Momento impredecible
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Sergio A. Amaya Santamaría
El hombre caminaba presuroso, pues ya hacía buen rato que el sereno había anunciado las once de la noche; los canales se miraban desiertos y el cruzar el puente negro, siempre le ponía nervioso; los ladridos de los perros le parecían llamados del inframundo. Envuelto en su capa y con el chambergo calado hasta las orejas, miraba con recelo en todas direcciones; confiaba en su habilidad con la espada y el puñal que nunca abandonaba, pero siempre temía el encuentro con “algo” diferente. De pronto una sombra se desprendió del atrio de San Francisco y se dirigió a él.
—Buenas noches os dé Dios, don Vicente de Sarabia.
—Buenas también para vos ─repuso, trataba de identificar a quien le saludó por su nombre─, vos me habéis reconocido, aun cuando voy embozado, pero, ¿quién sois?
—¡Oh, eso no es importante! por ahora, pero os hallo muy nervioso, ¿algo teméis que os ocurra?
—¡Nada, no temo a nadie!, a quien ose enfrentarme, le haré probar el acero de mi espada.
—Valiente sois, don Vicente, pero al hombre que asesinasteis, fue a traición.
—¿Quién sois, caballero, que habláis de lo que ignoráis?
—La noche oculta los hechos de los hombres, pero el Dueño de la noche, todo lo ve.
—¡Qué disparates decís!... ¿El Dueño de la noche?, si no os identificáis, vos probaréis mi espada.
Al momento de terminar estas palabras, don Vicente se abrió la capa y extrajo su espada toledana, brillante y afilada, con una hermosa guarda de plata cincelada.
—¡Ja, ja, ja, ja! ─se escuchó una siniestra carcajada─, sí que sois simpático, además de cobarde asesino.
Al escuchar estas palabras, Vicente perdió los estribos y lanzó una mortal estocada hacia quien se había atrevido a desafiarlo, pero la espada traspasó la capa que quedó colgada del acero; el sombrero del misterioso personaje estaba tirado en el piso, pero de esa persona, nada, no había nadie.
Un intenso frío recorrió la espalda del espadachín, quien corrió en busca de la Ronda o del sereno; sus pasos se escuchaban sobre el empedrado de la calle. A lo lejos, en la esquina del Portal de Mercaderes, divisó la figura de un hombre, pensaba que era el sereno, se dirigió presuroso a su encuentro.
—Os veis agitado y nervioso, don Vicente ─dijo la misma voz que le había interceptado en la calle─. ¿Aún pensáis que vuestra espada todo lo puede?
—Tal vez seáis un mago, brujo o taumaturgo ─repuso inquieto don Vicente─, pero si sois hombre, enfrentadme como tal, no os ocultéis con tus artes demoníacas.
—No soy ni una cosa ni otra y vos no estáis a mi altura para enfrentarme, solo debo deciros que ha llegado la hora de saldar cuentas. Soy un enviado, encargado de llevar a quien me ordenan y vos sois el elegido.
El terror paralizó al hombre que, llevándose las manos al pecho, cayó de rodillas, para luego terminar recostado contra una de las fuertes columnas de cantera.
El sereno de las doce de la noche reportó el cuerpo de un hombre fallecido en la calle, no se le apreciaban heridas, ya los médicos del Hospital de Jesús dirían de qué murió.
FIN
Sergio A. Amaya Santamaría
28 de Julio de 2011
Ciudad Juárez, Chih.
27 de mayo de 2023
Playas de Rosarito, B. C.