JEKYLL Y HYDE
Se despertó sobre ese hilo de saliva que le entibiaba la mejilla. ¡Otra vez! ¡Otra vez le había sucedido! La botella vacía durmiendo a su lado, las hojas revueltas, la habitación era un verdadero antro. ¿Qué podía hacer? Nada… Jekyll y Hyde. Ahí estaba el libro que lo miraba desde la biblioteca. El primero de la fila, el que lo había fascinado desde aquella primera vez que lo abrió de par en par. Así y todo, jamás se hubiera imaginado que se transformaría en su propia realidad, en su noche y día.
No recordaba nada, pero eso no significaba que no hubiera sucedido. Lo sabía. Lo notaba. Había pequeñas pistas tiradas, esparcidas por el departamento. Se levantó con un sentimiento de pesar, de hastío. Fue hasta el baño. Se fregó con fuerza juntando con las manos desde el chorro de agua. Se detuvo frente al espejo y quedó un rato contemplándose el rostro de oscuras ojeras. Ahora era el mismo que veía al salir el sol. No recordaba al otro. ¡Afortunadamente no lo recordaba! Pero su metamorfosis lo fastidiaba en ascenso.
Tenía agruras y su estómago no soportaba un desayuno. Se forzó un tercio de taza de café. Se vistió y se tiró bastante colonia encima. Temía que sus poros dejaran huella. Salió. Acudiría a una entrevista y luego daría clases en la universidad.
Durante su cita no hubo más que halagos y éstos eran merecidos. Sus obras literarias eran sublimes; pulidas, cuidadas, creativas… Había publicado libros que llegaron a lo más alto de las ventas, varios fueron motivo de muy buen cine. Sus alumnos lo respetaban y admiraban. Su agenda repleta no podía ajustar un solo compromiso más. Estaba en lo que se dice “la cumbre” de su exitosa carrera. Apenas tenía algo de tiempo en las mañanas para sentarse frente a su teclado y apurar el ritmo de sus manos al son del pedido de las editoriales que no cesaban de llamarlo.
Después de la creatividad, del arte, de los compromisos y las charlas; después de brillar y recibir alabanzas, llegaba la noche…
Las tensiones del día no le dejaban opción. Caminaba con paso fantasmal hacia la botella. “Un traguito... para aflojar”, se decía. Pero, a su pesar, se convertía en algo más y el elíxir hacía su efecto más nefasto. Nadie lo sabía. Nadie debía conocer su repugnante cualidad. Se encargaba de hundirse solo noche a noche, de que no hubiera nadie cuando esto sucedía. Por la mañana borraría sus huellas. Entonces, preso del efecto, comenzaba. Ya no era él. Y ya no se acordaría de quien era. El célebre escritor que se mostraba en el día desaparecía dando lugar a la infame bestia… Y sólo con el foco de su habitación por testigo, lo hacía… tomaba hojas y cuadernos. Blandía una birome y, con toda saña, la hundía en la blancura del papel. Enloquecía. La imagen horrorosa de la bestia se cernía de lado a lado delineando su sombra macabra en el muro. Con las pupilas dilatadas y una respiración agitada seguía en su frenesí casi coreográfico, ocupando cada espacio, moviendo frenéticamente su mano.
Entrada la madrugada el cuerpo colapsaba; se desplomaba sobre la tabla tapizada de escritos unos sobre otros. Cuando el sol lo despertaba, el horror lo invadía. Sentía náuseas y deseaba la muerte de la bestia y, si aquello no fuera posible, la de sí mismo. Tomaba los papeles y ahí estaban, para torturarlo, las historias mal escritas; cientos de cuentos inverosímiles, con finales predecibles; poemas sin rima, pueriles, melosos; relatos incomprensibles, equivocando los tiempos verbales ¡La ortografía era espantosa! ¡Una calamidad! Cada mañana encontraba el reguero, las pistas de su infortunio para continuar sufriendo en silencio…
Sabía que la bestia se presentaba por las noches… Sabía que, ni bien despertar de su sueño desordenado, debía romper en mil pedazos las pruebas…
¡Nadie debería, jamás, descubrir su oscuro secreto!