Mar23May202302:09
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Autor: Álvaro Díaz
Género: Cuento

La última noche de Bruno Lueurdunjour

La última noche de Bruno Lueurdunjour

A Marcela.

Justo al centro del Pont de l'Alma, entre dos farolas que se creían nenúfares en los espejos de la llovizna, hubo un lugar mágico custodiado por un zuavo y un granadero de piedra. Muy pocos lo hallaron en su tiempo y ya nadie puede; desapareció hace más de medio siglo. La Gran Guerra lo fue hundiendo en el fango del pragmatismo y los utilitarios, ignorantes del portento, remodelaron el puente, exiliaron al granadero en Dijon y dejaron solo al zuavo, degradado a centinela de las crecientes.

Ya nadie extraña ese lugar secreto, soterrado por la memoria lúgubre de cierta batalla en Crimea y la devoción absurda a una princesa infiel.

Por las noches, cuando la oscuridad cubre las cosas de silencio y dejan de contarme sus historias, suelo imaginar que la magia desahuciada se hizo vagabunda y erra con los parias, pordioseando mendrugos en las fantasías de los niños o en delirios de artistas y de locos, sobreviviendo apenas al mundo material o resucitando en leyendas cada vez que muere de frio o la asesinan. Y digo leyendas porque así le llama nuestra incredulidad a las historias reales si algo mágico hubo en ellas, como en la última noche de Bruno Lueurdunjour.

Bruno era un joven insignificante, anodino, como tantos que pierden su identidad en la multitud de una ciudad cualquiera, de camino al trabajo en las mañanas, de regreso a otras miserias por las tardes, igual de apurado, presa del mismo tedio, con el semblante lánguido y los ojos fijos en la nada, llenos del vacío unánime que también nosotros solemos ignorar en los demás.

A veces, dolorido del vapuleo diario, Bruno buscaba solaz en el entretenimiento vano. El cine americano o una novelita cursi solían bastarle, pero si los golpes de la vida eran muy fuertes, prefería anestesias más espirituosas, y aunque sabía que recurrir a las falsas amistades de la cantina acababa siempre en remordimiento, aceptaba sumiso gastarse media quincena en una noche de copas y el contubernio ocasional con otros parias a quienes no lo unía nada entrañable, ni una pizca del afecto y la complicidad fraternal que siempre había añorado. Bruno tenía consciencia de que aquello no era amistad, sino un acuerdo tácito entre infelices de apuntalarse mutuamente, y aunque quería dejarlos, los ritos y liturgias de la taberna lo habían hermanado a esa cofradía de desdichados. Todos sus intentos de abdicar fueron inútiles. Estaba atrapado en una existencia absurda que, en sus momentos lúcidos, no entendía por qué se empeñaba en prolongar.

¡Claro que había tenido sueños!, pero su niñez —aquel vergel de promesas y esperanzas intactas— estaba cada vez más sumida en la tiniebla de sus decepciones. Bruno había cambiado: creía que su candor de otrora y la decencia que su abuela le había impuesto como una religión eran defectos, la causa de que le faltaran tripas para el éxito, de no tener la sevicia necesaria para usar al prójimo como instrumento de sus ambiciones.

Así era Bruno: un hombre hecho, deshaciéndose; alternando sin cesar las pesadillas de la vigilia y el sueño, hasta que una noche de insomnio decidió ir a caminar por Saint-Germain-des-Prés y encontró un milagro.

En el verano del ‘47, el París nocturno de los intelectuales era muy distinto al que Bruno conocía, y cuando salió a la calle con intención de visitarlo tuvo la sensación de entrar en una fantasía, de haber cruzado la frontera de su mundo. Dejó que una parte muy pequeña de sí mismo lidiara con las aceras mientras él se ensimismaba en la pesadilla recurrente que lo afligía desde hacía tiempo; una pesadilla horrible y opresiva que —empezaba a entenderlo era la verdadera causa de esos insomnios tantas veces atribuidos a una indigestión, a la soledad, al asedio del casero por las rentas atrasadasFueron sus emociones, más que el discernimiento, las que descubrieron que no podía dormir por temor a aquel desasosiego.

Sin saber cómo, llegó al centro del Pont de l'Alma y apoyó los codos sobre el barandal, absorto en el firmamento que reflejaba el Sena. Escuchó extasiado la música silente que hacía bailar reflejos de estrellas y farolas en el lienzo líquido, montándose sobre las ondas con ritmo hipnótico; se soltaban y volvían a juntarse como si un pintor fantasma quisiera plasmar todos los instantes, capa tras capa. Aquel genial espectro deshojaba la luz; agregaba reflejos para luego disolverlos en la negrura dándole al lienzo vida nueva con cada pincelada.

Bruno deseó poseer esa maravilla. Lamentó no tener una cámara para atrapar la noche y encerrarla hasta que la magia empezó a envolverlo, tímida al principio, insegura, tomando la forma del atisbo de una epifanía. De golpe se sintió egoísta. Pensó en la generosa pasión por la belleza del pintor fantasma, capaz de desechar una obra maestra a cada instante para darle vida a otra. ¡Qué distinta a su codicia!, a su ambición de embalsamar la hermosura para poseerla, como un taxidermista que quiere preservar el alma en ojos de cristal.

El aire fresco le acarició la cara, las farolas se hicieron guiños pícaros y una gritería le llegó de un extremo del puente, por donde se acercaba bailando, dando saltitos sobre los nenúfares titilantes, un grupo de gente disfrazada.

Quiso achacarle esa visión a un delirio febril o un espejismo, pero creyó reconocer algunos rostros bajo los maquillajes coloridos, voces familiares en la algarabía. Cuando estuvieron a unos pasos, notó que los guiaba un niño vestido de mago y que venían a su encuentro.

¿Sacó a pasear la amargura, amigo mío? —preguntó el niño, sonriendo— Non sequitur. Lucus a non lucendo. ¡Venga con nosotros! Tenemos amistad de sobra, y vino, y tabaco y alegría.

Absorto en la gracia de aquellos saltimbanquis, Bruno se dejó llevar del brazo por un gigantesco lenguado estrábico en cuyo rostro, asomado apenas por un óvalo abierto en el satén marrón, reconoció a Sartre.

Aturdido por la sorpresa y el ritmo frenético de una charla absurda, Bruno tardó en identificar a los demás. Primero a Boris Vian, inconfundible en su disfraz de vacunado, con la manga derecha de su camisa enrollada hasta el hombro. Euterpe abanicaba el bello rostro de Juliette Gréco con una partitura; Jean Cocteau era la colegiala en minifalda; Camus, con una sábana a modo de quitón, empujaba una enorme roca de papel maché y la dejaba rodar cuesta abajo en las pendientesCuando llegaron al bulevar Saint-Germain los había reconocido a todos, excepto al niño, que lideraba al grupo con una sonrisa idéntica a la de su padre, o mejor dicho: a la de la foto de su padre con pantalón corto, sacando un conejo de la galera en el álbum de su abuela.

Bruno, que observaba a la pléyade perplejo y feliz, preso de su admiración por aquellos personajes no se atrevió a integrarse a la algazara, pero al llegar a la cava de Le Tabou, un sótano con las paredes cubiertas de máscaras africanas, apenas iluminado por llamitas de terrones embebidos de absenta, todos lo consideraban parte del grupo y en la mesa, ya dispuesta, había una silla reservada para él.

Ahí los esperaba una joven muy hermosa que, feliz de ver al niño, tomó su mano, la puso sobre uno de sus senos y le dio un largo beso en la boca, muy sensual. Ese descaro habría resultado escandaloso en cualquier parte, pero no sorprendió a nadie, ni siquiera a Bruno, que en seguida supo que la muchacha se llamaba Gloria. Nadie se lo dijo, pero parecía absurdo que no se llamara Gloria.

El mesero llegó a tientas atrás de unos cristales muy gruesos que oscilaban indecisos antes de intuir dónde debía poner las cosas, pero sus manos ciegas siempre tropezaban con algo y las tazas se quejaban. Cuando se fue, reaprendiendo el laberinto hacia la barra, Sartre criticó la torpeza de los miopes. Boris hizo temblar las máscaras de una carcajada y dijo: «¡Mira quién…!». Entonces Bruno habló por primera vez:

A mí me da ternura, Maurice —dijo—. Hay algo hermoso en su tesón, en su modo asmático de frasear las propinas como un tango triste… Parece un barquito en la niebla: siempre a punto de encallar, temeroso de descargar pedidos en el puerto equivocado.

Todos miraron a Maurice y se asombraron. La chaqueta lechosa del mesero escoraba sorteando a golpes el arrecife de sillas y su pantalón, negro como la noche, hundía todo su calado a la altura de las mesas, invisible bajo la línea de flotación.

    ¡MERDRE! exclamó Jacques Prévert en su disfraz de Ubú, con una capucha puntiaguda, tan nívea como su túnica, y una enorme espiral negra sobre la panza artificial.

¿Por qué ternura?preguntó Boris—. Tus analogías habrían llevado a cualquiera a decir que Maurice le daba lástima, pero tú…, ¿por qué ternura?

No sé —dijo Bruno a modo de disculpa—. Por solidaridad tal vez, o porque reconocí en él a un igual; a otro prisionero de un presente sin futuro que rema contra la corriente sin avanzar un palmo, por puro instinto de supervivencia.

Boris hizo una mueca triste, asintiendo, y Sartre recitó una diatriba con pretensiones de verdad absoluta, demasiado extensa para no omitir fragmentos:

Entonces tu afinidad no es con el miope; ¡es con todo el mundo!… La realidad es un presente perpetuo… Solo el presente es verdadero. ¡Presente, nada más que presente!, donde las cosas son en su totalidad lo que parecen, y detrás de ellas…, ¡detrás de ellas, no hay nada!

El maguito le dirigió una sonrisa pícara a Man Ray —disfrazado de Dalí, con un bastón que usaba para señalar a la gente, bigote de alambre retorcido, chaqueta estampada de signos de dólar y una corbata hecha con billetes de cien pesetas—, y dijo:

No estoy seguro de que exista un presente. Ustedes creen estar viéndome en este instante, pero la luz se mueve a cierta velocidad, de modo que a ti —señaló a Vian, junto a él—, mi imagen te llega dos nanosegundos tarde; tres y medio a ti, Man, que estás a un metro, y al señor Sartre, allá en la cabecera, casi nueve; y eso ni se compara al anacronismo de mis palabras, que tardan un millón de veces más en ser escuchadas. Pero lo verdaderamente insólito no es que percibamos un presente caduco, perteneciente al pasado, sino que tú, Boris; tú, Man, y usted, señor Sartre, lo han percibido en diferentes instantes.

Gloria volvió a tomar la mano del niño para llevarla a su seno y besarlo; la pléyade, muda, repensaba el mundo como si de pronto se hubieran desbaratado todas las verdades y Bruno tuvo la sensación de que ese maguito era el compendio de la pureza infantil y el poderío intelectual de todos ellos, incluso él, fusionados en un ente prodigioso.

De golpe, todas las miradas se dirigieron hacia Bruno y él supo que debía continuar lo que estaba diciendo el niño. Le pareció extraño, pero prosiguió en el mismo tono:

—… De modo que el presente es una percepción falaz; un concepto teórico creíble, sí, concebible por la lógica, pero al mismo tiempo improbable. Cada instante es eterno y la verdad, distinta para cada uno. Sólo la pasión y el sentimiento son reales. Cuando alguien llora, la razón científica de sus lágrimas pierde toda trascendencia y lo único que importa es la emoción que las convoca —miró al niño, que sonreía satisfecho y asentía—. No hay otra realidad que el sentimiento, e intuyo que Maurice y yo sentimos lo mismo; estamos hermanados, pertenecemos a una casta antigua de desdichados, cautivos en un mundo que nos aporrea no para aleccionarnos, ni siquiera para castigarnos, sino para vendernos auténticos bálsamos de Fierabrás hechos en China.

Aquel sentido práctico, no exento de filosofía sin embargo, hizo que los intelectuales se sintieran culpables de convertir las emociones en retórica, y empezaron las preguntas. Querían saber más sobre Bruno.

Bruno dijo que su pasado era incierto, que la gente como él olvidaba por necesidad; «mi memoria se parece a las ruinas de un incendio», agregó. Él siempre trataba de ordenar aquel desastre, de poner cada recuerdo en su lugar, tal como los había encontrado, pero era inútil. En la cocina calcinada persistía un olor entrañable, pero no sabía si era el de los guisos de Mamie o el perfume de Gloria Por cortesía, removió las cenizas de su viejo cuarto y encontró los labios de su padre que acababan de besarle la frente; reían por haber apagado la lámpara eléctrica de un soplido. Quizá no era un recuerdo propio sino la representación de algo que le contó su abuela, pero ahí estaban. De su mamá no había mucho; murió en el parto y lo único casi real era la culpa de haberla matado. Su cuarto cambió; ahora olía a naftalina, la ventana estaba en otra pared y una cama reumática lo arrullaba con su escándalo de resortes. Tenía cinco, tal vez. En los rescoldos de una cómoda ardía la miseria que compartió con Mamie. Una escuela opresiva, cuya multitud lo aislaba en su soledad, había formado en Bruno la idea que tuvo siempre de las cárceles. ¡Un recuerdo feliz!: los restos de una foto mostraba la sonrisa de un piano y el pelo blanco de madame Adèle, una patrona de su abuela que a los siete u ocho le enseñó a tocar. Ahí estaban también las caricias suaves del marfil amarillento —él creía por entonces que el piano fumaba de noche, cuando lo dejaban solo—, un minuette de Bach, el Canon de Pachelbel, Für EliseLa memoria mide el tiempo por referencias y como el incendio había consumido muchos almanaques, Bruno no sabía cuánto duró esa felicidad, solo que madame Adèle murió un otoño y él volvió a quedar huérfano; huérfano del piano, de ella y de los elogios que le prometían un futuro en el que creyó devotamente y también enterraron una tarde lluviosa, no lejos de la fosa común donde fue a parar Mamie… Según Bruno, fue por su miedo irracional a los muertos que no volvió a tocar piano, aunque más de una vez, durante el duelo, logró juntar el valor suficiente para entrar en una tienda de música como quien va a la funeraria; se paraba frente un féretro cualquiera y creía reconocer la sonrisa del cadáver. De haber estado solo quizás se habría atrevido a hablarle, a acariciarlo de nuevo, como cuando estaba vivo y se querían tanto, pero no le sacaban los ojos de encima. Fue en la biblioteca pública (¡otra felicidad!) donde aprendió que la ropa raída hacía ver en la gente un peligro inminente. Incluso mademoiselle Anaí, la bibliotecaria, que era adorable, nunca pasó del aprecio distante y una vez le hizo alzar los brazos como un Cristo para comprobar que no se llevaba nada.

Bruno hizo una mueca y alzó los hombros, como diciendo: «¡Qué se le va a hacer!», y retomó la historia para regodearse en las páginas apenas chamuscadas de la biblioteca.

Ahí aprendió un oficio sin darse cuenta y conoció a sus únicos amigos verdaderos. Viajó con Gulliver, fue grumete de Sandokán y confidente de Nemo; naufragó con Robinson; recorrió el mundo en el globo de Phileas y cuando descubrió que la secundaria nos mata la inocencia pueril para que florezca la crueldad, aquel remanso de fantasías fue su mundo. Dejó de jugar a la pelota y a las escondidas e hizo nuevas amistades. Conoció los estratos sociales con Balzac, saboreó la magdalena de Proust, hizo arduas expediciones en busca de le mot juste con Flaubert… Por las tardes lustraba zapatos en la puerta de la biblioteca; mal lugar, , pero hasta ahí llegaba el aprecio de mademoiselle Anaí, que solo lo dejaba sacar un libro a la vez si no lo perdía de vista.

Las tazas gritaron de espanto cuando Maurice trajo el vino; sus manos buscaban a tientas lo que debía llevar a la bandeja y ponía las botellas sobre la mesa de memoria, apretándoles el cuello con el meñique alzado, como si tuviera miedo de estrangularlas. Bruno calló para no aburrir a sus amigos, pero todos lo miraban atentos, esperando que siguiera.

«No hay mucho más en las cenizas», dijo, solo que un día escribió un cuento —pésima imitación de Maupassant—, y tuvo la osadía de llevarlo a un periódico en persona. Fue a los dieciséis, poco antes de que muriera Mamie. El editor era un buen hombre y le ofreció trabajo de cadete. Bruno volvió a casa corriendo para contarle a su abuela, seguro de que tanta alegría no iba a caber en el vagón del metro. Tiempo después lo mandaron a otra ciudad para recoger el artículo de un periodista que cubría un encuentro de escritores. Más de dos horas en tren. Para él, que nunca había salido de la ciudad en este mundo, aquel viaje fue inolvidable; estaba intacto en las ruinas del incendio. La ida fue un espectáculo de paisajes maravillosos; la vuelta en cambio, se le hizo larga, y para matar el tiempo leyó el artículo. ¡Qué mal escrito estaba! Aquella prosa barroca, plagada de preciosismos inútiles no era digna de los nombres que citaba. Bruno pasó el resto del viaje reescribiéndolo a su manera y al llegar al periódico, por descuido, entregó el suyo junto al texto original. Sintió mucha vergüenza cuando el editor le preguntó: «¿Qué es esto? ¿Cuál es el artículo de Pompeux?». Él aclaró la cosa y cuando iba a romper su versión, el editor dio un grito: «¡No, no, muchacho! Esa es la que irá a la imprenta». Aquel día lo ascendieron a corrector, o al menos eso decía la placa en su escritorio, porque en realidad no solo corregía: reescribía casi todo el diario sin que su nombre figurara en ningún lado, imitando el estilo de los que firmaban y cobraban como redactores… Y ahí seguía, a los treinta y tres, ganando casi lo mismo que un cadete.

¿Y por qué no…? —empezó a decir Boris, pero calló al darse cuenta de que estaba por preguntarle a un león enjaulado por qué no cazaba gacelas.

El tintineo sincopado de los vasos contrapunteó el último brindis y Bruno lamentó tener que despedirse.

Mientras subía la escalera lo fue invadiendo una angustia conocida, idéntica a la de sus sueños felices de la infancia, cuando a punto de llegar a la isla de Montecristo o en una caída larga hacia el centro de la tierra, de pronto se daba cuenta de que iba a despertar. Miró atrás para aferrarse a la pléyade disfrazada y salió a la calle pensando en aquel remanso de amistad verdadera: la de la complicidad intelectual; un oasis en el que podía hablar del lecho de Procusto o el borrego de Panurgo sin que nadie lo mirara feo… ¡Que distinto a las cofradías de cantina!

La noche era fresca y clara. Todavía tenía todos sus pensamientos en Le Tabou cuando el tranvía se detuvo frente a él, pero no quiso subirse. Las ventanas de aquel vagón parecían el escaparate de una tienda de muñecos muertos que le recordó su pesadilla recurrente y prefirió caminar.

Llegó a la pensión en un instante y al abrir la puerta de su pieza, el aire agitó las cortinas casi transparentes. Bruno tuvo la sensación de haber sorprendido a las ventanas en ropa interior, como si su llegada hubiera desbaratado una orgía de las cosas: la fregona se había recostado en la pared con el pelo alborotado; su cama estaba desnuda y sobre ella, la sábana arrugada parecía un fantasma muerto en pleno paroxismo. Sonrió, dijo «Perdón», vistió la cama lo mejor que pudo y se echó sobre ella en calzoncillos.

Apenas cerró los ojos, la vigilia empezó a disolverse y en el limbo quimérico que la separa del sueño recordó a Gloria. ¡Cómo pudo no reconocer de inmediato su perfume; el escote de su vestido blanco incendiado de gladiolos! ¡Su primer beso!… Él tenía once o doce y ella dieciocho aquella tardecita que la vio sentada en el jardín cuando regresaba a casa:

¡Brunito, mi cielo!… Ven, quiero decirte algo.

Él cruzó la verja sonriendo. Ella se inclinó para susurrarle al oído: «¡Ay, mi niño! ¡Qué lástima que no tengas unos años más! Me habría encantado tenerte…», y apretó contra su pecho la mano de Bruno mientras le daba un beso largo y húmedo, acariciándole la lengua con la suya.

¡Cómo pudo no reconocerla! Era cierto que Gloria había tenido muchos rostros; que el suyo se fue desdibujando y lo sustituyó con otros que vio en tapas de revistas o afiches del cinematógrafo, pero su perfume, aquel vestido blanco, los dieciocho años que tuvo siempre, incluso cuando, ya adulto, Bruno la desnudaba en su imaginación para hacerle el amor como jamás se lo hizo a ninguna otra… Sólo así podía tenerla, porque Gloria murió dos semanas después de aquel beso. Estaba muy enferma desde niña. «Algo en la sangre», decían en el barrio, y la llamaban casquivana con cariño, sin el tono injurioso que tenía esa palabra cuando se referían a otras, como si solo a ella le concedieran el derecho de aprovechar el tiempo prestado que vivió desde los doce, desafiando los pronósticos más optimistas.

Antes de caer en un sopor profundo, Bruno se preguntó si el niño mago era el de aquel beso, pero sin haber podido siquiera pensar una respuesta, comenzó la pesadilla.

Se encontró de pronto en una ciudad sin nombre del futuro; un mundo panóptico de gente alienada, con autos que les decían a donde ir y teléfonos usurpadores. Las columnas del alumbrado vigilaban a todos con gesto adusto y las máquinas pensaban por ellos tras escudriñar sus más íntimos secretos.

Bruno salió a la calle, aspiró una bocanada de aire gris y se unió a la turba de autómatas de camino al trabajo. En su pesadilla, él reescribía textos para un diario digital; artículos que llegaban de todas partes; noticias inventadas por trogloditas con propósitos oscuros de los que prefería no enterarse, pero la culpa hacía difícil su existencia; lo aplastaba el peso del yugo de esa noria en la que estaba preso, condenado a ahondar el surco.

Como en todos los sueños, en el tiempo era caprichoso. Había instantes eternos y años que transcurrían en segundos. Muchos días idénticos pasaron rápido, llenos de angustias y tedios hasta que conoció a Ana. Aquella pasión llegó como una brisa fresca; por un instante su pesadilla dejó de ser horrible y creyó estar enamorado. Se casó en ese remanso; tuvo un hijo, pero la bruma gris volvió a opacar su sueño. La pasión acabó y los días perpetuos, repetidos, se sucedieron otra vez con su calvario. Apenas podía respirar en aquel desasosiego. Quiso despertar, pero fue inútil: estaba preso en su pesadilla. Llegó otro hijo, y otro. Los vio crecer de lejos, sin involucrarse, usando como excusa su trabajo. El agobio cotidiano de la oficina pasó a ser lo menos horrible de aquel sueño. Cuando por fin renunció a sus ambiciones de convertirse en escritor, empezó una novela sin intención de acabarla, sólo para poder aislarse estando en casa.

A Bruno le costaba respirar; sabía que estaba soñando y no despertaría pronto. Su angustia creció; el tiempo se detuvo otra vez en un período triste de conflictos y reproches que terminó en divorcio y volvió a los días aciagos, cada vez más grises, más tediosos, siempre acechado por monstruos horribles. Aquella pesadilla era más asfixiante a cada instante. La pensión alimenticia lo había llevado casi a la indigencia; sus hijos no querían verlo; el fantasma de una decrepitud inminente lo seguía a todas partes…, hasta que un día empezó distinto a los otros.

De camino al trabajo, Bruno sintió que lo seguía una desgracia y, confiado en que al verse sorprendida pasaría de largo, se sentó en la plaza. El mal sueño había dejado de agobiarlo, se hizo plácido; lo divirtió ver a la gente pasando frente a él indiferente, como caricaturas frenéticas. De pronto, un fuerte dolor le rompió el pecho y la sonrisa. Creyó que al fin iba a despertar, pero uno de esos saltos repentinos de los sueños lo llevó al centro del Pont de l'Alma, donde lo esperaban sus amigos. Era de noche.

Feliz de volver a encontrarlos los abrazó uno por uno. Tomó de la mano a Gloria y al maguito y caminó con ellos hacia un extremo del puente. La pléyade disfrazada aplaudía y vitoreaba. Las farolas, cómplices, se fueron apagando.

Cuando las tres sombras se fundieron con la noche, Bruno exhaló un poco de aire gris que le quedaba, aflojó el cuerpo en el banco de la plaza, y se murió.

1 valoración

5 de 5 estrellas
hace 1 año
Comentario:

Un relato tremendo, novelesco, de resonancias épicas, que nos deja en el alma una honda huella del todo inolvidable.

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  • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 1 año
    Hola, Víctor. Coincido con lo de "novelesco". Creo que le quedó algo de eso que Quiroga llamaba "ripio", característico de la novela, y que no me decidí a quitar. No quedé conforme con este cuento, lo tengo para corregir cuando se enfríe, pero si te dejó huella, tendré que considerarlo. Gracias por leerlo y comentar. Un abrazo.
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