La gente se arremolinaba en la entrada de la vivienda movidos por la curiosidad del cuchicheo en espera de que llegara la autoridad. El rumor de las gentes versionando los sucesos iba elevándose y componía un zumbido de palabras que espesaba el aire.
Un coche tirado por caballos rompió la línea del horizonte que ponía fin a la llanura de siembra ahora cubierta por hierba baja y coloridas florecillas de primavera. La muchedumbre se silenció a codazos y centraron su vista en el carruaje que rodaba perezoso por el camino marcado por el uso.
El viento aprovechó la quietud del momento y salió ligero para robarse los cuentos que flotaban perdidos.
Terminó la ruta del trasporte que se había hecho larga por la curiosidad del momento y se detuvo en frente de la puerta. Los caballos agacharon las cabezas para saborear unos hierbajos respingones. El chofer, vestido completamente de negro y con el rostro cubierto para protegerse de la frescura de las horas, descendió con agilidad y abrió la puerta de la carroza. El alguacil salió primero. Al tocar suelo se acomodó los tirantes que le sujetaban el pantalón y el sombrero de paja con la banda de color azulón, se giró y ayudó al obispo a descender. El viejo religioso casi besó el suelo al fallarle un pie a lo que respondió con rápido reflejo el chofer que lo tomó del torso con premura. Ya recuperada la, compostura , ladeó el sombrero de banda purpura para ocultar su rostro avergonzado, alzó la mano derecha y lanzó una bendición a la muchedumbre.
Entonces, los mirones se arrejuntaron. Estiraban sus cuerpos hasta el dolor para poder ver al último pasajero del coche y afinaban la vista entre cerrando los ojos. El alguacil volvió a girarse y tiró con desprecio de algo. Un joven moreno asomó a la claridad de la mañana. Una sorpresa amarga empañó sus ojos cuando estos se llenaron de rostros incriminatorios y decidió agachar la cabeza para mitigar el dolor de la vergüenza. El alguacil volvió a tirar de él para que caminara. El chofer se colocó delante de la procesión empujando a los pueblerinos para hacer paso y el abade les seguía con un rezo apagado.
El silencio tapó las bocas, los pulmones, se tragó el sonido.
Alcanzaron la casa. El cura se acercó al muchacho y le soltó una especie de extremaunción sin fuste ninguno. Terminada la salvación divina, el alguacil tomó el protagonismo. Colocó sus manos detrás de la espalda, abrió la funda que llevaba cosida al cinturón, sacó una navaja con la chacha negra y la abrió escapándosele un frio resplandor.
El silencio apretaba las gargantas.
El reo alzó sus antebrazos y el filo plateado rasgó las cuerdas como quién rasga una tela de seda.
Un empujón lo lanzó al interior de la vivienda y la puerta se cerró. Primero el sonido hueco y rítmico de una llave que gira y luego el golpeteo de un martillo, uno, dos, tres...48 clavos necesitó el carpintero para blindarla.
El último golpe del martillo sobre el último clavo hizo estallar el cristal del silencio y los pueblerinos comenzaron a vomitar a gritos el odio que llevaban rato cocinando en sus entrañas.
El alguacil ladeó la cabeza y el chofer respondió golpeando el látigo de los caballos sobre el suelo que levantó una polvareda opaca que picaba en los ojos. La gente entendió el mensaje y apaciguaron las palabras. Tomaron cada uno rumbo a sus monotonías.
Manuel permanecía quieto en la entrada, mirando sin ver el sitio en el que se encontraba y con el runrún ininteligible de fuera royéndole los tímpanos hasta que pudo respirar hondo el silencio, entonces su vista volvió a la vida y empezó a recorrer su nuevo hogar, un recinto completamente cuadrado. A un lado se encontraba una cama toda de níquel con un colchón a rallas y desnudo, lleno de bultos por el relleno apelmazado de la lana. A su lado, una silla de madera con el asiento de mimbre soportaba el peso de unas sábanas blancas. En el otro lado de la habitación, había colocado un retrete sin tapa, un pequeño lavabo y una bañera con alcachofa fijada a la pared.
No había ventanas sólo muros que no se habían molestado en arropar con una capa de enluce y pintura que le diera calor de hogar. Sin embargo, el recinto era muy luminoso, hasta algo molesto, y es que el techo era totalmente trasparente. Observó las nubes flotar calmadas sobre el cielo claro, unos pájaros pasar apresurados y hasta insectos que se posaban curiosos sobre el cristal.
Un suspiro se fugó de su pecho. Al menos, él podía ser libre. Seguramente aprovecharía las rendijas de lo alto de la pared que oreaban la casa para alcanzar esas nubes.
Se sentó en el suelo sin saber qué hacer y la confusión de su pasado sobre los hombros.
De repente, sobre el cristal, escuchó unos golpes, era un pequeño gorrión desayunándose los bichos. Afortunado animal, cuando llenó el buche echó a volar.
El cansancio acumulado relajó su cuerpo con tal avidez, que no fue capaz de alcanzar la cama y se quedó dormido.
La Luna reinaba el cielo iluminando su reflejo en el charco. Sopló el agua. Le gustaba ver la reacción del agua a la caricia del aire, las ondas se expandían periódicas hasta desaparecer. ¡Qué mágico!
Cuando el agua volvió a serenarse, apareció la imagen de un rostro que no era el suyo y ella le susurró una vez más:
- Es él, éste es el siguiente. Dale por fin la paz que necesita.
Un ruido le trajo de golpe al mundo de los vivos. Por la puerta de la entrada se abría una portezuela. Una caja se arrastró hasta entrar completamente y la portezuela se cerró dando un portazo.
Manuel se incorporó con el cuerpo dolorido y frio. Se acercó a la caja. Dentro había pan, fruta y una jarra de barro aún caliente. Manuel tomó la jarra, volvió a sentarse y la colocó en su regazo para atemperarse. Después la destapó. Estaba llena de garbanzos con su caldo. Arrastró sus posaderas hasta la caja y encontró una cuchara de madera. Ni se acordaba de cuándo había sido la última vez que había comido algo en condiciones, en el humedal de calabozo donde estuvo esperando el juicio, sólo le daban pan duro con queso.
Se sintió feliz con la tripa llena, curioso, pensaba que no iba a poder volver a sentir eso y entonces le volvió la tristeza. Brotaron lágrimas como manantial tras el deshielo. Volvió a sonreír. Después de todo lo que había pasado no había soltado una lágrima, llegó a pensar que sus ojos estaban secos.
Sonó el cristal. Alzó la mirada. Era de noche y no se había dado cuenta. Una luna llena ocupaba todos los rincones.
— No llores Manuel.
— ¿Cómo quieres que no llore? Mira dónde estoy. ¿A qué has venido? ¡Esto es por tu culpa!
— He venido a darte las gracias, Manuel. Has ayudado a todas esas personas a encontrar el descanso.
— ¿Descanso? ¿estás segura de que querían morir?
— Claro Manuel, yo era su ángel y sabía lo que sufrían, pero yo no podía...
— ¿Matarlas? ¡Dilo! ¡Matarlas!
— No Manuel, no las mataste, las aliviaste de su dolor. Ellas estaban condenadas a morir.
—¡Todos estamos condenados a morir! ¡Es ley de vida! ¡Pero nadie debe sufrir un asesinato! ¿tú eres un ángel? ¡Me cargaste con esta culpa que me pudre por dentro! ¿Llamarás a otro para que me mate a mí? ¿O me dejarás aquí condenado de por vida hasta que me seque como un árbol sin riego?
—Manuel, yo te acompañaré al cielo, no sufras por eso.
—¡No quiero que me acompañes al cielo quiero que me alivies ahora! ¡Cuando esté muerto, me dará todo igual! ¡Estaré muerto! ¡No seré nada!
— No, no digas eso, sabes que después...
— ¿Después qué? ¿seré otro ángel como tú? ¿Torturaré a algún vivo incauto?
— No, por favor, no digas eso de mí, me duele Manuel, me duele.
—¡Márchate ángel del demonio! ¡No vuelvas más si no es para sacarme de aquí! Vivo o muerto, me da igual, ya todo da igual.
Manuel volvió a llorar con la rabia en sus puños cerrados y en los dientes apretados.
Lucía despertó mojada en sudor. El sueño la había llevado por sitios extraños. Miró a su alrededor. La luz entraba por la ventana. Todo estaba tan asépticamente como siempre.
Al poco sonaron varios golpes en la puerta y entró el médico.
— Hola Lucia, hoy traigo buenas noticias.
— Dígame doctor.
— Ha terminado tu aislamiento, el trasplante ha sido un éxito y tu cuerpo va generando defensas. Ya podrás recibir alguna visita.
— ¡¡Oh doctor! ¡Qué buena noticia! Me estaba empezando a volver loca, un mes aislada es demasiado tiempo.
— Lo sé Lucía, lo sé. Pero ya ha pasado. Eres fuerte, muy fuerte, más de lo que tú te crees.
Lucía comenzó a llorar.
— ¿Puedo hacerle una pregunta?
— Sí por supuesto, espero tener respuesta para ello.
Lucía sonrió.
— ¿Puedo llamarle por su nombre?
— Por supuesto Lucía.
— Manuel, ¿puedo preguntarle?...¿Qué pasó con ellos?
— Quieres saber sí...
— Sí doctor por favor, compartimos muchos días de quimio, muchas confidencias, miedos...ya sabe.
— Lucía por secreto profesional no debería pero...Sí están bien, han respondido bien al tratamiento.
— Entonces no los mató.
— ¿Matar?
— No doctor...Manuel, perdóneme, tuve una pesadilla absurda. Discúlpeme.
— No pasa nada, a veces los tratamientos os confunden, sólo quiero que sepas que yo sólo trato de aliviar vuestro sufrimiento.