El viejo del parque
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La tarde empezaba a caer en el parque del pueblo, el sol se ocultaba y ya tendía a bajar la sofocante temperatura del día; el cielo azul se vistió de colores rosados del atardecer y las aves volvían ruidosas a ocupar los árboles en donde pernoctaban. Los niños correteaban alrededor del kiosco y los padres cotilleaban sentados en las bancas.
Los vendedores ambulantes pregonaban su mercancía: el arco iris de los globos, el dulzón olor de los garbanzos frescos asados. Los algodones de azúcar y muchas golosinas más.
Nadie parecía darse cuenta de un viejecito que se hallaba sentado en una banca, las manos nudosas sobre el bordón y el mentón apoyado en ellas, sus acuosos ojillos, rodeados de arrugas, parecían mirar al infinito sin apenas darse cuenta de su entorno; vestía un viejo traje de color gris, brilloso de tanto uso, una camisa de color indefinido y una corbata negra. Tal parecía que el tiempo se había olvidado de él y estaba a la espera de que algo ocurriera. El viento jugueteaba con sus escasos cabellos blancos. En los laberintos de su mente senil, se agolpaban recuerdos de una vida muy larga, donde ya no quedaban seres vivos que se ocuparan de él.
A su mente llegaron recuerdos de aquel viejo internado en Zacatecas. El viejo edificio colonial que había sido un convento franciscano. Sus largos pasillos medio en penumbra; los dormitorios con veinte o treinta camas donde dormían otros tantos chamacos iguales que él. Los juegos en los patios o en la huerta, cuando el prefecto se descuidaba. Las escapadas por la carbonería, cuando los castigos le impedían salir los domingos.
Viejo y polvoriento pueblito de Guadalupe, cercano a Zacatecas, de calles empedradas y unos cuantos árboles mal cuidados. Las consejas decían que en las noches espantaban en el viejo internado. En esas escapadas, al saltar de la ventana de la carbonería, se caía en el cauce seco de un arroyo pluvial y luego seguía el monte, cubierto de nopales, cactos y huizaches. Era correr en libertad; comer tunas frescas en la temporada, antes de que el sol las calentara, para no enfermar del estómago. Mirar desde lo alto del cerro la sinuosa carretera que llevaba a Zacatecas y llegar al pueblo, de calles y callejones también empedrados y grandes casonas de cantera gris. Los comercios exhibían mercancías imposibles de comprar y luego la vuelta al internado, al caer la tarde, para llegar a tiempo al rancho de la noche.
Unas lágrimas escurrieron entre los surcos del rostro del anciano al pensar en esos lejanos tiempos; cuando su cuerpo era fuerte para correr, subir y bajar de cerros y cañadas. Ahora arrastraba los pies al caminar y se tenía que apoyar en un bordón para guardar el equilibrio.
Miró a los niños que jugaban; a los enamorados haciéndose arrumacos y promesas secretas; a los matrimonios que cuidaban de sus críos e hizo un mental recuento de los amores que habían cruzado por su vida y que ya se habían ido. ¿A qué vivir tantos años? Tanto sufrir al ver la partida de esos seres que le dieron razón a su vida.
El viejo se levantó de la banca con esfuerzo y echó a caminar, arrastraba los pies, tropezó en un escalón y se recuperó con la misma pesadez con que cargaba tantos años encima. No hubo alguien que se acercara a ver si se encontraba bien. Se alejó en tanto enjugaba una lágrima con el dorso de la mano y se perdió entre las callejuelas del pueblo.
Desde algún callejón cercano llegaban las alegres notas de las canciones de una estudiantina y voces de los visitantes haciéndoles coro. Todo ello le recordaba su muy lejana juventud. Se detuvo unos breves momentos a escuchar y sonrió a esos viejos tiempos, luego siguió su camino hacia su vivienda, donde lo esperaba esa exasperante soledad.
FIN
Sergio A. Amaya Santamaría
Marzo 4 de 2011
Ciudad Juárez, Chih.
Julio 18 de 2021
Playas de Rosarito, B. C.