Lun05Jun202313:08
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Autor: Sergio Alfonso Amaya Santamaria
Género: Cuento

El Tren

El Tren

El tren

Eusebio, hombre de unos treinta años y agente de ventas de una empresa comercial, viajaba entre diversas ciudades. En uno de tantos viajes se debería presentar en Silao, Guanajuato, vivía en la ciudad de Aguascalientes y se le hacía cómodo viajar en el tren de las 8:00 de la mañana; su cita era por la tarde; lo que le daba tiempo para descansar un poco en el ferrocarril, que para ese recorrido hacía sus buenas seis horas de viaje. A la hora conveniente estaba en los andenes de la estación a la espera de que arribara el tren, que lo hizo con un pequeño retraso de media hora.

En cuanto el convoy se detuvo, Eusebio corrió a subirse al primer vagón que quedó a su alcance, encontró un lugar que acababan de dejar unos viajeros procedentes de la Ciudad de Zacatecas. Junto a él sentaron a un niño de unos doce años; al frente se sentó la madre con otro crío de pocos meses y junto a ellos, el marido, un hombre moreno, de gran bigote y mirada furibunda, tocado con un anticuado bombín color marrón.

El convoy permaneció en los andenes un poco menos de una hora, hasta que se escuchó el ansiado grito del conductor: ¡Váamonooos!

La locomotora bufó y las ruedas patinaron sobre los rieles de acero, el convoy se movió de a poco hasta que ganó ligereza. Cuando el convoy salió de la zona urbana, aceleró y avanzó a una buena velocidad. El balanceo del vagón empezó a adormecer a los viajeros. Sintió una mirada, era el padre del niño, que lo observaba con fijeza y el bigote se le movía de manera curiosa, inconsciente sostuvo la mirada.

De pronto levantó la vista y se encontró en una amplia sala, su ropaje había cambiado y ahora vestía una fresca túnica de lino y calzaba unas sandalias atadas a los tobillos; las cortinas que cubrían las ventanas se movían al compás del suave viento que soplaba desde las riberas del Nilo, donde miraba cruzar las canoas de papiro y las embarcaciones de los nobles. Una barcaza militar navegaba por el centro de la corriente y dejaba escuchar el acompasado tañer del tambor que marcaba el ritmo de los remeros. Volteó hacia la calzada y miró pasar una litera que transportaba a una hermosa mujer, quien llevaba, pendiente del cuello, un bello medallón; en especial le llamó la atención la peculiar joya.

En ese momento parpadeó y se dio cuenta de que estaba en el tren; el hombre del bombín lo miraba sonriente. Sin estar consciente de lo que ocurría volteó a ver el paisaje por la ventanilla.

De pronto se sintió una leve sacudida y el ferrocarril pareció cambiar de rumbo. En pocos minutos, Eusebio se dio cuenta de que el convoy había virado de dirección y a la vista se alejaba de la vía que los llevaría hacia el sur. El viajero volteó a todas partes, intentaba ver al conductor para preguntarle la razón del desvío, pero no vio a ningún empleado del ferrocarril.

Eusebio se asomó por la ventanilla, hacia el frente, en una leve curva miró la locomotora y más adelante, en la lejanía, lo que parecía la entrada a un túnel. Minutos después la locomotora entraba al túnel, dentro de la montaña. El ferrocarril detuvo su marcha y nadie parecía darse cuenta, sólo Eusebio, que enfrentaba la mirada inquisitiva de su compañero de viaje.

Eusebio se atrevió a hablar al hombre.

—Disculpe, señor ─dijo con timidez Eusebio─, ¿sabe usted por qué nos detuvimos en este túnel y en una ruta diferente a la anunciada?

El hombre no respondió, sólo lo miraba de fijo y una leve sonrisa se dibujaba en su boca.

Ante el mutismo del hombre, se levantó y caminó hasta la puerta, descendió unos escalones y se asomó a ver qué ocurría. Todo estaba en silencio e iluminado sólo por la propia luz de los vagones. Se animó a bajar y empezó a caminar en dirección a la locomotora. No había personal alguno a la vista; solo se escuchaba el sonido del vapor que, de cuando en cuando, salía de la caldera. ¡Nadie conducía la locomotora!, se encontraba solo en la cabina y el tren ya había cobrado velocidad. Entonces sí sintió miedo, trató de moverse y una mano le sacudió el hombro, lo que impidió que se levantara.

—Su boleto, por favor. –era el conductor, que revisaba los boletos de los pasajeros─.

Eusebio, reaccionó y buscó su boleto entre sus ropas, volteó a ver al empleado para preguntarle lo que sucedía. El hombre lo miraba casi sin parpadear, la mano extendida en espera de lo pedido.

–¿Qué ocurre? ¿Me puede explicar por qué no hay maquinista y el tren avanza sin control?

–¡No sé de qué habla! –contestó el empleado–, muéstreme su boleto para checar que viaja de forma legal.

En ese instante escuchó un clic dentro de su cabeza; parpadeo y se vio sentado en su banca, mientras el niño dormía recargado en su hombro; los padres del menor dormían recargados el uno en la otra. Eusebio miró su reloj, sin poder explicar lo que había vivido.

–El padre del menor, de mirada hosca, despertó, lo miraba con una sonrisa de satisfacción; se inclinó el bombín sobre la frente y cerró los ojos. «Ni duda, soy buen hipnotista» –pensó.

El tren llegó a Silao, era un tumulto de viajeros que bajaban y subían, no se fijó en qué momento se retiró la familia que iba sentada junto a él. El padre, de mirada furiosa y curioso bombín marrón, había desaparecido.

Se alejó de la estación ferroviaria, metió la mano al bolsillo de su saco y no sintió su cartera; percibió algo extraño, lo extrajo y casi se cae por la sorpresa, en su mano estaba el medallón egipcio; entonces hizo memoria, recordó que el día anterior, cuando cenaba, lo había comprado para su esposa; un vendedor ambulante se lo había ofrecido, le dijo que era mágico en el amor; le gustó el detalle y cuando sacó la cartera para pagar al vendedor, éste había desaparecido.

Pero… su cartera, ¿dónde la había extraviado?...

FIN

Sergio A. Amaya Santamaría

16/04/2014 – Celaya, Gto.

5/06/2023 – Rosarito, Baja California

1 valoración

5 de 5 estrellas
samir karimo
Jurado Popular
  • 201
  • 27
hace 1 año
Comentario:

Interesante y con un desenlace inesperado, enhorabuena

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  • Sergio Alfonso Amaya Santamaria hace 1 año
    Gracias por tu valoraci162n y comentario, Samir. Abrazos.
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