Jue25May202322:26
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Autor: Sergio Alfonso Amaya Santamaria
Género: Cuento

Sinfonía nocturna

Sinfonía nocturna

Sinfonía nocturna

Derechos reservados

Sergio A. Amaya Santamaría

La antigua escuela de música se ha quedado en silencio, las últimas clases de la noche terminaban y los alumnos recogían sus instrumentos y salían en grupos ruidosos y parlanchines. Al salir el último de los maestros, el conserje empezó a recorrer uno a uno los salones, apagaba las luces y echaba llave o candado a las puertas; las sillas y atriles en desorden serían acomodados por los encargados de la limpieza con las primeras luces de la mañana.

Era una escuela centenaria, de sus aulas habían salido músicos que llevaron a las alturas del mundo musical el prestigio de la escuela. Allá arriba, en lo alto de la vieja construcción, en un desván lleno de polvo, arañas y ratones, se almacenaban instrumentos que estaban a la eterna espera de algún artesano que pudiera repararlos.

Cuando el silencio envolvió aquellas viejas paredes y los tenues rayos de la luna penetraron entre el polvo acumulado en las ventanas de la buhardilla, se empezó a escuchar un riz-raz que bien pudieran ser los roedores o, tal vez, algún murciélago atrapado en ese aislado recinto. En cierto momento se escuchó una aguda voz.

—¡Calla, niño! ─dijo una viola con una cuerda reventada a un raspado violín─.

—¡Deja en paz al pequeño! ─dijo con modulada voz el violonchelo─, debe estar entumido de tantas horas en silencio. Tal vez sueñe con su momento de gloria cuando en la Gran Sala de Conciertos interpretó de forma magistral el hermoso concierto para violín y piano de Beethoven… déjalo soñar.

—¡Paren su cháchara! ─se escuchó la grave voz del fagot─, mejor esperen a que todos despertemos para poder charlar como sabemos.

─¡Callen a ese payaso! ─expresó un oboe recargado en un cesto de basura─, ya harta con sus voces gordas…

En tanto hablan, una lechuza melómana distribuye en los atriles arcaicas partituras de antiguos músicos. Una vieja batuta con la punta rota se enderezó y dando tres golpes en el borde del atril, empezó un suave movimiento, orientada hacia las cuerdas.

Entonces se dejó escuchar como el piar de las aves celestiales, el suave sonido de la familia de los violines, las agudas notas disiparon las tinieblas, lo que puso a danzar a los ratones, que estaban expectantes, con las naricillas asomadas por los huecos de las duelas apolilladas del piso. La batuta se dirigió a los alientos y una voz metálica y sonriente se dejó escuchar, tarareaba un do-re-mi-fa-sol. Era la abollada trompeta, a la que le faltaba la tecla de un émbolo.

A ella siguió un trombón de caña con el pabellón doblado, acompañaba con su grave sonido a los violines y las trompetas; en respuesta a ese entonado llamado, se oyeron las gruesas notas de la tuba, seguida por las más melodiosas del oxidado corno inglés, mientras que perezoso se enderezaba el contrabajo con solo tres cuerdas, dejaba escuchar unas rítmicas y graves notas. El arco rascaba las cuerdas con algunas hilachas de sus cerdas que colgaban danzantes.

El viejo piano tipo espineta, carcomido por las polillas pulsó una tecla, en el mismo instante que una pata izquierda cedía, debilitada por el comején.

Se hizo un silencio profundo. La familia de ratones, que anidaban dentro del piano, salió en tropel, seguida por muchos ratoncillos que corrían en busca de sus madres. La vieja batuta volvió a golpear en el atril, llamaba a todos a continuar; ese era un accidente que con frecuencia ocurría a cualquier instrumento.

─!Jesús Bendito!, ─exclamó sobresaltada una doblada flauta transversa─.

─Jo, jo, jo ─sonrió el ronco fagot─, que estimuló las risas de otros instrumentos.

El volar de partituras y el aletear de la lechuza que intentaba poner orden en los atriles formó un verdadero maremágnum. La desesperada batuta golpeaba en su atril para poner orden en el caos.

—¡Bueno, bueno, chicos! ─gritaba─, volvamos a empezar, porque en discutir y lloriquear por lo irremediable se nos pasa la noche.

Entre carraspeos y toses, estirar de parches y rascar de cuerdas, los instrumentos tomaron su lugar en la orquesta. Cerca del banco del director, cojo de una pata, se colocaron las cuerdas: arpa, violines, violas y violonchelos, un poco atrás el contrabajo. Luego formaron las maderas: clarinetes, fagots y flautas de caña. En seguida los instrumentos de viento; flautas transversas, cornos franceses e ingleses, trompetas, trombones de caña y de llaves y los imponentes pabellones de las tubas. Al final tomaron su lugar las percusiones: Tambores, triángulos y xilófonos. Ya listos todos para empezar, voltearon hacia el deteriorado piano, que aún sin su tapa superior, se miraba imponente. El contrabajo entonó la nota más baja y desafinada que encontró y eso fue suficiente para despertar al perezoso piano, quien de inmediato se puso a tocar arpegios desafinados como si fuese su abuelo, el clavecín, lo que todos festejaron con cacofónicas notas. Todos, felices y arruinados, estaban listos. Se escucharon tres toques de batuta y los violines y las violas dejaron escuchar las bellas notas de un alegro.

El conserje, medio sordo por la edad, tomaba su café en una habitación bajo el desván; pensaba que soñaba o eran los sonidos que su mente conservaba luego de tantos años de escuchar tocar a los jóvenes estudiantes.

Cuando por las noches se iba a dormir a las dulces notas de esa sinfonía nocturna. Sabía que a nadie molestaba, la escuela estaba rodeada de bellos jardines y frondosos árboles; a él le agradaba lo que a sus sentidos llegaba, por lo que nunca reportó nada extraño que ocurriera por la noche. Cuando la luna dejaba de brillar, las notas se disolvían entre los aplausos del viento nocturno, entonces el anciano conserje melómano se cubría con su manta y se entregaba en brazos de Morfeo para seguir sus sueños.

En el desván de los trebejos, aquellos olvidados instrumentos, dormidos en el tiempo del olvido, soñaban en sus pasadas glorias de conciertos fabulosos y acariciantes aplausos, descansaban en espera de los rayos de la luna para interpretar su sinfonía nocturna.

Marzo 23 de 2023

Rosarito, Baja California.

México

2 valoraciones

5 de 5 estrellas
hace 1 año
Comentario:

Preciosa historia acerca de la magia de la música. Casi me hizo escucharla. 

 

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  • Sergio Alfonso Amaya Santamaria hace 1 año
    Gracias por tu lectura y comentarios, Cristina. Me gusta la música y me imagino que los instrumentos tienen alma y conservan las armonías tocadas por los músicos. Cuando viejos y rotos se dejan en un rincón, son como los ancianos (a mis 82 no me siento anciano) pero si guardo dentro de mí las letras y música que disfruto cada día. Chocheces de viejo...
hace 1 año
Comentario:

Una belleza de historia, los instrumentos olvidados haciendo cada noche aquello para lo que fueron creados con mimo. 

Saludos Sergio! 

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  • Sergio Alfonso Amaya Santamaria hace 1 año
    Gracias por leer mi historia, querida Número (sigo masticando y aún no puedo tragar este nombre), te mando un abrazo.
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