salitrero. Por lo mismo, se desenvolvía con la serenidad de quien tiene todo solventado. Eso le daba seguridad a Ema, que sentía total confianza en su experiencia.
Ocuparon la tarde en conocer la mansión que estaba dividida exactamente por la mitad. En el lado posterior, que desembocaba sobre una calle paralela, funcionaba, junto a la comisaría, un alojamiento para los carabineros de guardia, lo que explicaba la ausencia de vagabundos. Los salones estaban amoblados con hileras de camastros similares y pulcros. Había modernos sanitarios y duchas. Cada puerta estaba marcada por un número y una letra, dando la impresión de un silencioso hospital.
Por la noche fueron a cumplir el imperativo de celebrar la mudanza. Deambularon por bares, bebieron y fumaron con amigos hasta pasada la medianoche. Cuando volvieron a la mansión, Berta, motivada por los vapores alcohólicos y la persistencia de sus ocurrencias, apareció con la novedad de una “Ouija”. Ema se imaginó en una oscura reunión en la Belle Époque y persuadió a Marcela de encender candelabros y representar una verdadera sesión Espiritista. Esta última, capaz de todo para divertirse, buscó disfraces y se puso a ambientar el lugar. Berta era la única que conocía las reglas del juego y se lo tomaba en serio. Las otras dos, en cambio, mientras más solemne se ponía aquella, más risas y bromas formulaban.
Pongan los índices así – ordenó Berta – hagan una pregunta.
El silencio se prolongó. Ema sintió un escalofrío.
¿Hay alguien ahí? – prosiguió Berta.
El vaso se agitó hacia el “SI”. Sin proponérselo, las tres se quedaron quietas y en silencio.
¿Cómo te llamas? – Una mezcla de fascinación y terror se apoderó de Berta.
El vaso, de forma casi imperceptible, osciló: S-E-R-G-I-O. Marcela y Ema pensaron que Berta se burlaba, usando mucha habilidad para mover la tabla.
¿Buscas algo? ¿Qué te pasó? – la curiosidad de Berta era como una fiebre.
Nada sucedió. Ema, que tenía altas expectativas, perdió el interés. De pronto, el vaso volvió a moverse del número Siete a la letra V.
¿Qué quieres?
El vaso de nuevo: Siete V, Siete V…
Ya se rompió esta cuestión – exclamó Ema, haciendo explotar las carcajadas de Marcela que retumbaron por los corredores. Media hora después, las tres ya estaban dormidas.
Una lejana agitación despertó a Marcela. Tratando de aclarar la confusión se tapó los ojos heridos por el resplandor de la ventana. Ema dormía plácidamente. De súbito, entró Berta sonrojada por la excitación.
Vengan rápido.
Con dificultad consiguió despabilar y arrastrar a las chicas al otro lado de la mansión. Era costumbre que ella se levantara temprano, anduviera un poco y volviera con el desayuno. Esa mañana, acortó camino saliendo por el lado del albergue. Notó todas las puertas abiertas, excepto la que tenía pintado el número siete y la letra V. Marcela y Ema enmudecieron.
Tras un breve debate, en que la curiosidad sacó la delantera, Marcela giró el picaporte que cedió para desvelar un espacio vacío donde la ventana tapiada impedía el paso de la luz. Entraron para verificar si había alguna otra cosa. La sensibilidad de Ema le erizó la piel y salió presurosa. Berta la alcanzó. Pero, un inesperado portazo dejó a Marcela atrapada en el interior.
¿Estás bien? – Ema trató de girar el picaporte sin conseguirlo.
Si – la voz de Marcela sonaba tranquila.
“Yo les dije, yo les dije” murmuraba Berta, despavorida, mientras ambas forcejeaban, pues el portazo había trabado la cerradura. Adentro, Marcela guardaba silencio. Cuando salió, no demostraba ninguna emoción.
¿Qué pasó? – Berta y Ema sudaban frío.
Nada. Fue la brisa – respondió Marcela sin mirarlas y encabezando la marcha – vamos a comer…
Pero un sombrío nerviosismo empezó a sobrevolarlas. Ema y Berta temían quedarse a solas. Encendían todas las luces y les costaba disimular la ansiedad que al pasar dos días se convirtió en verdadera paranoia cuando Berta, la más inquieta, desenvuelta y cotilla de las tres, trajo la leyenda completa.
Hablé con unos viejos del almacén y unos carabineros – Relató en susurros – Parece que ése tal Sergio era un joven del interior que había venido a trabajar y que no tenía familia acá. Se suicidó, tenía 29 años…
¡Bah! – interrumpió Marcela, que al otro lado de la pieza, parecía muy ocupada en sus cajones – Puros mitos.
¿Y si mejor nos mudamos?
Ema, no obstante, sufría una dicotomía. Conocedora de la irracionalidad de la influenciable Berta y confrontada al serio pragmatismo de Marcela, coincidía en que se estaban dejando llevar por la autosugestión y que marcharse por una simple coincidencia era absurdo. Sin embargo, la afligía una inexplicable e imperceptible frialdad y dureza en el ánimo de Marcela.
El viernes, estaban cenando cuando llegó el ruido de fuertes golpes que parecían ir de un extremo a otro de la mansión. Berta y Ema, abrumadas, se apoyaron contra la puerta y escucharon con atención. Marcela interpretó que el fenómeno no era más que unos estudiantes borrachos, fastidiando desde la calle. Pero las dos aseguraban que el sonido se producía en el interior.
De pronto, Marcela arrojó con violencia los cubiertos. Fue hacia la puerta, con impaciencia tomó a las chicas del brazo y las llevó hacia el piso inferior.
Vamos a ver al fantasma.
Cuando llegaron a la puerta Siete V, se cruzaron con un cabo de guardia que les aseguró que no había novedad, ni actividad paranormal. Ema y Berta, terminaron por persuadirse de que todo estaba en orden. Caminaron de vuelta a la habitación, sintiéndose un poco avergonzadas. No advirtieron a Marcela que iba tras ellas observándolas con una sonrisa desencajada y una mirada de mil yardas.
En el dormitorio, se desearon buenas noches y fingieron dormir. Pero las tres estaban alertas a cada estímulo sonoro. Berta, entre la angustia y el enojo, decidió que recogería sus cosas y se largaría sin esperar la aprobación de las otras. Ema trataba de serenarse, pero sentía mucha consternación por la actitud tan desconsiderada de Marcela y decidió encararla a la hora del desayuno.
Pero Marcela desbarataría todos los planes. Esa mañana, mientras Ema se duchaba, Berta cogió sus pertenencias y las metió en la maleta. Marcela la increpó, prohibiéndole la salida. Berta respondió alzando la voz. Ema, asustada, corrió envuelta en una toalla y encontró a las dos muchachas enfrascadas en una pelea que heló su sangre. Vio, con horror, que Marcela parecía más alta, más fuerte y que estaba envuelta en un resplandor sangriento. Bajo ella, Berta se defendía apenas de la presión de las manos sobre su cuello. Gritó. Marcela la miró atravesándola con ojos endemoniados y se abalanzó sobre ella. “¡Ayuda!” tosió Berta. Ema tropezó, haciéndose daño tratando de huir de las garras de esa desconocida que antes fue su amiga. Alcanzó la salida, resbaló por la escala y corrió por los vetustos pasillos en busca de ayuda.
Los policías llegaron solamente para confirmar el deceso de Berta, que a los 29 años murió a manos de una enloquecida Marcela a quien entre seis hombres redujeron con mucha dificultad, y la llevaron bajo custodia. Fue tanto el revuelo, que todo el barrio desembocó dentro de la mansión, hubo prensa, Ema sufrió una crisis de nervios. El tumulto era tan ensordecedor que la verdadera Marcela perdió la esperanza de que alguien escuchara sus golpes dentro de la sala Siete V, donde el espíritu de Sergio la encerró para tomar posesión de ese cuerpo que, desde entonces hasta hoy, permanece aislado en un hospital psiquiátrico, envuelto en una camisa de fuerza.
Del Libro: Terror para Mujeres